Cuando llegó el otoño empezaron las clases, y los encuentros entre Kiyoaki y Satoko fueron cada vez más espaciados. Tadeshina tenía que tomar las más extremas precauciones para que pudieran pasear juntos en las últimas horas de la tarde sin ser descubiertos.
Tenían que tener cuidado con los faroleros que hacían su ronda por aquella parte de Toriizaka. Con sus uniformes de cuello ajustado acudían con largos palos a encender las luces. Cuando terminaban este trabajo al oscurecer las calles quedaban totalmente vacías. Era el momento en que Kiyoaki y Satoko podían pasear por los sinuosos callejones con relativa seguridad. El coro de los insectos dejaba oír sus zumbidos con más fuerza, pero las luces de las ventanas no estaban encendidas. Muchas casas no tenían verjas, y los dos paseantes podían oír hasta las pisadas de algún marido que regresaba a casa, y luego el ruido de la puerta al ser cerrada.
—En uno o dos meses habrá terminado todo. Con seguridad los Toinnomiya no querrán demorar más tiempo la ceremonia de esponsales —decía Satoko con suavidad, como si estuviera hablando de otra persona—. Todas las noches cuando voy a acostarme pienso que esto terminará mañana, que algo irrevocable va a suceder. Y luego, extrañamente, me duermo en paz. Eso es lo que estamos haciendo ahora: algo que no podrá deshacerse.
—Bueno, supongo que incluso después de la ceremonia de compromiso…
—Kiyo, ¿qué estás diciendo? Si aumentamos nuestro pecado todavía más serás aplastado. En vez de pensar cosas así deberías ir contando cuántas veces podré verte todavía…
—Tú ya estás decidida, ¿verdad? A su debido tiempo vas a olvidarlo todo.
—Sí. Aunque no sé cómo podré hacerlo. La senda que tomamos no es un camino, Kiyo, sino un muelle, que termina en algún lugar, donde empieza el mar. No puede remediarse.
Era ciertamente la primera vez que habían hablado del fin. Y no se sentían más responsables que una pareja de chiquillos. No tenían ningún plan, ninguna solución, y creían que esto atestiguaba la pureza de sus intenciones. Sin embargo, una vez que habían aceptado como irreversible la separación final, esta idea se les adhería como un moho.
¿Se habían embarcado en todo esto sin considerar el final? ¿O habían empezado precisamente porque habían pensado en su fin? Kiyoaki no lo sabía. Pensó que si los dos fueran súbitamente reducidos a cenizas por un rayo sería lo mejor. ¿Pero qué harían si tal castigo no llegaba del cielo y las cosas seguían como estaban?
«¿Seré capaz de seguir amando a Satoko con la misma pasión que lo estoy haciendo ahora?».
Era la primera vez que experimentaba ansiedad semejante. Ello le hizo coger a Satoko de la mano. Cuando ella enlazó sus dedos con los de él, Kiyoaki apretó con fuerza. Ella no dejó que se le notara el dolor. Él siguió apretando con más fuerza, y cuando un rayo de luz procedente de la ventana de un segundo piso le permitió ver las lágrimas en sus ojos, sintió satisfacción.
Sabía que esta era la prueba de la salvaje y oculta pasión que había estado cultivando desde hacía mucho tiempo. Seguramente la solución más sencilla para ellos sería morir juntos, aunque lo encontraba atroz y doloroso. El amor en pecado fascinaba a Kiyoaki, le seducía y le atraía como el repique de una campanilla distante e inalcanzable. Cuanto más pecaba más se alejaba de él la sensación del pecado. ¿Y el final?
«Las cosas no pueden acabar más que con una profunda decepción», pensó con estremecimiento.
—Parece que no disfrutas mucho de tu paseo conmigo —dijo ella con su tono habitual—. Yo estoy bebiendo con sed cada momento de felicidad, pero… tú pareces estar saciado de ella…
—Es que he llegado a amarte demasiado, y la felicidad ha quedado muy detrás de mí —repuso él con gravedad. Cuando expresaba este razonamiento se daba cuenta de que no había ninguna traza infantil en su nueva actitud, sino de hombre adulto.
El callejón les acercaba a Roppongi y sus tiendas. Una bandera descolorida anunciando hielo colgaba de una nevería cerrada. Un poco más adelante llegaron a una ventana cuya luz iluminaba el camino. La tienda era de instrumentos musicales y su dueño se llamaba Tabé. Según la señal que había en la puerta el negocio estaba patrocinado por el regimiento de Azabu. Evidentemente trabajaba hasta bien tarde para cumplir algún encargo urgente.
Eludieron la luz, pero el brillo de los metales les llegó un instante a los ojos. Colgaban trompetas nuevas que resplandecían con un brillo apropiado para un desfile. Del interior de la tienda salieron las notas melancólicas de una trompeta, ráfaga experimental que cesó tan pronto como se oyó. En los oídos de Kiyoaki quedaría como el preludio del juicio final.
—Por favor, retrocedan. Habrá mucha gente más adelante —susurró Tadeshina al oído de Kiyoaki. Se había deslizado detrás de ellos sin ser advertida.