XXXIX

Pasaron siete días, ocho, sin recibir noticia alguna de Tadeshina. Después de diez días, Kiyoaki telefoneó al posadero de Roppongi y se le informó que Tadeshina estaba enferma en cama. Transcurrieron más días. Luego, cuando el dueño de la pensión le dijo que seguía enferma, crecieron sus sospechas. Presa de frenética desesperación fue solo a Azabu una noche, y paseó sin rumbo por las calles cercanas a la mansión de los Ayakura. Cuando pasó bajo la luz de los faroles de gas de Toriizaka se miró las manos, y le sorprendió ver la palidez de su piel. Recordó haber oído decir que los moribundos se miran las manos constantemente. La verja de la mansión de los Ayakura estaba cerrada. La débil luz que caía sobre ella era escasamente la necesaria para leer las letras de la placa en la oscuridad. Esta casa estuvo siempre pobremente iluminada. No había ninguna posibilidad de ver una luz en la habitación de Satoko desde la calle.

Miró a las ventanas con celosías que flanqueaban la verja. Recordó cuando Satoko y él habían corrido por allí de pequeños, y se habían asustado por el olor a moho de las habitaciones deshabitadas. Suspirando por el sol del exterior habían corrido hasta las ventanas para agarrarse a los marcos de madera cubiertos de polvo. Todavía seguía allí la misma capa de polvo. A pesar de las celosías ellos podían ver los árboles frondosos. Recordaba a un hombre vendiendo plantas y semillas, y los dos, remedando su pregón: «Glorias de la mañana, berenjenas».

Había aprendido mucho en esta casa. El olor a tinta tenía recuerdos melancólicos para él. De hecho la melancolía estaba inseparablemente ligada a su personalidad. Todas las cosas bellas que el conde le había enseñado, letras copiadas en oro sobre pergaminos de púrpura, biombos con el diseño de la flor de otoño favorita en los palacios imperiales de Kyoto, debían haber provocado un apetito carnal, pero el olor a tinta y moho había quedado fijo en todo. Ahora, dentro de los muros que se le cerraban esta noche, su brillo seductor tomaba vida después de muchos años. Y esto le tenía completamente cortado. Una luz tenue apareció en el piso segundo de la casa, bien visible desde la calle. Quizás el conde y la condesa de Ayakura se iban a dormir. El conde siempre se acostaba temprano. Tal vez Satoko estuviera todavía en la cama despierta. Pero su luz no podía verse. Caminó a lo largo del muro hasta la puerta de atrás. Allí, sin pensarlo, alargó la mano para pulsar el timbre gastado y amarillento. Pero luego retrocedió. Dominado por la vergüenza y la cobardía dio media vuelta y volvió a casa.

Pasaron más días, período terrible de calma. Luego, otros más. Asistía al colegio, pero sólo como un medio de entretenerse en algo. Cuando volvía a casa no dedicaba la menor atención a los estudios. Todo lo que le rodeaba en el colegio eran recuerdos de que muchos de sus compañeros de clase, Honda entre ellos, estaban absortos en la preparación de los exámenes de ingreso en la Universidad en la primavera siguiente. Tampoco era difícil reconocer el comportamiento de los que proyectaban seguir el camino más sencillo de ingresar en colegios que no requerían ningún requisito de entrada. Estos estudiantes seguían con sus deportes favoritos. Como no tenía nada en común con ninguno de los dos bandos, Kiyoaki se vio cada vez más solo. Si alguien le hablaba, a veces ni contestaba, y así sus compañeros empezaron a mostrarse hostiles con él. Un día, cuando regresaba del colegio, se encontró con Yamada, el mayordomo, que le esperaba en la entrada.

—Su excelencia vino a casa temprano y expresó deseo de jugar al billar con el joven amo. Ahora mismo le está esperando en la sala de billares —anunció Yamada.

Kiyoaki sintió que le latía con fuerza el corazón, al recibir invitación tan fuera de lo normal. Es cierto que el marqués sentía a veces el capricho de tener a Kiyoaki por compañero en una partida de billar, pero eso ocurría después de la cena, cuando el marqués todavía saboreaba los efectos del vino que había estado bebiendo. Si su padre estaba en tal talante a primeras horas de la tarde, debía, pensó Kiyoaki, estar de un humor excepcionalmente bueno o malo. Apenas entraba nunca en la sala de billar durante el día. Empujó para abrir la pesada puerta y entró. El sol brillaba a través de las ventanas que daban a poniente. Cuando vio el resplandor del panel de roble bajo la luz del sol tuvo la sensación de que era la primera vez que entraba en la habitación. El marqués, taco en mano, la cara casi pegada al tapete verde, estaba apuntando a la bola blanca.

—Cierra la puerta —indicó el marqués a Kiyoaki, que se había parado, todavía con el uniforme del colegio. Las facciones de su padre estaban teñidas de los reflejos verdes de la mesa de billar, por lo que Kiyoaki no encontró fácil examinar su expresión.

—Lee eso. Es la despedida de Tadeshina —dijo el marqués, enderezándose al fin, y usando la punta del taco para indicar un sobre que estaba en la mesita junto a la ventana.

—¿Ha muerto? —preguntó Kiyoaki, sintiendo temblar la mano cuando cogía el sobre.

—No, no ha muerto. Se está recuperando. No está muerta, lo que hace mucho más desagradable todo el asunto.

El marqués parecía estar haciendo un esfuerzo por no avanzar hacia su hijo. Kiyoaki vaciló.

—¡Date prisa y léelo! —por primera vez, había un filo cortante en la voz del marqués.

Desdobló la larga hoja de papel, en la que Tadeshina había escrito lo que había pensado al borde de la muerte, y empezó a leer, de pie, delante de la ventana.

Cuando llegue el momento en que su excelencia se digne tomar paciente nota de esta carta, le suplico que piense en la Tadeshina que la escribe, como en persona que ya ha partido de este mundo. Pero antes de cortar el hilo que me une a la vida, escribo con ansiosa celeridad, tanto para confesar la gravedad de mis pecados, como para ofrecer una súplica a su excelencia desde mi cama mortuoria.

La verdad es que se ha hecho evidente que, debido a la negligencia de Tadeshina en las obligaciones que le fueron confiadas, la señorita Satoko está encinta. Llena de terror cuando oí esto, me dediqué a persuadirla de que había que hacer algo sobre su situación, pero a pesar de mis mejores intenciones mis palabras no sirvieron de nada. Comprendiendo que el asunto se volvería crucial a medida que pasara el tiempo, acudí al conde de Ayakura por iniciativa propia, y le expliqué todo al detalle. Pero mi amo no hacía más que decir: “¿Qué voy a hacer yo? ¿Qué voy a hacer yo?”, y no se dignó dar la menor señal de intentar una acción definitiva.

Finalmente, sabiendo que cada vez sería mucho más difícil resolver este asunto, que podría convertirse en un grave problema de Estado, se hizo claro que Tadeshina, cuya deslealtad era fuente de esta tribulación, no tenía otro recurso que el sacrificarse y arrojarse en actitud de súplica a los pies de su excelencia.

Temo que esto enojará a su excelencia, pero como el embarazo de la señorita Ayakura pudiera ser algo que llegara a calificarse como cosa a tratar entre familias, yo ruego a su excelencia que someta el caso a su graciosa sabiduría y discreción. Le pido tenga compasión de una anciana que se acerca apresuradamente a la muerte, y se digne interceder en este asunto de mi ama. Se lo pido desde la sombra de la tumba.

Humildemente suya.

Cuando acabó de leer la carta, Kiyoaki suprimió el ímpetu momentáneo de alivio cobarde de que no figurara su nombre en ella, y esperaba que su aspecto no expresara una negativa deshonesta para su padre. Sin embargo, observó que tenía los labios secos y que las sienes le latían febrilmente.

—¿La has leído ya? —preguntó el marqués—. ¿Has leído la parte que dice que solicita mi graciosa sabiduría y discreción porque es un asunto «entre familias»? A pesar de nuestros estrechos lazos con los Ayakura, sería difícil describir nada entre nosotros como «un asunto familiar». Pero Tadeshina se ha atrevido a poner eso en el papel. Si tú puedes convertirlo en un caso propio tuyo, adelante. ¡Dilo aquí, delante del retrato de tu abuelo! Si me equivoco, pediré mil perdones. Como padre tuyo, me asisten todas las razones del mundo para no querer sacar tales conjeturas.

Su hedonista y frívolo padre jamás había sido capaz de inspirarle tanto temor, ni le había parecido jamás poseído de semejante dignidad. Golpeando irritado la palma de una mano con el taco del billar, el marqués permaneció atento, entre el retrato de su padre y el cuadro de la Batalla de Tsushima. Este enorme óleo, que mostraba la vanguardia de la flota japonesa desplegándose delante de los rusos en el mar del Japón, estaba ocupado en más de la mitad de su espacio con las oscuras olas del océano. Kiyoaki estaba acostumbrado a verlo sólo de noche, y la exigua luz de la lámpara le había impedido apreciar el fino detalle de las olas, que se fundían por la noche con las sombras oscuras e irregulares que cubrían la pared. Pero ahora, de día, vio cómo el azul sombrío de las olas se remontaba en el fondo con fuerza, mientras en la distancia un verde más claro se mezclaba para dar brillo a las aguas oscuras, y aquí y allí crestas de blanca espuma coronaban las olas. Después, la estela de la escuadrilla de maniobras se abría con suave uniformidad sobre la superficie del turbulento mar septentrional, con un impacto terrible. La línea de la flota principal japonesa, que avanzaba más lejos en el mar, iba pintada horizontalmente en el lienzo. Con sus penachos de humo, ponían un toque verde pálido en los mares de mayo.

En contraste, el retrato del abuelo de Kiyoaki con ropa ceremonial estaba imbuido de calor humano, a pesar de su evidente rigidez. No parecía estar reprendiendo a Kiyoaki, sino amonestándole con suavidad, dignidad y afecto. Podía confesar cualquier cosa ante un retrato así de su antepasado. Allí, delante de su abuelo, con sus pesados párpados, con sus arrugas en las mejillas, con su grueso labio inferior, tuvo la sensación jubilosa de que su indecisión se estaba curando, siquiera fuera temporalmente.

—No hay nada que yo tenga que decir. Se trata… —dijo con los ojos bajos— de mi hijo.

A pesar de la actitud amenazadora del marqués, su comportamiento era de desesperada confusión. Nunca había sido su punto fuerte el manejar tales problemas, y ahora, aunque tenía la escena preparada para una reprimenda, empezó a murmurar consigo mismo:

—Una vez no fue bastante para la vieja Tadeshina. Tenía que guardar para mí un segundo secreto. Pasó la primera vez. No era sino un travieso muchacho de la casa. Pero ahora tenía que ser nada menos que el hijo del marqués, ¡vieja perra intrigante!

El marqués había siempre eludido los problemas más sutiles de la vida con una cordial risotada, y como ahora uno de esos problemas había suscitado su indignación se hallaba confundido. Este hombre de cara gorda y rosada difería de su padre en que era lo bastante bueno para tratar de no aparecer áspero con los demás, incluido su propio hijo. Estaba por tanto ansioso por impedir que su ira pareciera cólera a la antigua, y admitir que las fuerzas de la sin razón se iban desmoronando. Al mismo tiempo había una ventaja en aquella rabia: le hacía totalmente incapaz de reflexión.

La vacilación momentánea de su padre le dio valor. Como agua pura brotando de una hendidura en la roca, las palabras salieron de la boca del joven como lo más natural y espontáneo que jamás hubiese proferido:

—Como quiera que sea, Satoko es mía.

—¿Tuya has dicho? ¿Tuya…? ¿Cómo te atreves a hablar de esa forma? Cuando se admitió la probabilidad de que Satoko pudiera comprometerse con el príncipe Toin, ¿no traté de asegurarme de que no tenías nada que objetar? ¿No te dije que en aquel momento todavía podían volverse atrás las cosas? ¿No te pedí que me dijeras entonces si estaban implicados en ello tus sentimientos?

El marqués trató de alternar el tono de su discurso entre el desprecio y la conciliación, pero en la furia se le frustró el intento. Moviéndose por el borde de la mesa de billar, se acercó tanto que Kiyoaki vio temblarle la mano alrededor del taco que sostenía. Por primera vez, tuvo miedo.

—¿Y qué me dijiste entonces? ¿Eh? ¿Qué me dijiste? «Yo no estoy implicado lo más mínimo», fue tu respuesta. Eso tenía categoría de palabra de hombre, ¿no es cierto? Pero ahora me pregunto, ¿tú eres un hombre? Lamento haberte criado de forma tan suave, pero nunca creí que resultarías así. ¡Poner las manos en una joven prometida a un príncipe imperial, después que el mismo emperador ha sancionado el matrimonio! ¡Llegar hasta el punto de dejarla embarazada! ¡Manchar tu honor familiar! ¡Arrojar lodo en la cara de tu padre! ¿Podría haber una deslealtad, una brecha en el cariño filial, peor que esto? Si fueran tiempos pasados, yo tendría que abrirme el vientre y morir por el emperador. Te has comportado como un animal. Has hecho algo que huele a la más abyecta podredumbre. ¿Me estás oyendo? ¿Qué tienes que decirme, Kiyoaki? ¿No vas a contestar? ¿Todavía vas a seguir desafiándome?

En el momento en que percibió la urgencia anhelante en las palabras de su padre, Kiyoaki se echó a un lado para evitar el taco de billar, aunque no se libró de un fuerte golpe en la espalda. Un nuevo golpe le entumeció el brazo que había puesto para protección de la cabeza. Cuando buscaba la única salida, la puerta de la biblioteca, un tercer golpe fue a lastimarle el puente de la nariz. En este punto Kiyoaki tropezó con un sillón, y tuvo que agarrarse al brazo para evitar una caída. Cuando la sangre empezó a brotarle de la nariz su padre detuvo el taco.

Cada golpe había provocado un grito de Kiyoaki, y ahora en la puerta de la biblioteca estaban asustadas su abuela y su madre. La marquesa, temblorosa, se refugió detrás de su suegra y de su marido, que todavía empuñaba el taco, con respiración muy agitada.

—¿Qué es esto? —preguntó la abuela.

El marqués de Matsugae pareció haber notado entonces la presencia de su madre por primera vez, aunque su expresión denotaba que encontraba difícil creer que realmente estuviera allí. Mucho menos sería capaz de adivinar cómo había llegado. Con seguridad, su esposa, dándose cuenta del curso de los acontecimientos, había ido a buscarla. Que su madre estuviera fuera de su retiro no era desde luego cosa de diario.

—Kiyoaki nos ha traído una desgracia. Lo entenderás si lees la despedida de Tadeshina que está sobre la mesa.

—¿Se llegó a matar Tadeshina?

—La carta llegó por correo. Luego telefoneé a casa de los Ayakura para averiguar que…

—¿Y qué es lo que averiguaste? —inquirió su madre, sentada en una silla junto a la mesita, mientras sacaba muy despacio de su obi el estuche de terciopelo negro que contenía las gafas que usaba para ayudar su vista deficiente. Con todo cuidado abrió el estuche.

Mientras la marquesa observaba a su suegra se dio cuenta de que ni siquiera había mirado al nieto. Era un signo de determinación de vérselas con el marqués por sí sola. Entonces se dirigió aliviada al lado de Kiyoaki, que sujetaba el pañuelo con la mano en la nariz ensangrentada. La herida no parecía grave.

—¿Y qué averiguaste? —repitió la madre del marqués, al tiempo que desenrollaba el pergamino.

Su hijo sintió que algo en su interior empezaba a desmoronarse.

—Telefoneé para preguntar por Tadeshina. La cogieron a tiempo y se está recuperando. Luego el conde me preguntó en tono de sospecha que cómo estaba yo enterado de lo ocurrido. Al parecer no sabía lo de la carta. Tadeshina había tomado una dosis excesiva de píldoras para dormir. Le dije al conde que debía evitar cualquier publicidad sobre lo sucedido. Pero como mi hijo estaba en falta, yo no podía cargar toda la culpa sobre el conde. Así, la conversación tomó un tono general. Nos hemos de reunir lo antes posible para estudiar el caso, le dije, pero… De todos modos, hay una cosa clara. A menos que sea yo quien tome una decisión, no se hará nada.

—Muy bien —repuso la anciana dama como distraída, mientras examinaba la carta.

Su vigor campesino, la frente ancha rebosante de salud, las líneas poderosas de la cara, la piel tostada por el calor solar sobre muchas generaciones, el pelo corto con un tono negro brillante, todos sus rasgos armonizaban con el decorado Victoriano de la sala de billar.

—Bueno, Kiyoaki no es mencionado aquí por su nombre.

—Por favor, esta parte donde dice del asunto «entre familia». Una mirada sería suficiente para decirte que se trata de una insinuación. Pero, en todo caso, yo se lo he oído de sus propios labios. Me ha confesado que esa criatura es su hijo. En otras palabras, que está camino de hacerse bisabuela, madre, y con un bisnieto ilegítimo.

—Quizá Kiyoaki esté protegiendo a alguien y su confesión sea falsa.

—Para salir de dudas, ahí le tiene, pregúntele usted misma.

Se volvió a Kiyoaki y le habló afectuosamente, como si fuera un niño de cinco o seis años.

—Escucha, Kiyoaki. Mírame a los ojos… Ahora. Mírame a los ojos y contesta mi pregunta. No puedes decirme mentiras. Vamos, ¿es cierto lo que ha dicho tu padre?

Kiyoaki se volvió dominando el dolor que todavía le calentaba la espalda, y apretándose el pañuelo empapado de sangre sobre la nariz. Con lágrimas en los ojos e hilos de sangre pegados en el labio superior, parecía un cachorrito con el hocico mojado.

—Es cierto —repuso con tono nasal, mientras cambiaba el pañuelo ensangrentado por otro nuevo ofrecido por su madre para llevárselo a la nariz.

Su abuela pronunció luego un discurso, con eco heroico de los cascos de mil caballos galopando libremente. Un discurso cargado de elocuencia que hacía pedazos todas las sutilezas convencionales.

—¡Dejar embarazada a la prometida del príncipe imperial! ¡Es sin duda un éxito estupendo! ¿Cuántos de estos jóvenes tontos de hoy son capaces de una cosa así? No hay duda sobre ello. Kiyoaki es un nieto auténtico de mi marido. No lo sentirás, aunque te encarcelen por ello. Al menos, es seguro que no llegarán a ejecutarte —dijo regocijada.

Las arrugas de la boca habían desaparecido y la cara parecía habérsele encendido con una viva satisfacción, como si hubiera desterrado décadas de agobiante penumbra, dispersando de un solo golpe todo el manto de hipocresía que colgaba sobre la casa desde que el presente marqués era su dueño. No echaba la culpa a su hijo. Era como su venganza contra todos los otros, también, que la rodeaban en su anciana edad, y cuyo poder de traición percibía muy cerca de ella con intención de aplastarla. Su voz brotaba con el gozo de otra edad, la de las rebeldías. Edad olvidada por esta generación en la que el temor a la cárcel y a la muerte no contenía a nadie. Edad en la que estar amenazado de ambas cosas era el pan cotidiano. Ella pertenecía a una generación de mujeres que no había tenido reparos en lavar los platos en el río mientras pasaban flotando los cadáveres. ¡Esa era la vida! Y ahora, qué hermoso era que este nieto que parecía frustrado hubiera revivido el espíritu de aquella edad antes que ella hubiese muerto.

La anciana dama fijó la mirada en el espacio con expresión de felicidad en la cara. El marqués y la marquesa se miraban en silencio. La abuela era demasiado ruda para ser presentada como matriarca de la casa del marqués.

—Madre, ¿qué estás diciendo? —dijo el marqués, saliendo al fin de su estupor—. Esto podría significar la ruina de la casa de Matsugae, y es una terrible afrenta para todos.

—Lo que dices es muy cierto —replicó ella—, y por eso lo que se te ocurre no es castigar a Kiyoaki, sino proteger la casa de Matsugae. La nación es importante, pero nosotros debemos pensar en la familia también. Después de todo no somos como los Ayakura, que han disfrutado del favor imperial durante más de veintisiete generaciones, ¿no es así? De modo que di tú lo que se debe hacer.

—Bueno, no tenemos más alternativa que seguir como si nada hubiera sucedido, hasta la ceremonia de los esponsales y el subsiguiente matrimonio.

—Todo es muy bonito y claro, pero hay que hacer algo con Satoko lo más rápidamente posible. Pero si se hace en algún lugar cercano a Tokio y llega a conocimiento de los periodistas te verás en un terrible aprieto. ¿No tienes algo más práctico que sugerir?

—Osaka será el lugar —replicó el marqués, después de pensar un momento—. El doctor Mori lo hará en honor a nosotros dentro del más riguroso secreto. Y yo veré que sea debidamente recompensado. Pero Satoko tendrá que buscar alguna razón para ir a Osaka.

—Los Ayakura tienen allí parientes. ¿Acaso no sería un pretexto perfecto enviar a Satoko a visitarles para informarles personalmente de su compromiso?

—Pero si tiene que visitar a sus parientes y éstos se dan cuenta de su estado… nuestro plan no resultaría. Pero espera, ya lo tengo. ¿Qué os parece si la llevamos al Templo de Gesshu, en Nara, para rendir sus respetos a la abadesa antes de casarse? ¿No sería esto mejor? Se trata de un templo que está siempre íntimamente unido con la familia imperial, y sería muy adecuado el prestar a la abadesa este honor. Consideradas todas las cosas resultaría perfectamente natural. La abadesa ha sentido afecto por Satoko desde que era una chiquilla. Primero va a Osaka para recibir las atenciones del doctor Mori. Luego descansa un día o dos, y después va a Nara. Esa sería la solución más acertada. Y su madre iría con ella, supongo yo…

—No precisamente su madre. No resultaría —dijo la anciana en tono severo—. La esposa del conde de Ayakura no es de esperar que sienta verdadero cariño por nuestros intereses. Alguien de aquí tiene que ir con ellos y cuidar de la chica tanto antes como después del tratamiento del doctor Mori. Y tiene que ser una mujer. Así… —meditó y luego se volvió a la madre de Kiyoaki—. Tsujiko, vete tú.

—Muy bien.

—Y tendrás que tener los ojos muy abiertos en todo momento. No tienes que ir a Nara con ella. Una vez que hayas visto pasada la cosa crucial, vuelves a Tokio lo más rápidamente que puedas, para informarnos con todo detalle.

—Entiendo.

—Madre tiene razón —dijo el marqués—. Haz tal como ella dice. Yo hablaré con el conde y decidiremos el día de la partida. Hay que hacerlo todo de forma que nadie abrigue la menor sospecha de lo que se está maquinando.

Kiyoaki creyó que se había convertido en una parte tachada en un texto y que su amor por Satoko estaba siendo tratado como cosa terminada. Ante sus ojos, su padre, su madre y su abuela planeaban cuidadosamente su funeral sin preocuparse lo más mínimo de que el cadáver lo estaba oyendo todo. Por un lado se sentía como un cadáver, y por otro, un niño reprendido sin nadie en quien cobijarse.

Al parecer todo se iba desarrollando bien hacia una conclusión satisfactoria, aunque la persona más interesada no tenía ningún papel en todo aquello y hasta los deseos de los propios Ayakura estaban siendo ignorados. Incluso su abuela, que un momento antes había hablado tan decididamente, ahora parecía disfrutar el placer de enfrentarse con una crisis familiar. Su carácter era esencialmente distinto del de él, con su delicadeza, y mientras ella estaba dotada de inteligencia para percibir la nobleza salvaje que había en la raíz de su comportamiento, una vez que estaba en juego el honor familiar esta misma inteligencia la capacitaba para dejar a un lado su admiración y esconder toda sombra de problemas. Esta facultad se la debía, no al sol de verano de la Bahía de Kagoshima, sino a la instrucción heredada de su marido, el abuelo de Kiyoaki.

El marqués miró a Kiyoaki cara a cara por primera vez desde que le había golpeado con el taco del billar.

—A partir de ahora quedas confinado en esta casa, y tienes que cumplir tus deberes de estudiante. Todas tus energías deberán centrarse en el estudio para prepararte para los exámenes. ¿Entendido? No volveré a hablar más de este asunto. Es un momento decisivo: el que te hagas o no te hagas un hombre. En cuanto a Satoko no creo necesario decirte que no volverás a verla más.

—En los viejos tiempos, eso se llamaba arresto en el domicilio —dijo su abuela—. Si alguna vez te cansas de estudiar ven a ver a tu abuela.

Y luego le vino a la imaginación a Kiyoaki que su padre estaba temeroso de lo que dijese el mundo.