XXXVIII

Kiyoaki estaba comiendo con sus padres un día de primeros de octubre cuando se enteró de que la ceremonia de los esponsales tendría lugar en diciembre. Sus padres mostraban el más agudo interés en cuanto a la etiqueta para esta ocasión, y competían entre sí en conocimientos acerca de los antiguos ritos y observaciones cortesanas.

—El conde de Ayakura tendrá que preparar la cámara para el mayordomo del príncipe, cuando venga —observó su madre—. ¿Qué habitación crees tú que sería mejor?

—Bueno, como todos estarán de pie en la ceremonia, será adecuado un gran salón de estilo occidental. En realidad, habrá que extender alfombras en el piso del salón y en el pasillo desde la entrada, para recibir al mayordomo. Llegará en una carroza con dos ayudantes, y Ayakura tendrá que estar preparado con la carta de aceptación, escrita en papel tela, elegante, con un sobre de la misma clase de papel, con dos cintas anudadas. El mayordomo irá vestido con traje de ceremonia, y cuando Ayakura pronuncie el discurso de aceptación tendrá también que llevar uniforme de conde. Pero él es un experto en todos estos detalles y no habrá necesidad de que le digan nada. Sólo cuando el dinero constituya un problema podré servirle de ayuda.

Kiyoaki estaba profundamente afectado y pasó una noche muy mala. Imaginó oír el pesado arrastrar de cadenas por el piso, que se acercaban para encarcelar a su amada. Ahora se sentía privado de aquella energía estimulante que le había encendido cuando se concedió la sanción imperial. Entonces le había excitado la idea de que era suya la exquisita pieza de porcelana, que ahora veía cubierta de una red de gravísimas roturas. Así, en lugar del gozo inicial, sentía la tristeza del hombre que contempla la caída de su ilusión.

Pensó que mientras la fuerza de la sanción imperial había servido para arrojarles a Satoko y a él en los brazos el uno del otro, este anuncio oficial de la ceremonia de los esponsales tenía poder para apartarles, a pesar de que no era más que una continuación del primero. Le había sido fácil hacer frente a uno, pues no había tenido que hacer más que seguir sus deseos, pero ¿cómo vérselas con esta nueva fuerza? No tenía la menor idea.

Al día siguiente, haciendo uso de su método habitual de ponerse en contacto con Tadeshina, telefoneó al dueño de la pensión de oficiales y le dijo que la informara de que quería ver a Satoko lo antes posible. Como no podía esperar ninguna respuesta antes de la tarde, asistió al colegio normalmente, aunque las conferencias que oyó aquel día no causaron en él ninguna impresión. Cuando acabaron las clases y le fue posible telefonear a la posada desde un lugar cercano al colegio, el posadero le trasladó la respuesta de Tadeshina. Tal como estaba la situación, Kiyoaki debió darse cuenta de que por el momento no parecía vislumbrarse posibilidad de preparar una cita, por lo menos en diez días. Sin embargo, tan pronto como surgiera una oportunidad, Tadeshina le informaría inmediatamente. Pedía, pues, que tuviera la amabilidad de esperar.

Aquellos diez días se pasaron en una agonía de impaciencia. Creyó que estaba pagando las consecuencias de su conducta pasada, especialmente cuando había demostrado frialdad para con Satoko. El otoño se hacía cada vez más evidente. Era todavía temprano para que los arces tomaran su color, aunque las hojas de los cerezos, de un escarlata vivo, empezaban ya a caer. No estaba con ánimo para buscar la compañía de amigos, y pasaba los días en solitario. Los domingos eran especialmente difíciles, mientras miraba el estanque, cuya superficie reflejaba las nubes en movimiento. Mirando sin fijeza la distante cascada, se preguntaba por qué el agua que fluía sin cesar por sus nueve niveles nunca se acababa. ¡Qué extraño que la continuidad no se rompiera nunca! Creyó ver en ello una imagen de sus emociones.

Estaba deprimido, por una frustración que le hacía sentirse febril y frío al mismo tiempo. Era como si estuviera afligido por una enfermedad que le volvía perezoso y pesado, pero que sin embargo le obligaba a sentirse inquieto. Paseó por la finca familiar, y entró en el sendero que llevaba por el bosque de cipreses hasta la parte posterior de la casa. Pasó junto al viejo jardinero, que arrancaba patatas silvestres.

El cielo azul se veía por entre las ramas de los cipreses, y en la frente le cayó una gota de agua de la lluvia caída el día anterior. De repente creyó haber recibido un mensaje con claridad absoluta, como si la gota de agua se clavara en sus cejas. Creyó que le rescataban de la ansiedad que había dejado atrás. Estaba esperando, y no ocurría nada. Parecía que estuviera en pie, en una encrucijada de caminos, donde sus dudas y recelos se confundían en una multitud de pisadas. Pasaron los diez días. Tadeshina mantuvo su promesa. Pero el encuentro estaba cercado de restricciones que le partían el corazón.

Satoko iría a los «Almacenes Mitsukoshi», a encargar kimonos nuevos para la boda. Habría ido con ella su madre, pero como estaba en cama aquejada de un ligero resfriado la acompañaría Tadeshina. Tenían que verse en los almacenes, pero sin ser descubiertos por los empleados. Kiyoaki esperaría a la entrada, junto a la estatua del león, a las tres en punto. Cuando Satoko y Tadeshina salieran, debía aparentar ignorarlas, siguiéndolas a cierta distancia. Finalmente, en un pequeño restaurante cercano, donde no era probable que les viera nadie, podía acercarse y hablar con ella poco tiempo. Mientras tanto, el hombre del ricksha que esperaba en la entrada principal de los «Almacenes Mitsukoshi» pensaría que todavía estaban dentro.

Salió del colegio temprano, y a las tres estaba esperando entre una multitud de compradores a la entrada de los «Almacenes Mitsukoshi», llevando un impermeable sobre el uniforme para ocultar incluso las insignias del cuello. Había metido la gorra dentro de la cartera. Satoko salió, le echó una mirada triste pero encendida, y caminó calle abajo con Tadeshina. Haciendo lo que le había sido indicado, las siguió y se sentó con ellas en un rincón del casi desierto restaurante.

Satoko y Tadeshina parecían estar enfadadas la una con la otra. Kiyoaki advirtió que el maquillaje de Satoko no era tan atractivo como de ordinario, y comprendió que lo usaba para parecer sana a toda costa. Su voz, sin embargo, estaba apagada y el cabello había perdido brillo. Creyó estar contemplando una pintura excelente cuyos colores se estaban marchitando ante sus ojos. Había pasado diez días ansioso de ver, en una expectación penosa, algo que había experimentado un grave cambio.

—¿Podemos vernos esta noche? —preguntó, aunque en el mismo momento que hacía la pregunta tuvo la sensación de que la respuesta sería negativa.

—Por favor, sé razonable.

—¿Es que no lo soy?

Sus palabras eran agresivas, pero su corazón estaba vacío. Satoko inclinaba en estos momentos la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas. Tadeshina, temerosa de que los otros clientes notaran algo, sacó un pañuelo blanco y cogió a Satoko del hombro. Aquel gesto sorprendió a Kiyoaki desagradablemente y la miró airado.

—¿Por qué me mira así? —replicó con palabras rudas—. ¿No comprende, joven amo, que yo estoy enloqueciendo por causa de la señorita Satoko y de usted? Ni usted, joven amo, ni la señorita Satoko comprenden mi situación. Sería mejor que las personas viejas como yo hubieran abandonado ya este mundo.

Un camarero había colocado sobre la mesa tres tazas con sopa de alubias, pero ninguno la había tocado. Su tiempo era corto. Los dos se separaron, sin más que una vaga promesa de volverse a ver dentro de diez días. Aquella noche no pudo reprimir su horrible sufrimiento mental. Se preguntaba si Satoko volvería a aceptar verse con él otra vez por la noche, y se sintió rechazado por todo el mundo. Ahora que estaba sumido en la desesperación no podía dudar de su amor por ella. Al ver sus lágrimas, durante la breve cita en el restaurante, comprendió que aquella mujer le pertenecía totalmente. Pero que, al mismo tiempo, una mera amistad no tenía fuerzas para sostenerles.

Lo que experimentaba era la emoción auténtica. Cuando comparó éste con otros sentimientos de amor que habían ocupado su imaginación, supo que ésta era una emoción violenta y terrible. Tras una noche sin dormir, fue al colegio al día siguiente pálido y ojeroso. Honda lo notó inmediatamente y le preguntó qué le pasaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas, en respuesta a la pregunta sincera y tímida de su amigo.

—Te diré la razón: creo que Satoko no volverá a dormir conmigo.

El rostro de Honda se ruborizó.

—¿Qué quieres decir?

—Que la ceremonia de esponsales se ha convenido que tenga lugar en diciembre.

—¿Y así, ella cree que ya no podrá…?

—Eso parece, precisamente.

Honda no pudo pensar en nada que consolara a su amigo. Era una situación fuera de los límites de su experiencia, y le entristecía pensar que no tenía otra cosa que ofrecerle sino sus habituales generalizaciones. Aunque fuera inútil, tendría que remontarse a un punto ventajoso sobre el terreno de su amigo, inspeccionar la disposición general del combate, y luego elaborar un análisis psicológico.

—Aquella vez que estuvo contigo en Kamakura, ¿no dijiste que habías tenido la sensación de que un día te cansarías de ella?

—Pero eso fue sólo un instante.

—Quizás se esté comportando de esta forma porque quiere que tú la ames con más fuerza y más profundamente.

Honda había calculado mal su intento de utilizar la vanidad de Kiyoaki como medio de consolarle, puesto que no tenía el menor interés por su propio atractivo, ni tampoco por el amor de Satoko para con él. Sólo le preocupaba el lugar y el momento en que los dos pudieran verse con toda la libertad que gustaran, sin pensar en ninguna otra persona. Y temía que por ahora esto sólo podría suceder en algún lugar más allá de este mundo, y cuando este mundo hubiera sido destruido. La cuestión vital no era un sentimiento, sino una circunstancia. En sus ojos cansados, desesperados y enrojecidos hubo una visión del mundo sucumbido en el caos por culpa de ellos.

—¡Ojalá hubiera un gran terremoto! Entonces, yo podría rescatarla. O una guerra, que serviría lo mismo. Si esa guerra estallara, ¿qué cosa no podría hacer yo? Pero no, lo que busco es algo que agite el país en sus cimientos.

—¿Y quién va a provocar ese gran acontecimiento? —inquirió Honda, mirándole con ojos compasivos. Sabía que un toque de desprecio era el mejor medio de fortalecer a su amigo—. ¿Por qué no lo intentas tú mismo?

Kiyoaki no hizo ningún intento por ocultar su pesadumbre. Un joven obsesionado con el amor no tenía tiempo para tales cosas.

Pero había algo más en su expresión. Honda sintió un estremecimiento cuando vio el brillo de los ojos de Kiyoaki. Era como si una jauría estuviera invadiendo furiosamente un recinto sagrado.

—¿Cómo voy yo a hacerlo estallar? —murmuró Kiyoaki, como hablando consigo mismo—. ¿Lo conseguiría el poder, o el dinero?

Honda creyó un poco ridículo que el hijo del marqués de Matsugae hablara en estos términos.

—Bien, por lo que al poder se refiere, ¿cuáles son tus perspectivas? —preguntó fríamente.

—Haré cuanto pueda por adquirir alguno. Pero estas cosas requieren tiempo.

—Nunca ha habido la más mínima probabilidad de que el poder o el dinero fueran de utilidad. No lo has olvidado, ¿verdad? Desde el mismo principio has estado bajo el maleficio de la imposibilidad, que está fuera del alcance de la autoridad y el dinero. Fuiste arrastrado, porque todo el asunto es imposible. ¿Estoy equivocado? Y si ahora se hiciera posible, ¿te sería de algún valor?

—Pero una vez fue posible.

—Viste una ilusión de la posibilidad. Te deslumbró el arco-iris. ¿Qué otra cosa quieres ahora?

—¿Qué otra…?

Kiyoaki tartamudeó y no pudo seguir hablando. Más allá de esta interrupción se abría un vacío inmenso, insondable para Honda. Se estremeció.

«Estas palabras que nos estamos cruzando —pensó— son como un conjunto de edificios sobre un solar, en la oscuridad de la noche. Con el cielo inmenso y estrellado sobre ellos y su terrible presión de silencio, ¿qué otra cosa pueden hacer más que mantenerse mudos?».

Los dos amigos charlaban caminando por el sendero que rodeaba el Estanque Chiarai. Una enorme variedad de objetos habían venido a parar en el sendero por entre los bosques en el otoño: montones de hojas mojadas, bellotas, castañas abiertas y medio podridas, colillas de cigarrillos. En medio de todo esto, Honda vio algo que le hizo pararse y mirar al suelo. Era una masa encogida y blanquecina. Cuando lo reconoció como el cuerpo de un pequeño topo, Kiyoaki se había parado también y se agachaba para estudiarlo en silencio bajo la luz del sol que se filtraba entre las ramas. El animal muerto estaba de espalda, y la blancura que había llamado la atención de Honda era la piel del vientre. El resto del cuerpo tenía color de terciopelo. El lodo había penetrado en las uñas diminutas, pruebas de su labor de mina. Vieron una boca puntiaguda. En ella sobresalían los dos delicados incisivos.

Los dos jóvenes se acordaron del perro negro, cuyo cuerpo muerto estuvo colgado en la finca de Matsugae, hasta ser enterrado con solemnidad funeraria. Kiyoaki cogió por la cola el topo muerto y lo colocó suavemente sobre la palma de la mano. Estaba ya casi momificado, por lo que no había en él nada desagradable. Lo que resultaba perturbador era que aquél había estado condenado a trabajar a ciegas y sin ningún propósito. El cuidado y delicadeza empleados en la formación de sus patas y sus manos diminutas eran enigmas. Kiyoaki se incorporó. El sendero pasaba allí junto al estanque, y el topillo muerto fue lanzado al agua.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Honda, frunciendo el ceño ante aquella decisión de su amigo. Comportamiento tan áspero le permitió entender de un golpe la profundidad de desolación de su amigo.