XLIV

Había pasado un año desde que Satoko y su madre presentaron sus respetos a la abadesa con ocasión de su viaje a Tokio, y ahora, mientras esperaban en un gran salón, la monja les aseguró que su reverencia se había alegrado mucho con esta visita. Todavía estaba hablando cuando entró la abadesa, llevada de la mano por una monja joven.

Después que la condesa comunicó la noticia del compromiso de Satoko, su reverencia la felicitó diciendo:

—La próxima vez que tengas la amabilidad de honrarnos con una visita no podrás alojarte en cualquier parte, sino en el pabellón.

El pabellón era una villa dentro de los terrenos del convento, reservada para los miembros de la familia imperial. Ahora que estaba en Gesshu ya no era fácil para Satoko seguir con su silencio, y contestaba, aunque brevemente, siempre que se le hacía alguna pregunta. Su recogimiento habría podido ser tomado por timidez. La abadesa, naturalmente, siendo mujer de discreción, no dio señal de haber notado nada extraño.

—El hombre de la aldea que los cultiva nos trae algunos todos los años —dijo la abadesa, en respuesta a los elogios de la condesa por las macetas de crisantemos que formaban filas en el patio—. Nos da verdaderas conferencias sobre estas plantas. —Luego hizo que la monja repitiera las explicaciones del hombre entusiasta de los crisantemos: este era color carmesí de una sola hoja; este, amarillo con flores tubulares, y así sucesivamente.

Por fin su reverencia condujo a Satoko y a su madre hasta el salón.

—Nuestros arces parecen retrasados este año —dijo después que la monja abriera la puerta para revelar la belleza del jardín interior, con sus montañas simuladas y su hierba marchita.

En él había varios arces enormes coronados de rojo, pero abajo, las ramas inferiores tomaban un color naranja, que daba paso al amarillo y que finalmente se fundía con un verde claro. El rojo de la copa era muy oscuro, con un tono que recordaba la sangre coagulada. Los sasanquas habían empezado a florecer. Y en un rincón del jardín, la curva suave de una rama de mirto añadía un toque de belleza al conjunto.

Regresaron al salón, y mientras su reverencia y la condesa se entretenían en cortés conversación, el día de otoño fue tocando a su fin. La cena fue de día festivo, con arroz y alubias verdes, reservadas para las fiestas. Las dos monjas hicieron cuanto pudieron para animar la compañía, y quitar peso al talante de la velada.

—Este es el día de avivar el fuego, en el palacio imperial —dijo la abadesa.

Se trataba de una ceremonia cortesana que consistía en el avivamiento de una enorme llama en un hibachi, mientras una dama, delante de él, recitaba un conjuro. La monja, que lo había presenciado durante sus años de servicio en palacio, lo sabía de memoria. Era un ritual antiguo, que tenía lugar en presencia del emperador todos los 18 de noviembre. Después de encender una llama en el hibachi y hacerla subir casi hasta el techo, una dama de la corte, vestida con blancas ropas ceremoniales, iniciaba el canto con las palabras: «¡Arriba! ¡Arriba! ¡Que se avive la llama sagrada! Si son de tu agrado estas mandarinas y estos manju…». Las mandarinas y una especie de pudin eran sometidos al fuego, y luego se le ofrecían al emperador.

Podía pensarse que el restablecimiento por la monja de observancia tan solemne estaba rayando en lo sacrílego, pero la abadesa comprendía que la única intención de la anciana era proporcionar un regocijo muy necesitado, y así no tuvo ni una palabra de advertencia. La noche llegaba temprano en Gesshu. A las cinco de la tarde, ya estaba echado el cerrojo en la verja principal. Poco después de la cena las monjas se retiraron a sus domicilios, y la condesa y su hija fueron a sus habitaciones. Estarían en el convento hasta la media tarde del día siguiente, con tiempo para una tranquila despedida. Luego subirían al tren de la noche que partía para Tokio.

La condesa tuvo intención de reprender a Satoko, una vez que estuvieran solas, por haber dejado que la tristeza afectara a sus modales educados durante el día. Pero después de reflexionar sobre su estado mental tras la experiencia de Osaka, decidió no hacerlo y se acostó sin decir una palabra a su hija. A pesar de la prolongada oscuridad de la noche, el papel de la puerta corrediza no perdía su brillo blanco y melancólico en el salón de invitados de Gesshu. Era como si el aire helado de la noche fría de noviembre penetrara la fina blancura del papel. La condesa podía fácilmente distinguir los tipos de papel y las nubes blancas que adornaban las puertas. Arriba, en dirección del techo oscuro, rosetas de metal de seis crisantemos disimulaban las clavijas, acentuando la oscuridad alrededor de ellas. Fuera no había viento, y ni siquiera se oía el leve ruido de la brisa en los pinos. Sin embargo, todos eran conscientes de la proximidad del bosque y la montaña.

La condesa se dejaba dominar por una sensación de alivio. Cualquiera que hubiese sido el costo, su hija y ella habían llevado a cabo fielmente la penosa tarea que les había correspondido, y ahora todo parecía tranquilo y sereno. Por eso, a pesar de que su hija se estaba moviendo junto a ella, pronto se quedó dormida. Cuando abrió los ojos, Satoko ya no estaba a su lado. Alargando la mano en la oscuridad precursora del alba encontró la bata de dormir de su hija primorosamente doblaba encima de la colcha. La inquietud se apoderó de ella, pero pensó que tal vez habría ido al lavabo, y decidió no hacer nada. Aunque trataba de esperar tranquila, sentía una presión en el pecho que la obligó a levantarse para estar segura. El lavabo estaba vacío. No había señal de nadie por allí. El cielo aparecía teñido con un azul incierto. Fue entonces cuando oyó que algo se movía en la cocina. Unos momentos después, una doncella del servicio, de las que se levantaban a primera hora, asustada con la aparición súbita de la condesa se echó de rodillas.

—¿Has visto a Satoko? —preguntó, pero la doncella, aterrada, no podía más que mover la cabeza.

Sin embargo, mientras la condesa recorría los pasillos del convento en franca desesperación, acertó a encontrarse con una monja joven, que quedó perpleja con la noticia y empezó inmediatamente a colaborar en la búsqueda. Al final de un pasillo, el resplandor vacilante de las velas llegaba de la sala principal de oración. Apenas parecía verosímil que una monja estuviera ya en sus devociones en tales horas de la mañana. Dos velas encendidas iluminaban la imagen de Buda, ante la cual Satoko estaba sentada. La condesa no la reconoció de momento. Satoko se había cortado el pelo, había colocado las trenzas cortadas en la bandeja de ofrecimiento, y con las cuentas en la mano estaba sumida en oración. La primera reacción de su madre fue de alivio al encontrar a su hija con vida. Se dio cuenta de que hasta ese momento había estado segura de que Satoko estaba muerta.

—Veo que te has cortado el pelo —exclamó al abrazarla.

—Sí, madre. Ya no se puede remediar —contestó Satoko, mirando a su madre directamente a los ojos. Las llamas pequeñas y vacilantes de las velas revoloteaban en sus pupilas, pero el blanco de sus ojos conservaba el brillo del amanecer. Nunca había visto la condesa una entrada de día tan terrible como la que vio reflejada ahora como en un espejo en la mirada de su hija. Ese mismo brillo, más fuerte a cada minuto, resplandecía en cada una de las cuentas de cristal del cordón que sujetaba entre sus dedos. Como una fuerza de voluntad intensa, la luz del alba parecía querer romper cada uno de los cristales fríos. La monja se dio prisa a comunicar la noticia a su superiora. Y luego, completado su informe, se retiró. La condesa de Ayakura y su hija fueron conducidas a presencia de la abadesa.

—Su reverencia, ¿se ha levantado ya? —llamó desde fuera.

—Sí.

—Le ruego que nos perdone.

La monja abrió la puerta y encontró a la abadesa sentada sobre su colchón. La condesa empezó a hablar con emoción evidente.

—Lo que ha sucedido, su reverencia, es que Satoko se ha cortado el cabello en la capilla.

La abadesa intentó asimilar el cambio experimentado en Satoko. Pero sus facciones no revelaron ningún signo de sorpresa.

—Bien, bien. Me estaba preguntando si las cosas no resultarían así —dijo.

Tras una pausa, como si le acabara de asaltar un nuevo pensamiento, pasó a decir que como las cosas parecían complicadas había creído mejor que la condesa fuese tan amable de dejar a su hija sola con ella, a fin de que las dos pudieran tener una conversación de corazón a corazón. La condesa y la monja accedieron y se retiraron. La monja, a solas con la condesa de Ayakura, hizo cuanto pudo por agasajarla, pero la condesa estaba tan turbada que no pudo tomar bocado en el desayuno. La monja imaginaba los motivos de aquella tristeza y era incapaz de pensar en ningún tema de conversación. Pasó largo tiempo antes que llegara una llamada de las habitaciones de la abadesa. Y allí, en presencia de Satoko, la abadesa informó a la condesa de una noticia de grandísima importancia: como no había la menor duda de la sinceridad del deseo de Satoko de renunciar al mundo, el Templo de Gesshu la recibiría como novicia.

Durante la mayor parte de la mañana, la imaginación de la condesa estuvo totalmente implicada en idear medidas capaces de cambiar aquella decisión. No podía dudar de la firmeza de la voluntad de Satoko. Se requerirían meses, incluso medio año, para que el cabello de su hija volviera a la normalidad, pero si lograra disuadirla, estos meses podían explicarse como un período de convalecencia a causa de alguna enfermedad adquirida durante el viaje, y de esta forma obtener un aplazamiento de la ceremonia de los esponsales. En el intervalo entrarían en juego sobre ella el poder persuasivo de su padre y del marqués de Matsugae, y quizá cambiara de pensamiento. Oyendo las palabras de la abadesa, su determinación se afianzó todavía más. El proceso ordinario, cuando se es aceptada como novicia, es un año previo de rigurosa disciplina ascética, antes de recibir la tonsura y celebrar la ceremonia formal de ingreso. En el caso de que Satoko pudiera ser persuadida con suficiente antelación, la condesa tenía planes maravillosos: si los acontecimientos tomaban rápidamente un giro favorable, Satoko podría ir a la ceremonia de los esponsales felizmente, con la ayuda de una peluca cuidadosamente preparada. La condesa de Ayakura llegó a esta conclusión: por el momento su única salida era dejar a Satoko y regresar a Tokio lo más rápidamente posible, para elaborar un plan de acción.

—Estimo los sentimientos expresados por su reverencia —dijo en respuesta—. Sin embargo, no sólo se trata de algo surgido repentinamente en un viaje, sino también es un asunto que lleva consigo perturbaciones para la familia imperial. Por lo tanto, creo que lo mejor sería suplicar de su indulgencia mi regreso temporal a Tokio, para consultar con mi marido antes de volver aquí. Y mientras tanto, confiaré a Satoko a sus cuidados.

Satoko oyó las palabras de su madre sin mostrar la menor emoción. La condesa tenía miedo de hablar a su hija.