XL

El conde de Ayakura era un cobarde ante cosas como la injuria, la enfermedad o la muerte. Hubo perturbación la mañana que Tadeshina no se levantó. La nota dejada en la almohada fue llevada inmediatamente a manos de la condesa, y cuando ésta a su vez se la pasó a su marido, éste la abrió con las puntas de los dedos como si fuera portadora de gérmenes. Resultó no ser sino una sencilla nota de despedida, pidiendo perdón por los muchos defectos en su servicio al conde y la condesa, y también a Satoko, agradeciéndoles a todos su constante benevolencia. Era una nota que podía caer en manos de cualquiera sin suscitar sospechas. La condesa envió por el médico inmediatamente. El conde se contentó con recibir un informe completo de su esposa.

—Tomó más de ciento veinte píldoras de somnífero. Aún no había recuperado el conocimiento, pero el doctor me lo dijo. Válgame el Cielo… Tenía brazos y piernas como un muñeco de trapo, y el cuerpo convulso doblado como un arco. Nadie supo de dónde sacaría tanta fuerza mujer tan anciana. Pero la sujetamos entre todos, le pusieron la inyección y el doctor le lavó el estómago. Fue algo terrible, y yo procuré apartar la mirada. Al fin el doctor aseguró que se recuperaría. ¡Qué maravilloso será contar con tantos conocimientos! Antes que dijéramos una palabra, el doctor le olió el aliento y exclamó: «Vaya, olor a ajo. Ha debido tomar tabletas de Calmotín». No necesitó más tiempo para identificar el somnífero.

—¿Dijo el tiempo que tardará en recuperarse?

—Sí, me informó que tendría que descansar al menos diez días.

—Asegúrate de que no trascienda nada de esto fuera de la casa. Tendrás que advertir a las mujeres que tengan la boca cerrada, y hablaremos también con el doctor. ¿Cómo está Satoko?

—Se ha encerrado en su habitación. No quiere visitar a Tadeshina. En su situación no creo que sea bueno que visite ahora mismo a Tadeshina. No le he dicho una palabra del asunto. Probablemente no sienta deseos de ir a verla por ahora. Lo mejor será dejar a Satoko sola.

Cinco días antes, Tadeshina, al borde de la desesperación, había revelado al conde y a la condesa la noticia del embarazo de Satoko, pero en vez de enfurecerse y someterla al esperado torrente de reproches, el conde reaccionó de manera indiferente, por lo que ella decidió escribir la carta al marqués de Matsugae y tomar luego la dosis excesiva de somníferos.

Satoko había insistido en rechazar el consejo de Tadeshina. Aunque el peligro se hacía cada día más agudo, no sólo ordenó a Tadeshina que no dijera nada a nadie, sino que ni siquiera dio la menor indicación de que fuese a tomar una decisión. Y así, incapaz de aguantar más tiempo, Tadeshina había traicionado a su ama comunicando el secreto a la madre y al padre. Pero el conde y la condesa, quizá porque la noticia supuso un golpe sorprendente, no demostraron más turbación que si hubieran sido informados de que un gato corría tras uno de los polluelos del patio.

Al día siguiente, y al otro también, después de haberle hablado, acertó Tadeshina a encontrarse con el conde, pero él no dio ningún indicio de estar preocupado por el problema. De hecho, sí estaba agitado. Pero como el problema se hizo inmediatamente demasiado vasto para tratarlo por su cuenta y demasiado embarazoso para discutirlo con otros, hizo todos los esfuerzos posibles para apartarlo de su memoria.

Tanto él como su esposa habían acordado no decir nada a Satoko, hasta que estuvieran preparados para tomar alguna determinación. Satoko, sin embargo, cuyas facultades estaban en su momento más agudo, sometió a Tadeshina a un interrogatorio, y de esta forma averiguó lo que estaba sucediendo. Se encerró en su habitación, aislándose de todos, y un silencio misterioso cayó sobre la casa. Tadeshina dejó de recibir ninguna comunicación del mundo exterior, diciéndosele a la servidumbre que estaba enferma.

El conde eludió el problema, incluso con su esposa. Era plenamente consciente de la naturaleza de las circunstancias y de la necesidad de una acción inmediata, pero continuó aplazándola. Tampoco creía en un milagro.

La indolencia del conde de Ayakura tuvo una recaída. Aunque apenas podría creerse que su indecisión crónica implicara cierto escepticismo sobre el valor de una determinación concreta, no era en modo alguno escéptico en el sentido ordinario de la palabra. Aunque sumido en meditaciones desde la mañana hasta la noche, era reacio a dirigir sus inmensas reservas emocionales hacia una única conclusión. La meditación tenía mucho en común con el kemari, deporte tradicional de los Ayakura. Por muy alto que llegara la pelota, era obvio que volvería a la tierra en seguida. Aunque su ilustre antecesor Namba Munetate levantara gritos de admiración cuando cogía la pelota blanca, de piel de venado, y la lanzaba a tal altura que alcanzaba el techo de noventa pies de la residencia imperial, la bola volvía a caer en el jardín.

Como todas las soluciones dejaban algo que desear en cuestiones de buen gusto, era mejor esperar que otro tomara la decisión desagradable. El pie de otra persona tendría que estirarse para interceptar la pelota. Aunque fuese uno mismo quien diera la patada al balón, era muy posible que por su cuenta entrara en una trayectoria imprevisible.

El espectro de la derrota nunca se alzó delante del conde. Si no era crisis grave que la novia de un príncipe imperial, cuyo compromiso había sido sancionado ya por el emperador, llevara en su seno el retoño de otro hombre, es que el mundo no conocería jamás una crisis grave. Sin embargo, no le daría él la patada a la pelota. Ya llegaría el momento de que algún otro compitiera. El conde no era persona que aguantara mucho tiempo las preocupaciones, y como consecuencia inevitable sus preocupaciones acababan irritando a los demás.

Luego, el día después del tumulto surgido por el intento de Tadeshina de quitarse la vida, hubo una llamada telefónica del marqués de Matsugae.

* * *

Que el marqués supiera lo sucedido, a pesar de todos los esfuerzos hechos para ocultarlo, era sencillamente increíble para el conde. No le sorprendería que hubiese un espía dentro de su casa. Pero si Tadeshina había estado inconsciente durante todo el día anterior, las más verosímiles especulaciones quedaban cortadas en su base.

Habiendo oído de su esposa que Tadeshina se estaba recuperando rápidamente, que podía hablar y que hasta le estaba volviendo el apetito, el conde reunió sus reservas extremas de coraje y decidió visitar personalmente a la enferma.

—No necesitas venir conmigo. Yo iré solo. Tal vez se muestre más inclinada a decir la verdad de esa forma —dijo a su esposa.

—Pero la habitación está en un estado terrible, y si vas a visitarla sin avisar, quedará desconcertada. Mejor será que vaya yo primero a decírselo y ayudarle a estar dispuesta.

—Como desees.

El conde tuvo que soportar una espera de dos horas. Cuando la paciente oyó la noticia de boca de la condesa empezó inmediatamente a aplicarse el maquillaje. Se le había concedido el privilegio excepcional de ocupar una habitación en la casa principal, pero su extensión no pasaba de cuatro esteras y media, y nunca entraba el sol. Cuando se extendía, la cama ocupaba casi todo el espacio. El conde nunca había estado allí hasta entonces. Le acompañó una criada hasta la habitación. En el piso se había colocado una silla para él y apartado la cama de Tadeshina. Con los codos apoyados en un montón de almohadas sobre su regazo, Tadeshina se inclinó en reverencia al entrar su amo. Al hacerlo, la frente pareció presionar sobre las almohadas que tenía delante, pero el conde notó que en reverencia tan perfecta hubo la suficiente habilidad para mantener un leve espacio entre la frente y las almohadas. Era la preocupación por el maquillaje.

—Bien, ha pasado por un momento muy difícil —empezó el conde, después de tomar asiento—, pero lo superó y eso es lo principal. Ya no debe preocuparse.

—¡Qué indigna soy de recibir la visita de su excelencia! Estoy en un estado de auténtico temor. Jamás podré expresar adecuadamente la profunda vergüenza que siento…

Con la cabeza todavía inclinada parecía estar enjugándose los ojos con el papel de gasa que había sacado de la manga, pero al hacer esto no es que llorara sino que estaba cuidando otra vez de conservar su maquillaje.

—Según el doctor, diez días de descanso bastarán para que vuelva a estar como antes. Así que relájese y tómese un largo descanso.

—Oh, muchas gracias, excelencia. Estoy llena de vergüenza por haber fallado en mi intento de quitarme la vida.

Cuando el conde miró a aquella anciana, acurrucada bajo la ropa de cama color crisantemo, sintió el escalofrío que ataca a quien avanza por la carretera de la muerte sin saber si va a volver. Percibió el olor desagradable de la habitación, impregnando todas las cosas, incluso al armario y sus cajones. Cada vez se encontraba más inquieto. El cuidado y habilidad del maquillaje blanco, y lo ordenado del peinado de moda que ni un solo cabello quedaba fuera de lugar sólo servía para intensificar su indefinible sentido de temor.

—Realmente —dijo con la expresión más indiferente que le fue posible— quedé perplejo al recibir hoy una llamada telefónica del marqués de Matsugae. Por eso creí que podría preguntarle a usted si podía darme alguna explicación de dicha llamada.

Hay preguntas que se contestan a sí mismas tan pronto como son formuladas. Apenas habían salido de sus labios las palabras cuando le llegó la contestación con una rapidez sorprendente, justo cuando ella levantó la cabeza. El viejo maquillaje cortesano que cubría su cara era más espeso que nunca. Se había pintado los labios de un rojo brillante. No contenta con taparse las arrugas había aplicado una capa tras otra para crear una superficie suave. El conde miró furtivamente a un lado y otro antes de hablar otra vez.

—Usted escribió al marqués, ¿no es cierto?

—Sí, excelencia —contestó con voz firme—. Realmente tenía la intención de morirme y escribir rogándole hiciera lo que fuese necesario después de que yo hubiera desaparecido.

—¿Se lo dijo todo en aquella carta?

—No, señor.

—¿Quedan cosas que usted no escribió en la carta?

—Sí, excelencia, hay muchas cosas que quedaron fuera —replicó muy animada.