Aunque el conde no tenía una idea muy clara de lo que deseara esconder del marqués de Matsugae, sólo le bastó oír a Tadeshina para sentirse nervioso.
—¿Y cuáles son las cosas que usted omitió?
—¿Qué quiere decir el amo? Yo contesté a su excelencia, simplemente porque se sintió satisfecho de preguntarme si lo había dicho todo al marqués en mi carta. Debe haber algo en la imaginación del amo que le lleva a hacer tal pregunta.
—No es momento para hablar con enigmas. He venido aquí sin compañía porque creí que podríamos hablar con claridad y consideración a los demás. Creo que sería lo más oportuno que usted dijera claramente lo que quiere decir.
—Hay muchas cosas que no incluí en esa carta. Entre ellas, el asunto que el amo se dignó confiarme hace unos ocho años en Kitazaki. Pensaba morir con ello en mi corazón.
—¿Kitazaki?
El conde se estremeció cuando oyó este nombre, que sonó en sus oídos como algo terrible. Ahora comprendió lo que Tadeshina había estado insinuando, y su ansiedad aumentó. Se sintió arrastrado a desprenderse de todo vestigio de duda.
—¿Qué dije yo en Kitazaki?
—Era una tarde en la época de las lluvias. El amo no puede olvidarlo. El marqués Matsugae vino aquel día a hacer una de sus raras visitas, y cuando se marchaba, el humor del amo no parecía el de costumbre, y fue a la casa de Kitazaki a distraerse un poco. Aquella noche se complació en decirme algo.
El conde estaba plenamente consciente del giro de las observaciones de Tadeshina. Ella intentaba hacer caer su desamparo dentro de la responsabilidad de él. De súbito dudó que ella hubiera intentado matarse.
Sus ojos le miraban desde la cara empolvada como dos troneras dentro en los muros blancos de una fortaleza. La oscuridad detrás del muro reposaba en cosas del pasado, y desde allí podía salir una flecha contra él mientras permaneciera expuesto a la luz del exterior.
—¿Por qué saca ahora eso? Fue seguramente una broma.
—¿Lo fue realmente?
De pronto aquellos ojos se encogieron todavía más. Tuvo la sensación de que la propia oscuridad le estaba apuntando. Luego Tadeshina prosiguió:
—Pero aquella noche, en casa de Kitazaki…
¡Kitazaki, Kitazaki! Un nombre ligado con recuerdos que el conde había tratado de olvidar, y que ahora salía de los labios de aquella anciana una y otra vez. Aunque habían pasado ocho años, todos los detalles de la casa saltaban ahora a su memoria. La posada estaba al pie de una colina. Y aunque no tenía verja, ni entrada a que pudiera darse tal nombre, sí estaba rodeada por un jardín muy grande con valla de madera. El lúgubre y húmedo vestíbulo, favorecido por babosas y caracoles, estaba ocupado por cuatro o cinco pares de botas negras. Aquella noche el sonido de una canción le había saludado en la puerta principal. La guerra ruso-japonesa estaba en su cúspide, y el acuartelamiento era una fuente de ingresos segura. Ella había dado a la posada una apariencia respetable a pesar del olor a establo. Cuando le conducían a una habitación de la parte de atrás por un pasillo como sala de cuarentena, iba temeroso incluso de que su manga pudiera rozar una columna y contagiarse. Sentía una aversión profunda al sudor humano y a todo lo relacionado con él.
Aquella noche, en la época de las lluvias, hacía ocho años, el conde había sido incapaz de recobrar su compostura habitual después de acompañar a su invitado el marqués. Ese fue el momento que Tadeshina, calibrando astutamente el humor del amo, eligió para hablar.
—Kitazaki me dice que algo muy divertido se le ha presentado y que nada le gustaría más que poder ofrecérselo al amo para su regocijo. ¿No querría el amo ir allí esta noche para una pequeña distracción?
Como estaba en libertad para hacer tales cosas, «visitar a sus parientes», una vez que Satoko se hubiera ido a la cama, no había ningún obstáculo en salir y luego verse con el conde en un lugar convenido de antemano.
Kitazaki recibió al conde con extrema cortesía y le sirvió saké. Luego salió de la habitación para volver con un viejo pergamino que puso deferentemente sobre la mesa.
—Desde luego que hay mucho ruido aquí esta noche —dijo excusándose—. Alguien a punto de salir para el frente está dando una fiesta de despedida. Hace un calor horrible, pero quizás estuviera bien correr las persianas, excelencia.
Kitazaki quería dar a entender que al correr las persianas el estruendo que llegaba del segundo piso disminuiría. El conde asintió y ella corrió las persianas. Sin embargo la lluvia parecía sonar con mayor insistencia, como enjaulándole en la habitación. El color brillante de la puerta corrediza daba a la sala un aire sensual y palpitante, como un pergamino con textos prohibidos.
Frente al conde, Kitazaki extendió respetuosamente sus viejas manos arrugadas y desató la cuerda púrpura que ataba el pergamino. Luego empezó a desenrollarle para el conde, revelando primero la pretenciosa inscripción superior. Aquella noche hacía mucho calor. Su adormecimiento, aliviado por la brisa que regalaba a su espalda el abanico de Tadeshina, hacía sudar al conde como un cesto de humeante arroz. El saké había empezado a hacer sus efectos. El conde oía caer la lluvia fuera, como si le estuviera golpeando en el cráneo. El mundo exterior estaba perdido en pensamientos inocentes sobre la victoria y la guerra. En consecuencia, el conde siguió mirando al pergamino erótico. De pronto las manos de Kitazaki cruzaron el aire para atrapar a un mosquito. Se excusó al instante por el ruido, y el conde echó un veloz vistazo al diminuto punto negro del mosquito aplastado, y percibió el olor a sangre, imagen sucia que le intranquilizó. ¿Estaba él realmente tan bien protegido de todo?
* * *
Cuando levantó la vista del pergamino se sintió deprimido. El saké, lejos de calmarle, había aumentado sus sentimientos de aprensión y recelo. Pero hizo que Kitazaki le sirviera más, y bebió en silencio. Su mente estaba atormentada con la imagen de la mujer del pergamino y sus dedos de los pies doblados hacia dentro. Resplandecía aún ante sus ojos la blancura obscena de sus piernas pintadas.
Lo que hizo luego sólo pudo deberse al calor de aquella noche de la época de lluvias, y a su propio tedio. Catorce años antes de aquella tarde húmeda, cuando su esposa estaba embarazada de Satoko, había favorecido a Tadeshina con sus atenciones. Como entonces ella ya pasaba los cuarenta, había sido un capricho que no duró mucho tiempo. Catorce años después, con Tadeshina en los cincuenta, nunca soñó que pudiera suceder cosa parecida. De todos modos no volvería a poner los pies en el umbral de la posada de Kitazaki.
Los acontecimientos y las circunstancias, la visita del marqués, el golpe a su orgullo, la noche de lluvia, el salón aislado en la casa de Kitazaki, el saké, la pornografía, todo se amontonaría, en la imaginación del conde, intensificando su resentimiento y (no podía ser de otra forma) inflamándole con deseos de rebajarse a sí mismo. Esto le empujó a hacer lo que hizo. La respuesta de Tadeshina, carente de reproches, puso el sello en sus sentimientos de personal repugnancia.
—Esta mujer —pensó— es capaz de esperar catorce, veinte, cien años. Es igual para ella. Y no importa cuando oirá la voz de su amo, porque nunca estará desprevenida.
Por circunstancias que no habían sido obra suya, fue arrojado dentro de un bosque oscuro, donde el espíritu del pergamino pornográfico estaba esperándole. Además, la compostura serena de Tadeshina, su deferencia, el evidente orgullo que tenía de sus conocimientos exhaustivos en técnica sexual, todo operaba sobre él con la misma fuerza que catorce años antes.
Quizás había habido un convenio fraudulento entre ella y Kitazaki quien había salido de la habitación y no había vuelto. Después, en la oscuridad, bajo el ruido persuasivo de la lluvia, ninguno de los dos habló. Las voces de los soldados irrumpieron una vez más, y el conde oyó con toda claridad la letra de la canción:
Al campo de batalla,
bajo el acero y el fuego,
el destino de la nación
descansa sobre ti:
¡Adelante, bravos camaradas!
¡Adelante, Ejército Imperial!
El conde se volvió repentinamente, niño otra vez. Sintió la necesidad de descargarse de la ira que le estaba devorando, y dio a Tadeshina una explicación detallada de algo que pertenecía a una esfera de la que estaba excluida la servidumbre.
Creía que su ira no era suya sólo, sino una emoción que absorbía la rabia de sus antepasados.
El marqués de Matsugae había hecho una visita aquel día. Satoko había pasado a la habitación para rendirle sus respetos, y él le había acariciado el cabello. Luego, quizá bajo la influencia del saké, había hablado delante de la niña:
—¡Qué preciosa princesita te has hecho! Cuando seas mayor, serás tan hermosa que nadie encontrará palabras para describir tu belleza. Y en cuanto a encontrar un marido apuesto, no tienes más que dejar este asunto a tu tío, sin preocuparte lo más mínimo. Si confías en tu tío completamente te proporcionará un novio, sin igual en ninguna parte del mundo. Tu padre no tendrá nada de qué preocuparse. Yo prepararé un «trousseau» de oro para ti, cuando seas novia. Será un desfile muy hermoso, tal como nunca hayan visto los Ayakura en todas sus generaciones.
La condesa había fruncido ligeramente el ceño, pero el conde se limitó a sonreír. En lugar de esto, sus antepasados habrían dado muestras de su elegancia y se habrían retirado. Pero en estos días, cuando, por ejemplo, el juego del kemari no era más que un recuerdo, no quedaban medios para castigar lo vulgar. Cuando hombre como éste impostor, rebosante de buena voluntad, inocente de toda intención de herir a ningún aristócrata auténtico, ofrecía sus insultos, no quedaba otra salida que reírse. Sin embargo, había un elemento ligeramente misterioso en la sonrisa de los cultos al confrontarse con la nueva generación del dinero y el poder.
El conde había permanecido en silencio después de contar a Tadeshina todo esto. Si la elegancia tenía que ser vengada, estaba pensando, ¿cómo realizarlo? ¿No había una venganza adecuada para los nobles cortesanos, como quien quema incienso en su manga abierta del vestido de corte y lo deja quemar lentamente hasta convertirlo en fina ceniza, mientras apenas se ha visto una traza de humo? Al fin, el conde se volvió a Tadeshina y dijo:
—Le voy a pedir con mucha anticipación que haga algo. Cuando Satoko crezca me temo que todo será exactamente según los deseos de Matsugae, y así él dispondrá su matrimonio. Pero cuando se haya hecho esto, antes que tenga lugar el matrimonio, quiero que usted la lleve a la cama con algún hombre que le guste. Un hombre que sepa tener la boca cerrada. No me preocupa su posición social, con tal de que ella sienta afecto por él. No tengo intención de entregar a Satoko como virgen a ningún prometido por quien yo tenga que agradecer la benevolencia de Matsugae. Así jugaré una mala pasada a Matsugae, sin que él llegue a enterarse. Pero esto no tiene que saberlo nadie, y tú me consultarás sobre el particular. Es algo que debe hacer en común como un pecado cometido por su sola iniciativa. Y hay otro aspecto: como eres licenciada en asuntos sexuales, no estaría de más que instruyeras a Satoko en dos conocimientos fundamentales: primero, hacer creer a un hombre que está tomando una mujer virgen cuando no es así, y segundo, hacerle creer a ella que ha perdido la virginidad cuando no la ha perdido.
—No tiene que decir más, amo —replicó Tadeshina, sin revelar en su voz ningún signo de vacilación o desmayo—. Existen técnicas tan eficaces con relación a ambos puntos, que no hay peligro de suscitar sospechas, ni siquiera en los caballeros más libertinos y experimentados. Dedicaré mis esfuerzos en educar a Satoko en este sentido. Sin embargo, ¿me sería permitido preguntar lo que el marqués tiene imaginado en relación con el segundo punto?
—Para que la persona que conquiste a la novia de otro antes del matrimonio no se sienta tan jubiloso. Si él sabe que es virgen puede que resulte presuntuoso sobre su conquista, y eso hay que evitarlo. Te confío esto también.
—Todo, queda perfectamente entendido —contestó Tadeshina.
* * *
Tadeshina estaba aludiendo ahora a lo que había sucedido ocho años antes. El conde estaba demasiado sabedor de lo que ella quería decir. Pero al mismo tiempo, completamente seguro de que el significado del curso imprevisto de los acontecimientos, después que ella aceptara su encargo, no podía perderse en una mujer de la astucia de Tadeshina. El novio en perspectiva resultó ser un príncipe de la familia imperial, y, aunque el crédito se debía al marqués, un matrimonio tan afortunado como éste significaría el resurgimiento de la casa de Ayakura. En resumen, las circunstancias eran muy diferentes de las que contemplara ocho años antes, cuando dio a Tadeshina sus instrucciones. Si a pesar de todo esto ella había llevado a cabo su cometido cumpliendo escrupulosamente su antigua promesa, la razón radicaría en su propio deseo de hacerlo así. Además, el secreto se había filtrado ya hasta el marqués de Matsugae.
¿Era posible que ella hubiera dirigido sus tiros contra la casa de Matsugae con la intención de producir un desastre, que lograría la venganza que la timidez y negligencia del conde habían puesto más allá de su alcance? ¿O su venganza iba dirigida no contra los Matsugae, sino nada menos que contra el conde mismo? De cualquier forma que fuere, él estaba en posición desventajosa. No podía consentir que ella contara al marqués aquella historia de hacía ocho años.
Creyó lo mejor no decir nada. Lo hecho, hecho estaba. Y en cuanto al marqués, tenía que estar preparado para una reprimenda más o menos severa. Sin embargo, reflexionó, haría uso de su inmensa influencia para salvar la situación. Era el momento de confiar el asunto a otra persona.
Había una cosa de la que estaba del todo seguro: el estado mental de Tadeshina. Por mucho que confesara su culpabilidad, era contraria a pedir perdón por lo que había hecho. Allí estaba la anciana que había intentado quitarse la vida, indiferente al perdón de él, con el cobertor sobre los hombros, y el maquillaje blanco en la cara. Y a pesar de lo reducido de su figura, parecía en cierto modo llenar de melancolía todo el ancho mundo.
De pronto notó que la habitación tenía la misma extensión que el salón de la posada de Kitazaki. Llegaba a él el murmullo incesante de la lluvia, y aunque totalmente fuera de estación, el calor agobiante del desánimo le humedecía las mejillas como antes. Ella levantó la cara una vez más para decir algo. Sus labios secos y arrugados estaban ligeramente abiertos y húmedos, y la caverna roja de su boca brillaba bajo la luz de la bombilla eléctrica. Él podía adivinar lo que ella estaba a punto de decir. ¿No era el resultado, como ella misma había dicho, de los acontecimientos de aquella noche, ocho años antes? ¿Y no lo había hecho para proporcionar al conde un recuerdo forzoso de lo ocurrido aquella noche, puesto que no había vuelto a mostrar por ella el menor interés?
Repentinamente sintió la necesidad de hacer esa pregunta despiadada que sólo un niño es capaz de plantear:
—Bien, afortunadamente ha salvado la vida… ¿Pero, honradamente, ha intentado usted suicidarse?
Él creyó que la pregunta la irritaría o arrancaría lágrimas, pero ella se limitó a sonreír cortésmente.
—Bueno, si el amo se hubiera dignado decirme que me suicidara, quizás había estado dispuesta a morir. Y si él lo ordenara ahora mismo yo lo intentaría una vez más. Sin embargo, a distancia de ocho años el amo puede haber olvidado una vez más lo que entonces me dijo.