XLIII

Una mañana, después de dos días en Osaka, la marquesa de Matsugae salió de la posada donde se alojaba y fue a la oficina de correos más próxima para enviar un telegrama personal. Su esposo le había dado instrucciones muy severas para que no delegara esta misión en nadie. Como era la primera vez en su vida que entraba en una oficina de correos, quedó totalmente confundida. En su confusión acertó a recordar una princesa recientemente fallecida, que teniendo la seguridad de que el dinero era cosa sucia se pasó la vida sin jamás poner la mano en una moneda. De bueno o mal grado, envió un telegrama, disimulado con las palabras acordadas con su marido: «Visita realizada felizmente».

Sintió correrle por el cuerpo una sensación de alivio, como si se hubiera quitado de los hombros una pesada carga. Regresó a la posada para pagar la cuenta y luego se dirigió a la estación de Osaka, donde esperaba la condesa de Ayakura, para despedirla en su viaje solitario de vuelta a Tokio. A fin de rendirle sus respetos, la condesa se había ausentado momentáneamente de la cama de Satoko en el hospital. Satoko había ingresado en la clínica particular del doctor Mori con un nombre falso, de conformidad con la insistencia del médico en la necesidad de un descanso completo durante dos o tres días. La condesa había estado con ella constantemente, pero Satoko no había dicho una palabra desde la operación, actitud que apenaba profundamente a la condesa.

Como la estancia en el hospital fue prescrita sólo como medida de precaución, cuando el doctor Mori autorizó la salida ella estaba en condiciones de moverse de un lado para otro, gozando de una salud perfecta. Ahora, con la desaparición de los mareos matutinos debía sentirse más jovial tanto física como mentalmente, pero sin embargo seguía obstinada en su silencio. Según el plan organizado, debían ir al Templo de Gesshu, para que Satoko hiciera una visita de despedida a la abadesa. Permanecería allí una noche, para regresar a Tokio a la mañana siguiente.

El 18 de noviembre, tomaron un tren de la línea Sakurai, en la estación de Obitoké. Era una maravillosa tarde de otoño, y a pesar de la inquietud que le producía el silencio de su hija la condesa se sentía más tranquila. Como no había querido provocar trastornos a las ancianas monjas, no había comunicado al convento la fecha de su llegada. Aunque había pedido a un empleado de la estación que les buscara dos rickshas, no había ninguna señal de ellas en la estación. Mientras esperaban, la condesa, que sentía curiosidad por explorar lugares no familiares, dio un paseo por las proximidades tranquilas de la estación, dejando a su hija con sus reflexiones en la sala de espera de primera clase. Al salir se encontró con un anuncio para los visitantes al templo cercano de Obitoké.

«TEMPLO DE OBITOKE DEL MONTE KOYASU»

Aquí se reverencia al Bodhisattva Obitoké Koyasu Jizo. Es el lugar más antiguo y santificado del Japón, de especial devoción para obtener para los niños un nacimiento feliz. En él oraron los emperadores Mantoku y Seiwa y la emperatriz Somedono».

Pensó que este anuncio había escapado a la atención de Satoko. Para aminorar la posibilidad de que su hija lo viera tendría que hacer que el ricksha entrara hasta el andén de la estación y allí montara su hija. Le parecía que aquellas palabras eran como gotas de sangre bajo un cielo de noviembre tan brillante. La estación de Obitoké tenía un pozo al lado, y unos muros blancos bajo el tejado. Enfrente había una casa antigua rodeada de un muro, con un gran almacén detrás. Aunque el almacén blanco y el muro sucio hacían reflejarse la brillante luz del sol, un silencio misterioso llenaba la escena. La superficie de la carretera era gris, con restos de escarcha que hacían difícil caminar. Llamó su atención algo amarillo que destacaba en la distancia. Estaba en la entrada de un pequeño puente que cruzaba la línea del ferrocarril, en un lugar donde las filas de altos y desnudos árboles que bordeaban la vía tocaban a su fin. Se recogió las faldas y se encaminó en aquella dirección. La entrada del puente había sido adornada con macetas de crisantemos, al amparo de un sauce que se alzaba junto al sendero que conducía al puente. Aunque servía su propósito, era muy sencillo, hecho de madera. Algunas colchas de colores colgaban de las barandillas del puente, absorbiendo el sol y agitándose graciosamente con la brisa. En el patio de una casa cercana había pañales secándose, y toda una cuerda cargada de ropa asegurada con pinzas. No se veía a nadie por ninguna parte. Más lejos, bajando por la carretera, vio los dos rickshas, que venían en su dirección. Se apresuró a volver a la estación para avisar a Satoko.

* * *

Como el tiempo era tan agradable hizo que los hombres bajaran las capotas de los rickshas. Dejaron la población y avanzaron algún tiempo por un camino bordeado de arrozales. Si se miraba atentamente a las montañas podía verse el Templo de Gesshu en el mismo corazón de ellas. Más adelante la carretera estaba bordeada de árboles cuyas ramas, vacías de casi todas sus hojas, estaban cargadas de fruto. Los arrozales tenían un aire festivo, engalanados por todas partes con un laberinto de ruedas de secado. La condesa, en el primer ricksha, se volvía de vez en cuando para mirar a su hija. Satoko había doblado el chal y lo llevaba sobre el regazo. Cuando la madre se dio cuenta de que la hija estaba mirando a su alrededor como si estuviera disfrutando del paisaje se sintió aliviada.

Al entrar la carretera en las montañas el paso de los hombres que llevaban los rickshas disminuyó notablemente. Personas mayores, sus piernas ya no eran lo que habían sido en otros tiempos. Sin embargo, no había razón para darse prisa. Por el contrario, pensó la condesa, tanto ella como su hija Satoko eran afortunadas al tener la ocasión de contemplar serenamente el paisaje. Se estaban aproximando a la valla de piedra de Gesshu. Una vez que la pasaron, el panorama quedó limitado al propio camino suavemente inclinado, una ancha extensión de cielo azul pálido oscurecido parcialmente por la hierba alta que crecía a lo largo del camino, y una cadena de bajas montañas que se alzaba a alguna distancia. Los hombres de los rickshas se pararon al fin para tomar un descanso, y mientras hablaban y se enjugaban el sudor, la condesa levantó la voz para llamar a Satoko:

—Será mejor que mires bien el panorama desde aquí al convento. Personas como yo pueden venir aquí en cualquier tiempo, pero tú en cambio pronto estarás en una situación que no te permitirá hacer salidas fácilmente.

Su hija no contestó, pero le dirigió una sonrisa y asintió con un ligero movimiento de cabeza. Los rickshas se pusieron de nuevo en movimiento, y como el camino seguía ascendiendo tuvieron que disminuir el paso aún más. Sin embargo, después que entraron en terrenos del convento los árboles a ambos lados aminoraron el calor.

En los oídos de la condesa quedó un eco débil del zumbido de los insectos que habían estado rondando su cara mientras tomaban su descanso los hombres del ricksha. Pero luego los frutales habían empezado a aparecer por el lado izquierdo del camino llamando su atención y encantándola con sus frutos. Algunos proyectaban sombras como dibujos mágicos. Un árbol estaba cargado de frutas redondas que a diferencia de las flores resistían el viento. Sólo se movían las hojas secas.

—Me pregunto por qué no se ven arces —gritó a Satoko, sin obtener respuesta alguna.

Los matorrales clásicos escaseaban en aquel camino. Había poco que llamara la atención, fuera de los verdes campos de rábanos por el oeste y los bambúes por el este. Los campos de rábanos estaban cubiertos de una espesa capa de hojas, que filtraban la luz solar. Plantas de té separaban la carretera de un pantano. Este seto estaba cubierto de enredaderas, y más allá aparecían las aguas tranquilas de otro lago mayor. Un poco más lejos la carretera se oscurecía bajo la sombra de unos cedros. El sol se filtraba hasta debajo de los árboles, y un tronco, alto y aislado, destellaba con una intensidad singular.

Se notó de pronto frío en el aire. Volviéndose hacia el ricksha que iba detrás, dijo por señas a Satoko que se echara el chal sobre los hombros. Aunque abrigaba pocas esperanzas de obtener una respuesta, cuando volvió a mirar unos minutos después comprobó que el chal de Satoko ondeaba con la brisa. Aunque su hija no mostrara ningún deseo de hablar, la condesa pudo consolarse con su obediencia. Una vez que los rickshas cruzaron la verja pintada de negro, el paisaje tomó el aspecto más formal de un jardín, como era de esperar en los alrededores inmediatos de un convento. Las hojas del arce, las primeras que había visto en todo el camino, hicieron suspirar a la condesa.

No había nada especial en los colores de estos arces. Sin embargo, aquel escarlata en plena montaña parecía hablar a la condesa de pecados no purgados jamás. Súbitamente se apoderó de ella un frío estremecimiento de ansiedad por Satoko. La cortina de pinos y cedros que formaban el fondo donde lucían los arces no era lo bastante tupida para cerrar la amplia visión del firmamento, cuyo resplandor pasaba entre ellos alcanzando a los arces y cambiando sus hojas rojas en nubes iluminadas por el sol de la mañana. Cuando miró al cielo desde debajo de las ramas admiró la forma delicada con que estaban tejidas las hojas unas con otras, e imaginó que contemplaba los cielos a través de una finísima tela escarlata. Finalmente los rickshas se detuvieron, y la condesa y Satoko se apearon delante de una verja, detrás de la cual había una calle pavimentada con piedras, y al final la entrada del convento de Gesshu.