XXXVII

Los Toinnomiya no hicieron ningún intento de inmiscuirse en el curso de la vida de Satoko. El príncipe Harunori estaba cumpliendo sus obligaciones militares y nadie entre las personas afectadas se molestaba en preparar un encuentro entre el príncipe y Satoko. Ni siquiera el propio príncipe dio señal de que le gustaría verse con ella. Esto, sin embargo, no implicaba en modo alguno que los Toinnomiya la estuvieran tratando fríamente. Dentro de los términos de la marcha de los esponsales todo avanzaba normalmente. Los que andaban cerca del príncipe creían que las reuniones frecuentes entre los dos jóvenes no proporcionaría ninguna ventaja, y en cambio podría dar lugar a alguna desventaja.

Había que considerar con calma las dotes personales de una joven que iba a convertirse en princesa. Si hubiera sido la hija de una familia cuyas cualidades tuvieran alguna tilde, aunque fuese insignificante, habría tenido que someterse a un curso de entrenamientos, que no tendría en cuenta cualquier educación anterior. Pero la fama de buena crianza mantenida en la casa del conde Ayakura era tan fuerte que una hija suya podía subir con facilidad a la condición de princesa. La educación de Satoko era completa, hasta tal punto que podía siempre que quisiera componer poemas dignos de una princesa, escribir con una letra adecuada a tan alta condición o arreglar las flores de la manera conveniente para un palacio. No habría tenido ningún obstáculo para ser princesa, en ningún momento, a partir de los doce años.

El conde Ayakura y su esposa, sin embargo, estaban preocupados acerca de tres puntos que hasta entonces no habían sido tocados en la educación de Satoko. Por tanto estaban ansiosos de que se familiarizara con ellos lo antes posible.

Estos puntos eran, cantar el nagauta, jugar al mahjong, por lo que tanta afición tenía la princesa Toin, y elegir discos europeos, diversión favorita del propio príncipe Harunori. Después que el conde le explicó la situación, el marqués de Matsugae arregló inmediatamente las cosas para que fuera un maestro de nagauta a dar clases a Satoko, y también entregó un gramófono alemán a los Ayakura, con todos los discos que tenía disponibles. Encontrar un profesor de mahjong presentaba mayores dificultades. Aunque él mismo era buen jugador del billar inglés, le escandalizaba que una familia noble de rango tan elevado sintiera placer en un juego tan plebeyo como el mahjong.

Pero sucedió que la dueña de la casa de geishas de Yanagibashi y su geisha mayor eran expertas jugadoras del mahjong, y el marqués dispuso que hicieran visitas frecuentes a la residencia de los Ayakura, tratando con Tadeshina para instruir a Satoko en aquel juego. Naturalmente, él pagaría los honorarios y viajes que tuvieran que hacer.

Podría pensarse que este arreglo, incluidas las dos profesionales, habría llevado un desacostumbrado tinte de frivolidad a la atmósfera austera de la casa de los Ayakura. Tadeshina seguía en su inflexible oposición. Alegaba que era una afrenta a su dignidad, pero lo que le aterrorizaba era pensar que los ojos astutos de las dos mujeres de mundo descubrieran el secreto de Satoko. Y aunque esto no sucediera, el mahjong ofrecería al marqués de Matsugae la ocasión de colocar espías pagados en la residencia de los Ayakura.

La dueña y la geisha no perdieron tiempo en interpretar la arrogancia inflexible de Tadeshina como un insulto calculado, y su reacción no tardó menos de tres días en llegar a oídos del marqués. Éste esperó su tiempo, y en la primera oportunidad reprochó suavemente al conde de Ayakura.

—Ciertamente es admirable que una vieja y fiel servidora tuya valore tan alto la dignidad de la familia, pero seguramente en este caso se trata de proporcionar placer a la familia del príncipe, por lo que tal vez no estuviera fuera de lugar cierto grado de flexibilidad. Y luego, estas mujeres de Yanagibashi consideran el ofrecimiento como una gloriosa oportunidad de ser útiles, y están dispuestas a dedicar al encargo el tiempo que haga falta.

El conde trasladó todo esto a Tadeshina, poniéndola en situación embarazosa.

Satoko y las mujeres, en realidad, se habían visto anteriormente. El día de la fiesta de la floración del cerezo, la dueña había estado al frente del grupo tras bastidores, y la geisha había hecho el papel del amo haiku. Cuando llegaron para la primera sesión de mahjong, la dueña pronunció un discurso de felicitación al conde y la condesa por el compromiso, y llevó un regalo.

—¡Qué bella es su hija! Posee la dignidad graciosa de una princesa nata. ¡Qué satisfecha debe estar usted con estos esponsales! El recuerdo de que nos permita estar de algún modo presentes en el acontecimiento nos acompañará siempre, y lo pasaremos de generación a generación.

Sin embargo, después de esta encomiable expresión de su estima, la dueña y su compañera no estuvieron del todo al corriente con las apariencias debidas, cuando se retiraron a otra habitación y se sentaron junto a la mesa del juego de mahjong con Tadeshina y Satoko. Tadeshina era consciente de la recelosa mirada vuelta hacia ella, y a Satoko, con mayor disimulo. Pero más perturbador que todo esto fue un incidente ocurrido en seguida:

—Me pregunto cómo estará el joven hijo del marqués de Matsugae —exclamó la geisha descuidadamente, mientras mezclaba las piezas del mahjong—. Creo que en mi vida he visto un joven más guapo.

Luego, con habilidad, la dueña cambió la conversación a otros temas. Podría haber reprendido a su compañera por tratar temas inapropiados, pero ya estaban de punta los nervios de Tadeshina.

De acuerdo con la advertencia de ésta, Satoko trataba de hablar lo menos posible. Pero la concentración excesiva, para guardar sus pensamientos ante las dos mujeres, especialistas en interpretar las sutilezas de la conducta de la mujer, dio origen a otro peligro. Si se manifestaba demasiado melancólica podría correr el rumor escandaloso de que parecía desgraciada con su próximo matrimonio. Ocultar sus sentimientos era arriesgarse tanto como revelarlos.

En consecuencia, Tadeshina se vio forzada a poner en juego toda su habilidad táctica, para acabar de una vez con todas las sesiones de mahjong.

—Estoy sencillamente asombrada —dijo al conde— de que su excelencia el marqués de Matsugae se digne aceptar las calumnias de estas dos mujeres sin ninguna comprobación. Dicen que soy yo la culpable de que la señorita Satoko esté falta de entusiasmo. Si no lo hicieran así, esa indiferencia caería sobre ellas. Estoy segura que esa es la razón que las llevó a decir que las trato con altivez. Por mucha que sea su conformidad con los deseos de su excelencia el marqués, tener mujeres de esa profesión viniendo a la casa del amo es una desgracia. Además, la señorita Satoko ha aprendido ya los rudimentos del mahjong. Y así, si juega después de su matrimonio y siempre pierde, resultará muy atrayente. Por tanto yo me opondría a que recibiera más lecciones, y si el marqués de Matsugae no desiste, solicitaré que Tadeshina sea despedida del servicio del amo.

El conde de Ayakura no tenía otra alternativa que asentir ante un ultimátum de tal fuerza.

Desde el momento que se enteró, por el mayordomo Yamada, que Kiyoaki había mentido sobre la carta de Satoko, Tadeshina se vio en una encrucijada. Tenía la alternativa o de convertirse en enemiga de Kiyoaki o hacer cualquier cosa que Satoko y él quisieran, consciente de las consecuencias.

Aunque el motivo principal era su afecto sincero por Satoko, al mismo tiempo temía que mantener separados a los dos amantes podría conducir a Satoko al suicidio. Había decidido que el mejor camino era esperar que el asunto acabara por sí mismo. Y entretanto conservar el secreto.

Se enorgullecía de saber todo lo que hay que saber, acerca de la fuerza de las pasiones. Firme defensora, además, de que «lo que no se conoce no existe», no pensaba que fuera traidora ni de su amo, ni del conde, ni de los Toinnomiya, ni de ninguna otra persona. Era capaz de colaborar con este asunto y ser la aliada de los dos amantes, como si estuviera dirigiendo un experimento de química, ocultando todo detalle revelador. Sabía muy bien que había emprendido un camino peligroso, pero creía haber nacido para realizar el papel de salvadora de toda situación crítica. Y por tanto podía poner en los demás una carga de obligaciones, que eventualmente les obligaría a hacer exactamente lo que ella deseara.

Estaba interesada en hacer las reuniones lo más frecuentes posibles, con el fin de apresurar la decadencia de su pasión, pero no logró darse cuenta de que estaban complicadas sus propias pasiones. Esto no tenía nada que ver con la venganza sobre Kiyoaki por su cruel comportamiento. A decir verdad, esperaba el día en que él le dijera que deseaba abandonar a Satoko y le suplicara amablemente que leyera por él los ritos funerarios. Cuando eso sucediera, ella le recordaría forzosamente lo ardientes que habían sido sus deseos, ya enfilados. Pero sólo creía a medias en este sueño, que si no resultaba cierto traería desgracias para Satoko.

¿Por qué esta mujer anciana, que debía haber seguido su filosofía de que «nada en este mundo está seguro», dio de lado a todo pensamiento de seguridad? ¿Cómo había llegado a utilizar su misma filosofía como pretexto para la aventura? En algún momento de descuido se había rendido a un júbilo que desafiaba todo análisis racional. Ser medio para unir a dos jóvenes, contemplar cómo su amor ardía cada vez más apasionadamente, dio paso en ella a una satisfacción que ignoraba todos los peligros.

De esta forma creyó que debía haber algo sagrado en la unión física de dos jóvenes tan hermosos, que sólo podrían juzgarse con criterios extraordinarios. Cómo brillaban sus ojos cuando se encontraban, cómo latían los corazones cuando se acercaban el uno al otro, era fuego que encendía el corazón helado de Tadeshina. Por su propio interés, quería que no se extinguiera ese fuego. Antes de encontrarse, las mejillas de los jóvenes estaban pálidas, marcadas por la melancolía, pero tan pronto como se veían sus caras se encendían como espigas de cebada en el mes de junio. Para Tadeshina aquel momento era un milagro, no menor que el de hacer caminar los cojos o recobrar la vista a los ciegos.

Su papel era proteger a Satoko de todo mal. Pero aquel fuego no era ningún mal; la poesía, tampoco. Seguramente este fuego y esta poesía del amor de Satoko encajaban bien en la antigua tradición de la familia de los Ayakura.

Sin embargo, Tadeshina esperaba que ocurriera algo. En cierto modo, era como la mujer que ha permitido que su pájaro favorito vuele libre por el bosque, y espera una oportunidad para volverlo a capturar y hacerlo entrar en la jaula. Todos los días se aplicaba escrupulosamente el espeso maquillaje blanco usado por las damas de la corte desde hacía mucho tiempo. Ocultaba las arrugas con polvo blanco y vivo carmín de Kyoto. Mientras hacía esto evitaba estudiar su cara en el espejo, mirando sobria, interrogativa y fijamente al espacio. El brillo del alto cielo de otoño parecía condensarse en sus ojos, donde podía adivinarse una sed desesperada de futuro. Para una inspección final al maquillaje, cogía unas gafas antiguas, que de ordinario evitaba usar, y se las ponía, enganchando de las orejas los finos trozos de metal.

* * *

A principios de octubre los Toinnomiya enviaron la notificación prescrita de que la ceremonia de los esponsales tendría lugar en diciembre, y unido a ello, una lista informal de los regalos: cinco rollos de tela, dos barriles de fino saké y una caja de besugo fresco. Los dos últimos artículos eran naturalmente fáciles de conseguir, pero en cuanto a la tela, el marqués Matsugae se había encargado de hacer personalmente las gestiones. Envió un largo telegrama a la oficina en Londres de la Corporación Itsui para que enviaran inmediatamente el mejor paño inglés.

Una mañana, cuando Tadeshina fue a despertar a Satoko notó que tenía la cara manchada de rojo. Luego Satoko saltó de la cama y corrió al pasillo. Apenas pudo alcanzar el baño antes de vomitar, manchándose ligeramente la manga del batín. Tadeshina le ayudó a volver al dormitorio y se aseguró de que la puerta quedara cerrada.

En el patio de la casa había diez o más gallinas, y sus cacareos servían cada mañana para anunciar el principio de un nuevo día en casa de los Ayakura. Satoko ocultó la cara en la almohada y cerró los ojos.

—Escúchame por favor —dijo Tadeshina, con la boca pegada al oído de Satoko—. No hay que mencionar esto a nadie. Te ruego que no entregues el batín a la doncella para lavarlo, bajo ningún pretexto. Yo me ocuparé de ello para que nadie pueda enterarse. Y de ahora en adelante me encargaré de todo lo concerniente a tu alimento. Veré que sólo comas lo que te vaya bien y que la doncella no sospeche nada. Lo que te estoy diciendo es sólo por tu bien. Por tanto será mejor que hagas exactamente lo que yo te digo.

Satoko asintió con aire incierto, mientras una lágrima le caía por la cara.

Tadeshina estaba llena de gozo. En primer lugar, era la única que conocía la señal. Para el momento en que ocurriera tenía un proyecto en la imaginación. Era lo que había estado esperando. Satoko estaba ya en sus manos.

Consideradas todas las cosas, Tadeshina se sentía más a gusto en el área representada por la actual situación de Satoko que en la del reino de la pasión. Tal como había sido clara para advertir a Satoko años antes lo que representaba la menstruación, ahora sería especialista insuperable en los nuevos problemas. Por contraste, la condesa de Ayakura, supo que su hija había empezado la menstruación dos años más tarde, y por boca de Tadeshina.

Tadeshina que nunca había fallado en notar cualquier signo físico en Satoko, intensificó su vigilancia tras el mareo de aquella mañana, y una vez reconocidos los síntomas uno a uno, tomó su decisión sin vacilar.

—No es sano estar dentro de casa todo el tiempo —dijo a Satoko—. Vamos a dar un paseo.

Esta era ordinariamente la indicación de que había preparado un encuentro con Kiyoaki, pero como el sol estaba todavía muy alto, Satoko se desconcertó y la miró interrogativa. La expresión habitual de Tadeshina había desaparecido, reemplazada por un rígido aire de alejamiento. Sabía muy bien que tenía en sus manos un asunto de honor, que era preocupación nacional.

Cuando salían por el patio encontraron a la condesa de Ayakura allí, con los brazos cruzados sobre el pecho, observando cómo una de las doncellas daba de comer a las gallinas. Saludó cortésmente a su madre, con una inclinación de cabeza. Notó el movimiento nervioso de las aves asustadas y por primera vez en su vida pensó en ellas como si fueran hostiles, enemigos naturales de la especie. Fue un sentimiento espantoso. Tadeshina saludó:

—Voy a llevar a la señorita Satoko a dar un corto paseo.

—¿Un paseo? Está bien. Gracias por la molestia que te tomas —contestó la condesa.

Pero la boda de su hija, que se acercaba cada día, la tenía muy nerviosa. Por otro lado, estaba cada vez más reservada con su hija. Como es habitual en familias de nobles cortesanos, nunca dijo una sola palabra de crítica hacia ella. En realidad, era ya casi un miembro de la familia imperial.

* * *

Caminaron las dos por las calles de Ryudo, hasta que llegaron a un pequeño santuario, rodeado de un muro de granito, dedicado a la diosa Sol. Entraron en su reducido recinto, desierto ahora que habían terminado las fiestas de otoño, y después de hacer una reverencia ante el túmulo interior, cubierto de púrpura, Tadeshina siguió hasta la parte trasera del pequeño pabellón, usada para las danzas sagradas.

—¿Va a venir Kiyo aquí? —preguntó Satoko vacilante. Por alguna razón, se encontraba intimidada por la nueva actitud de Tadeshina.

—No, no vendrá. Hoy hay algo que quiero preguntarle, señorita Satoko, y por esa razón hemos venido hasta aquí. No hemos de preocuparnos de que nadie pueda oírnos.

A un lado del pabellón había tres o cuatro grandes piedras para quienes quisieran sentarse a ver las danzas rituales. Tadeshina se quitó su haori, lo dobló, y lo puso en la superficie de una de las piedras.

—Aquí puede sentarse y no cogerá un resfriado —dijo cuando Satoko tomaba asiento encima de la piedra—. Está bien, joven ama —dijo con toda solemnidad—. Sé que no necesito recordarle, ya que usted lo sabe muy bien, que la lealtad al emperador debe tener una preferencia absoluta. Sería necio que Tadeshina dirigiera un sermón a la señorita Satoko Ayakura, cuya familia ha sido bendecida durante siglos con el favor imperial durante veintisiete generaciones. Pero aún dejando todo esto a un lado, una vez que un matrimonio es propuesto y ratificado por una sanción imperial, ya no queda entrada para segundos pensamientos. Y desdeñarlo es como desdeñar la beneficencia de su majestad imperial. En todo el mundo, no hay un pecado más horrible que ese.

Tadeshina pasó a una explicación detallada. A pesar de lo que tenía que decir, no iba a culparla por lo sucedido, puesto que ella había incurrido en idéntica culpabilidad. Además, lo que escapara del conocimiento público no necesitaba ser objeto de sufrimiento ni considerado como delito. Sin embargo, insistía ella, tenía que haber un límite, y ahora que Satoko había quedado embarazada era el momento de poner fin a todo aquello. Ella había sido hasta entonces una observadora silenciosa, pero con el presente estado de cosas creía que de nada serviría dejar correr los acontecimientos y consentir que el secreto amoroso siguiera más adelante. Por tanto, había llegado el momento de una determinación. Tenía que decir bien claro a Kiyoaki que habían de separarse. Y ella tenía que actuar en todo de acuerdo con las instrucciones de Tadeshina. En consecuencia, exponiendo sus puntos en su debido orden, y excluyendo deliberadamente toda consideración emocional, dijo todo lo que tenía que decir.

Pensando que esto sería suficiente para convencer a Satoko, y que la obedecería, Tadeshina concluyó su conferencia, y con el pañuelo pulcramente doblado limpió ligeramente el sudor que le había brotado en la frente.

Había hablado con expresión triste y compasiva, y un temblor de llanto en la voz. Esta joven era para ella más querida que una hija, pero su dolor no era auténtico. No se le escapaba que existía una barrera entre su dolor y su amor. Como su afecto por Satoko era tan grande, esperaba que la joven compartiera el gozo aterrador que acechaba en su horrible resolución. Para quedar limpia de un sacrilegio había de cometer otro. Al final, los dos quedarían cancelados como si ninguno hubiera existido jamás. Había que combinar una forma de oscuridad con otra, y luego esperar que la oscuridad total se tiñera de un leve tono rosa con la llegada del amanecer fatídico. Y sobre todo, mantener el secreto.

Como Satoko guardaba silencio, Tadeshina empezó a sentirse inquieta y preguntó:

—Usted hará todo tal como se lo he dicho, ¿no es así? ¿Qué piensa sobre todo esto?

La expresión de Satoko era incierta. No dio ninguna señal de que las palabras de Tadeshina la hubieran contrariado. La verdad era que las observaciones de la anciana no habían tenido ningún significado para ella.

—¿Pero qué es lo que tengo que hacer? —replicó—. Debes ser más explícita.

Tadeshina miró a su alrededor antes de contestar, convencida de que el débil sonido del gong había sido causado por una ráfaga de viento y no por ningún devoto casual. Desde debajo del piso de madera llegó el chirriar de un grillo.

—Debe desembarazarse del bebé lo antes posible.

Satoko contuvo el aliento.

—¿Qué quieres decir? Me enviarían a la cárcel.

—No diga eso. Deje el asunto a cuenta mía. Aun suponiendo que se trasluciera algo sería imposible castigarnos, ni a usted ni a mí. Su boda ha sido convenida ya. Una vez que llegue el regalo de los esponsales, en diciembre, las cosas estarán aún más seguras, porque en asuntos como éste la policía es cauta. Sin embargo, señorita Satoko, quiero que se dé cuenta de una cosa: si usted malgasta el tiempo, y todo el mundo se entera de que se halla encinta, por supuesto su alteza imperial, y el resto del mundo, jamás podrán perdonarla. Se rompería el compromiso sin ninguna demora. Su excelencia, su padre, tendría que ocultarse de los ojos del mundo, y el amo Kiyoaki entraría también en una situación terrible. Para hablar sinceramente, sus esperanzas futuras, así como las de la familia Matsugae, estarían tan amenazadas que no tendría otra salida que asegurar que él no está complicado en el asunto. Así, por lo que a usted concierne, todo estaría perdido. ¿Quiere que ocurra esto? Sólo hay una cosa que usted pueda hacer ahora. Si la noticia se filtrara, aun suponiendo que la policía no dijera nada, los Toinnomiya podrían oír algo. Entonces, ¿cómo presentarme en la boda? Y después, ¿cómo seguir sirviendo al príncipe? ¿Qué me dice a eso? No hay en absoluto ninguna necesidad de turbarse por lo que sólo es una alarma. En cuanto a lo que los Toinnomiya puedan pensar dependerá enteramente de usted. Los rumores y todo lo demás, quedará olvidado en poco tiempo.

—Entonces, ¿puedes asegurarme que no existe ninguna posibilidad de que me castiguen, de que me envíen a la cárcel?

—Déjeme que se lo explique de forma que pueda comprenderlo. En primer lugar, la policía tiene la mayor reverencia hacia la nobleza. No existe la más mínima probabilidad de que permitan que una cosa como esta llegue a oídos del público. Además, siempre podríamos solicitar la ayuda del marqués de Matsugae. Su excelencia tiene muchas influencias y puede conseguirlo todo. Después se trataría de buscar cobertura para el joven amo.

Satoko profirió un grito:

—¡No! No puedes hacer eso. Es algo que yo no consentiría. Bajo ningún concepto pedirás ayuda, ni al marqués ni a Kiyo. Si lo hicieras me harías completamente desgraciada.

—Está bien… Sólo lo mencioné como posibilidad. Pero en segundo lugar, en términos estrictamente legales, estoy decidida a protegerla a usted. Diríamos que usted hizo lo que yo le dije, sin idea de lo que yo tenía pensado. Y si hiciéramos eso, todo concluiría con recibir yo el correspondiente castigo.

—Así, ¿aseguras que suceda lo que suceda, yo no iré a la cárcel?

—Puede estar segura.

La respuesta no produjo ninguna señal de alivio en la cara de Satoko.

—Yo quiero ir a prisión —dijo.

La tensión de Tadeshina desapareció en una abierta carcajada.

—Parece una niña pequeña. ¿Por qué dice semejante disparate?

—Me pregunto cómo vestirán las mujeres encarceladas. ¿Qué haría Kiyo si me viera así? ¿Me seguiría amando o no? Me gustaría saberlo.

Cuando hacía esta observación, sus ojos, lejos de llenarse de lágrimas, brillaban con tan fuerte satisfacción que Tadeshina llegó a estremecerse.

Por grande que fuera la diferencia social entre las dos mujeres, no podía negarse que compartían la misma fortaleza y el mismo coraje. Tadeshina pensaba que Satoko y ella estaban unidas como el barco y la corriente. Además, las dos sentían el mismo regocijo. Eran como una bandada de pájaros huyendo ante una tormenta que se aproxima. La emoción que sentían, aunque llevaba algo de pena, de temor, de ansiedad, era diferente de todo esto, y no podía dársele ningún nombre más que regocijo.

—Bien, de todos modos, hará lo que yo le diga, ¿verdad? —inquirió Tadeshina, observando cómo las pálidas mejillas de Satoko se ruborizaban bajo el sol de otoño.

—No quiero que digas nada de esto a Kiyo —replicó Satoko—. Sobre mi situación, me refiero. En cuanto a si yo hago o no lo que tú dices, no te preocupes. Sin que nadie intervenga en ello hablaré contigo sobre todo y decidiré lo que sea mejor.

Sus palabras llevaban ya la dignidad de una princesa.