Cuando el marqués de Matsugae se vio con el conde de Ayakura quedó perplejo, al ver el poco interés que el conde mostraba por el curso de los acontecimientos. Pero cuando el conde aceptó fácilmente su propuesta volvió el buen humor. El conde le dio seguridades de que todo se haría de acuerdo con sus deseos. Estaba emocionado, dijo, al oír que la marquesa en persona acompañaría a Satoko a Osaka. Y en cuanto a poder confiar en el doctor Mori, dentro de la más rigurosa confianza, era una bendición inesperada. Todo se llevaría a cabo según las instrucciones de Matsugae, y por tanto rogaba que el marqués tuviera a bien continuar sus amables esfuerzos en beneficio de los Ayakura.
Los Ayakura hicieron sólo una petición, extremadamente modesta, que el marqués no podía menos de conceder. Era que a Satoko y Kiyoaki se les permitiera verse antes que ella partiera para Osaka. Naturalmente no había ningún inconveniente en permitirles quedarse solos. Pero si podían verse cara a cara un momento con sus padres cerca, esto satisfaría a los Ayakura. Y si podían conceder esta petición, los Ayakura darían todas las seguridades de que a Satoko jamás se le permitiría volver a verse con Kiyoaki. La petición era de la propia Satoko, pero como explicara el conde con cierto embarazo, tanto su esposa como él creían que sería mejor concedérselo.
La circunstancia de que la marquesa acompañara a Satoko hasta Osaka podría utilizarse para dar al encuentro con Kiyoaki apariencia de no estar pensado de antemano. Nada más natural que un hijo acuda a la estación para despedir a su madre, y nadie podría tener motivo para sospechar si Kiyoaki cambiaba una o dos palabras con Satoko.
Convenidas así las cosas, el marqués, a sugerencia de su esposa, citó en secreto al doctor Mori en Tokio, aunque estuviese muy ocupado en Osaka. El doctor permaneció con los Matsugae una semana, antes de la partida de Satoko el 14 de noviembre, en reserva de que ella le necesitara. Si llegara un mensaje de los Ayakura, él estaría preparado para salir inmediatamente. Todas estas precauciones eran necesarias por el peligro de un aborto, que se vislumbraba de un momento a otro. Si ocurría tal cosa el doctor Mori se ocuparía de atender a la paciente, de tal forma que nadie se enterara de nada. Además, tenía que estar a mano durante el largo y peligroso viaje a Osaka, acompañándoles sin ser advertido, en otro coche.
En consecuencia, un famoso ginecólogo rendía su libertad y se ponía a disposición de los Matsugae y los Ayakura. Algo que sólo el dinero podía obtener. Y si las cosas se desarrollaban como se esperaba, el viaje a Osaka contribuiría a mantener oculta la verdad ante el mundo. ¿Quién iba a imaginar que una mujer embarazada emprendiera la aventura de un viaje en tren?
Aunque el doctor Mori vestía trajes hechos en Inglaterra, y era un auténtico modelo de caballero occidental, no dejaba de ser un hombrecillo rechoncho, con algo en su cara que hacía pensar en un empleado de oficina. Antes que examinara a sus enfermas, extendía una hoja de papel de alta calidad sobre la almohada de cada una, y luego la iba recogiendo poco a poco, práctica que resaltaba su fama. Era impecablemente cortés, y su sonrisa no decaía nunca. Tenía numerosos pacientes entre mujeres de alta sociedad. Su destreza no era superada por nadie, y su boca estaba tan apretada como una ostra.
Disfrutaba hablando del tiempo, y aparte de esto no parecía tener ningún tema de conversación capaz de despertar su interés. Sin embargo, podía sembrar confianza en sus pacientes, observando el calor terrible que hacía hoy, o que el tiempo estaba más cálido después de cada aguacero. Era experto en poesía china, y había expresado sus impresiones de Londres en veinte poemas, que había publicado bajo el título de «Poemas de Londres». Llevaba un anillo de diamantes de tres quilates, y antes de examinar a una paciente se quitaba el anillo con aparente dificultad, arrojándolo bruscamente en la mesa que tuviera más cerca. Sin embargo, nunca se le olvidaba recogerlo. Su bigote tenía el lustre de un helecho después de la lluvia.
Era obligado en los Ayakura acompañar a Satoko a la residencia de los Toinnomiya a fin de que rindiese sus respetos antes del viaje a Osaka. Como la carroza incrementaría los riesgos, el marqués les proporcionó un automóvil. Además, el doctor Mori les acompañó disfrazado de mayordomo, sentado al lado del conductor, vistiendo un viejo traje de Yamada. Por un golpe de buena fortuna, el joven príncipe estaba de maniobras. Satoko pudo saludar a la princesa Toin, en el vestíbulo de la entrada. La peligrosa expedición se concluyó sin contratiempo alguno.
Aunque los Toinnomiya planeaban enviar un funcionario de la casa a la estación para ver partir a Satoko el 14 de noviembre, los Ayakura declinaron cortésmente este favor. Todo se iba desarrollando exactamente de acuerdo con el plan del marqués de Matsugae. Los Ayakura se encontrarían con la marquesa de Matsugae y su hijo en la estación de Shimbashi. El doctor Mori abordaría un coche de tercera clase. Como el propósito del viaje era supuestamente hacer una visita de despedida a la abadesa de Gesshu, el marqués no vaciló en reservar todo el coche, en el expreso especial que partía de Shimbashi a las nueve treinta de la mañana y llegaba a Osaka a las once horas quince minutos.
La estación de Shimbashi, diseñada por un arquitecto americano, había sido construida en 1872, comienzos de la era Meiji. Los muros eran de piedra jaspeada, procedente de las canteras de la península de Izu. En esta mañana clara y brillante de noviembre, el sol dibujaba las sombras de la cornisa sobre la superficie pétrea. La marquesa de Matsugae, tensa ante la perspectiva de un viaje del que tendría que regresar por sí misma, llegó a la estación sin apenas haber dicho una palabra en el camino, ni a Yamada, que llevaba su equipaje, ni a Kiyoaki. Los tres subieron el largo tramo de escaleras que llevaba al andén.
El tren todavía no estaba formado. Los rayos del sol de la mañana iluminaban el amplio andén y las vías a ambos lados, y en el aire se agitaban visibles motas de polvo. La marquesa estaba tan preocupada por el viaje que le esperaba que lanzaba profundos suspiros.
—Todavía no les veo. Me pregunto si les habrá ocurrido algo —decía de vez en cuando sin ninguna respuesta de Yamada, aparte de un vago «Ah».
Kiyoaki se dio cuenta de lo turbada que estaba su madre, pero no estando él en condiciones de aliviar su pesadumbre, prefirió mantenerse a cierta distancia. Se sentía débil, y su postura era expresión del esfuerzo que estaba haciendo para mantener el dominio de sí mismo. Parecía rígido como una estatua, de una sola pieza, carente de toda fuerza vital para sostenerse. El aire del andén era fresco, pero él se descubrió el pecho, bajo su chaquetilla de uniforme. La sombría tristeza de esperar parecía haberle helado hasta la médula.
El tren entró en la estación con dignidad, mientras el sol iluminaba la parte superior de los coches con cintas de luz. En este momento descubrió la marquesa al doctor Mori en medio de un grupo que esperaban en el andén. Sintió cierto alivio. Se había acordado que salvo alguna emergencia el doctor se mantendría ajeno y desconocido durante el viaje a Osaka.
Los tres subieron, portando Yamada el equipaje de la marquesa. Mientras ella daba a Yamada nuevas instrucciones, Kiyoaki miró al andén. La condesa de Ayakura y Satoko se acercaban entre la multitud. Satoko llevaba un chal de arcoiris sobre los hombros. Cuando llegó al torrente de sol que caía en el andén, su cara apareció tan blanca como la cal.
El corazón de Kiyoaki latía con fuerza, de pesar y de júbilo al mismo tiempo. Mientras la miraba, con su madre al lado, le ilusionó por un momento la idea de que era un novio esperando a su prometida. La condesa de Ayakura subió al coche, y dejando que el criado llevara el equipaje de Satoko, presentó sus excusas por llegar tarde. La madre de Kiyoaki la saludó con la mayor cortesía, pero una cierta contracción en su frente era expresión del desagrado que sentía. Satoko se tapó la boca con el chal, y se mantuvo escondida detrás de su madre. Cambió un saludo normal con Kiyoaki, y luego, instada por la marquesa, se sentó en uno de los asientos de tapicería escarlata del coche.
Entonces comprendió Kiyoaki por qué había llegado ella tan tarde. Habría demorado la llegada a la estación para acortar al máximo la extensión de su despedida. Bajo la luz de la mañana de noviembre, no tendrían ocasión para decirse nada. Mientras sus madres hablaban, él la contempló en silencio, y ella siguió con la cabeza inclinada, quizá preocupada por la intensidad de su pasión. Tenía Kiyoaki puesto en ella todo su corazón, pero temía que como un rayo de sol demasiado poderoso quemara la leve palidez de Satoko. Las fuerzas que operaban dentro de él, la emoción que deseaba comunicar, necesitaban sutileza y gracia, y comprendió lo frágil de su pasión. Sintió algo que ya había sentido antes, y quiso pedirle perdón.
En cuanto a su cuerpo, cubierto con el kimono, sabía todo lo que había que saber y conocía de él los secretos más íntimos. Sabía dónde la carne empezaba a ruborizarse, y dónde vibraba como el ala herida de un cisne. Sabía dónde expresaba alegría, y dónde dolor. Porque lo conocía en su totalidad, aquel cuerpo parecía enviarle un resplandor secreto a través del kimono. Pero ahora había algo que no reconocía, metido en lo hondo de su corazón, que ella parecía proteger con las anchas mangas de su kimono. Algo que quería tomar vida. Su imaginación de joven con diecinueve años no podía tratar sin emoción, un fenómeno como el de la maternidad, tan íntimamente ligado con la carne y sangre que parecía totalmente metafísico.
Lo único suyo que había en Satoko y se había convertido en parte de ella iba a ser un niño. Sin embargo, esta parte le sería arrancada de su carne, volverían a separarlos otra vez. Y como él no tenía ningún medio para impedirlo no había que hacer sino aguantar y dejar correr las cosas. En cierto modo, el niño implicado era el propio Kiyoaki, que todavía no disponía del poder necesario para actuar con independencia. Temblaba con la triste soledad y amarga frustración de un niño obligado a quedarse en casa como castigo por alguna travesura, mientras el resto de la familia salía al campo.
Ella alzó los ojos y miró por la ventanilla al andén. Parecía absorta en la presencia de lo que sería arrancado de ella, y por su parte, él estaba seguro de que no les quedaba ninguna esperanza. Sonó un penetrante silbido. Ella se incorporó, con un esfuerzo que le había exigido toda su fortaleza. La madre la cogió del brazo.
—El tren está a punto de partir. Tendrás que apearte —dijo Satoko, con voz que quería ser animosa, pero dejaba traslucir un estremecimiento.
Inevitablemente, siguió una precipitada conversación entre su madre y él, con las habituales amonestaciones y buenos deseos entre madre e hijo. Él pensó en la habilidad que necesitaba para mantener su falso papel en la pequeña parodia. Cuando se vio libre de su madre, volvió a la condesa y tuvo para ella las fórmulas correctas de una despedida. Luego, como cosa casual dijo a Satoko:
—Bien, cuídate ahora.
En ese momento se sintió capaz de imprimir emoción a sus palabras, y esto se reflejó en su intento de extender la mano y ponérsela sobre el hombro. Pero su brazo pareció de pronto atacado de parálisis, porque su mirada se había encontrado con la de ella en plena intensidad.
Sus ojos grandes y bellos estaban humedecidos por las lágrimas, del todo diferentes de las que él había estado temiendo hasta entonces. Eran como algo vivo que estaba siendo cortado en pedazos. Los ojos de Satoko tenían la terrible mirada de la persona que se está ahogando, y él no podía soportarlo. Sus pestañas largas y bonitas se extendían como una planta en flor.
—Cuídate también, Kiyo. Adiós… —dijo sin respiración.
Él huyó del tren como un perseguido. En aquel momento, el jefe de estación, con su corta espada en el cinturón de su uniforme con cinco botones negros, levantó la mano para dar la señal. Una vez más sonó el silbato. Sin que la intimidara la presencia de Yamada, pronunció el nombre amado una y otra vez. La fila de vagones tuvo un estremecimiento, y luego, como una hebra de hilo que se desenrolla lentamente del carrete, el tren empezó a moverse. En breves momentos, ni Satoko ni las dos madres volvieron a verse. La estela de humo sobre el andén eran testimonio de la potencia del tren. Su olor irritante llenaba la oscuridad que había dejado detrás.