XXXV

Los príncipes siameses estaban disfrutando en la villa. Una tarde, poco antes de la cena, los cuatro jóvenes sacaron las sillas de junco y las colocaron en el césped para saborear la fresca brisa de la tarde. Los príncipes charlaban en su idioma nativo, Kiyoaki estaba perdido en sus pensamientos y Honda tenía un libro abierto en el regazo.

—¿Os gustaría una «cuerda»? —preguntó Kridsada en japonés, caminando hacia Honda y Kiyoaki con un paquete de cigarrillos «Westminster» de boquilla dorada. Los príncipes habían sido rápidos en coger la palabra «cuerda», argot con que se designaba a los cigarrillos en el colegio. Las normas prohibían fumar, pero los profesores permitían a los alumnos de cursos superiores cierta libertad siempre que no llegaran a fumar demasiado en público. La caldera de la calefacción, en el sótano, se había convertido en refugio para los fumadores, y era conocida por «sala de la cuerda».

Incluso ahora, que los cuatro jóvenes chupaban de sus cigarrillos bajo el cielo abierto, sin temor a ser observados, notaban el placer prolongado y secreto que proporcionaba fumar en la «sala de la cuerda». El olor a polvo de carbón que llenaba el cuarto de la caldera, el reflejo del blanco de los ojos en la oscuridad, las profundas y sabrosas bocanadas de humo, el brillo inquieto de las puntas rojas, eran impresiones que enriquecían el fino sabor de sus cigarrillos ingleses.

Kiyoaki se separó de los demás, y mientras observaba cómo el humo se perdía camino del cielo, vio cómo las formaciones de nubes sobre el océano empezaban a deshacerse, y sus claros contornos a borrarse y a teñirse de oro pálido. Al instante pensó en Satoko. Su imagen, su perfume, estaban mezclados con todas las cosas. No había ninguna alteración de la naturaleza, por ligera que fuese, que no le trajera su recuerdo. Si la brisa cesaba repentinamente y la atmósfera cálida del verano caía sobre él, sentía el roce de Satoko desnuda contra su propia desnudez. Incluso la sombra que se acentuaba gradualmente en el césped por el copioso y verde follaje del árbol de la seda, tenía una insinuación de ella.

En cuanto a Honda, nunca podía estar tranquilo si no tenía libros a su alcance. Entre los que ahora tenía a mano había uno que le habían prestado en secreto, prohibido por el Gobierno. Con el título de «Nacionalismo y Socialismo Auténticos», había sido escrito por un joven llamado Terujiro Kita, que a sus veintitrés años estaba considerado como el Otto Weininger japonés. Sin embargo, presentaba con demasiado color la postura extremista, y esto suscitó precauciones en la mente serena y razonable de Honda. No es que sintiera ninguna aversión particular por el pensamiento político radical. No habiendo estado airado nunca, tendía a contemplar la ira violenta de los demás como una enfermedad horrible e infecciosa. Encontrarla en los libros era un estímulo intelectual, pero de esa clase de placer que crea una conciencia de culpabilidad.

A fin de estar preparado para ulteriores discusiones con los príncipes acerca de la reencarnación, se había detenido en su casa aquella mañana, después de acompañar a Satoko hasta Tokio, y había sacado un libro de la biblioteca de su padre, «Sumario del pensamiento budista», por Tadanobu Saito. Aquí por primera vez encontró un relato fascinante de los varios orígenes de la doctrina de Karma, y le trajo a la memoria las Leyes de Manu, con las que tan absorbido había estado al principio del invierno. Pero al mismo tiempo sus prisas para los exámenes le habían obligado a aplazar un estudio más a fondo del libro de Saito. Éste y algunos otros estaban junto a su sillón de junco. Después de mirarlos al azar, Honda había elegido el que ahora tenía abierto en su regazo. Se volvió para mirar la áspera falda que marcaba el fin occidental del jardín. Aunque el cielo estaba todavía iluminado, la falda estaba sumida en profunda sombra, y el espesor del arbolado y los arbustos de la loma arrojaban su color negro contra el blanco resplandor del cielo. La luz, antes de marcharse, iba penetrando aquí y allí como hilo de plata diestramente tejido. Detrás de los árboles, el firmamento por el oeste era como una hoja de plata. El brillante día de verano había sido un pergamino iluminado que estaba borrándose en el espacio.

Los jóvenes saboreaban la deliciosa insinuación de culpabilidad que les daban sus cigarrillos. Notaban el cansancio dorado que produce un día de playa, con la piel todavía cálida por el sol del mediodía… Aunque Honda seguía en silencio, sabía que ellos recordarían aquel día como uno de los más felices de su juventud.

Los príncipes parecían sentirse igualmente satisfechos. Pretendían, por cortesía, no saber nada de los lances amorosos de Kiyoaki. Por otro lado, Kiyoaki y Honda preferían ignorar las correrías alegres de los príncipes con las hijas de los pescadores en la playa, aunque Kiyoaki cuidaba de compensar a los padres de las chicas con generosas sumas. Y así, bajo el ojo protector del Gran Buda, a quien los príncipes oraban todas las mañanas desde lo alto de la loma, el verano menguaba su lánguida belleza.

* * *

Kridsada fue el primero que divisó al criado que bajaba a la pradera desde la terraza, portando una carta en la resplandeciente bandeja de plata, que sin duda limpiaba muchas veces mientras se lamentaba de tener tan pocas ocasiones de usarla en la villa, en comparación con la casa de Shibuya.

Kridsada se levantó de un salto para recoger la carta. Luego, al ver que se trataba de una carta personal para Chao P., de su madre la reina viuda, se llegó a donde Chao P. estaba sentado y se la entregó con un gesto respetuoso.

Kiyoaki y Honda habían notado esta especie de juego escénico, pero contuvieron su curiosidad y siguieron sentados en espera de que los príncipes fuesen hasta ellos. Cuando Chao P. sacó la gruesa carta del sobre oyeron el crujir del papel, brillante como las plumas de una flecha que avanzara por la oscuridad. De súbito se pusieron de pie, mirando fijamente a Chao P., que acababa de lanzar un grito y caído al suelo desmayado.

Kridsada quedó inmóvil mirando a su primo, lleno de asombro, mientras Kiyoaki y Honda corrieron en su ayuda. Luego se inclinó para recoger la carta que había caído en la hierba, y tan pronto empezó a leerla prorrumpió en lágrimas. Los dos jóvenes japoneses no podían comprender nada de cuanto Kridsada estaba diciendo entre sollozos en su idioma siamés, y como la carta que Honda había recogido ya estaba en el mismo idioma, tampoco facilitaba ninguna pista, aparte del sello dorado de la familia real de Siam en la parte superior, con su intrincado diseño de pagodas, bestias fabulosas, rosas, espadas, cetros y otros ingenios agrupados alrededor de tres elefantes blancos.

Chao P. recuperó el conocimiento mientras era transportado a su dormitorio por unos criados, pero estaba evidentemente aturdido. Kridsada siguió detrás de él, todavía gimiendo.

Aunque ignoraban los hechos, era obvio para Kiyoaki y Honda que se trataba de alguna noticia terrible. Chao P. yacía en silencio, con la cabeza sobre la almohada, y los ojos nublados fijos en el techo. La expresión de su cara tostada se hacía cada vez menos discernible a medida que la habitación iba oscureciéndose. Después de algún tiempo, Kridsada pudo por fin explicar en inglés lo que ocurría.

—La princesa Chan ha muerto. El amor de Chao P., mi hermana. Si me hubiera enterado yo primero tal vez habría podido buscar una oportunidad para transmitirle la noticia de forma escalonada, evitándole golpe tan fuerte, pero supongo que su madre, la reina viuda, tenía más miedo de disgustarme a mí, y por eso escribió a Chao P. De ser así se equivocó en sus cálculos.

Esto fue más juicioso que lo que usualmente oían de Kridsada. La pesadumbre violenta de los príncipes, tan poderosa como una tormenta tropical, afectó profundamente a Kiyoaki y a Honda. Pero tuvieron la sensación de que después de la tormenta, con sus truenos, relámpagos y lluvia, su dolor, como la jungla, se recuperaría rápida y generosamente.

Aquella noche se sirvió la cena a los príncipes en su habitación, pero no probaron la comida. Sin embargo, un poco más tarde, cuando Kridsada recordó los deberes de la cortesía para con su anfitrión, llamó a Kiyoaki y a Honda para traducirles toda la carta al inglés.

En efecto, la princesa había caído enferma en primavera, y como ella estaba muy delicada para escribir, había pedido a todos que no dijeran nada a su hermano ni a su primo. Su adorable mano blanca estaba cada vez más débil, hasta que no pudo moverla. Yacía tan fría e inmóvil como un rayo de luna.

El médico inglés probó cuanto sabía, pero no pudo impedir la parálisis implacable de todo el cuerpo. Finalmente llegó a suponer un gran esfuerzo para ella incluso hablar. Pero tal vez con el propósito de dejar a Chao P. con la imagen suya en plena salud, como cuando se despidieron, insistía a todos que no dijeran nada acerca de su enfermedad. Con esto les hacía derramar lágrimas.

La reina viuda iba a verla muy a menudo, y nunca podía reprimir el llanto ante la joven princesa. Cuando su majestad fue informada de la muerte de Chan, detuvo a los demás y dijo inmediatamente:

—Yo me encargaré de informar a Pattanadid.

«Lo que tengo que comunicarte es muy triste —así empezaba la carta—. Te ruego que reúnas todo tu valor. Tu adorada Chantrapa ha muerto. Posteriormente ya te diré lo mucho que se acordaba de ti en sus momentos finales. Como tu madre, lo que más quiero inculcarte en estos momentos es que debes resignarte, y aceptarlo todo como la voluntad del Señor Buda. Te pido que tengas siempre presente tu dignidad de príncipe, y aceptes esta noticia trágica con absoluta resignación. Sé cómo son tus sentimientos y cómo te sentirás al enterarte de esto en un país extranjero. Siento mucho no poder estar a tu lado para consolarte, como debe hacerlo una madre. Por lo que concierne a Kridsada, por favor, pórtate con él como un hermano mayor y comunícale la muerte de su hermana con la mayor solicitud. Te he dado esta noticia sin previo aviso, sólo porque creo que tienes la fortaleza suficiente para no rendirte a la pesadumbre. Debes consolarte por el hecho de que la princesa te dedicó todos sus pensamientos hasta que exhaló el último suspiro. Sin duda debes sentir no haber podido estar con ella cuando murió, pero debes hacer todos los esfuerzos posibles para apreciar lo que deseó el conservar en tu corazón la imagen que tenías de ella como en su plena juventud…».

Chao P. escuchó atentamente, echado en la cama, hasta que Kridsada acabó de traducir la última palabra. Luego se incorporó y se dirigió a Kiyoaki:

—Me encuentro bastante desconcertado —empezó—. Descuidé la amonestación de mi madre, y sucumbí. Pero te ruego trates de comprender. En estos últimos días he estado luchando con el presentimiento de la muerte de la princesa Chan. En el período que se inició con su enfermedad y hasta su muerte, sobre todo en estos veinte últimos días, he estado en ansiedad constante. Pero aun así, no teniendo idea de la verdad, vivía con suficiente calma. Veía con toda claridad el mar brillante y la playa resplandeciente. ¿Por qué no fui capaz de ver el cambio sutil que ocurría en la sustancia del Universo? El mundo estaba cambiando imperceptiblemente, como el vino en la bodega. He sido como el hombre que no ve más allá del líquido que brilla detrás del cristal. ¿Por qué no se me ocurrió probarlo al menos una vez al día, y calcular si había tenido lugar algún pequeño cambio? La brisa suave de la mañana, los árboles, los pájaros, todo estaba constantemente en mis ojos y mis oídos. Consideré que todo era la alegría de vivir, la esencia hermosa de la misma vida. Nunca se me ocurrió pensar que bajo esa superficie algo iba cambiando día a día, minuto a minuto. Si me hubiera detenido una mañana a gustar el mundo, habría descubierto que se alteraba sutilmente en mi lengua… ¡Oh!, si hubiera hecho eso no se me habría escapado la realidad de que este mundo se había quedado súbitamente sin la princesa Chan.

Cuando decía esto su voz se ahogaba con las lágrimas. Dejándole al cuidado de Kridsada, los dos regresaron a sus habitaciones. Pero no tenían ganas de dormir.

—Los príncipes querrán volver a Siam lo antes posible. Contra lo que puedan decir los demás, lo cierto es que no querrán seguir estudiando aquí —dijo Honda tan pronto como estuvieron solos.

—Sí, estoy seguro de que se irán a su patria —repuso Kiyoaki entristecido. El dolor del príncipe le había producido un efecto profundo, y sumido en una actitud de malos presagios—. Y después que se vayan, ni tú ni yo tendremos razón suficiente para seguir aquí. O quizá vengan mi padre y mi madre, y será cuestión de pasar el verano con ellos. Cualquier cosa que suceda, es evidente que nuestro tiempo feliz ha terminado.

Aunque Honda sabía muy bien que un hombre enamorado no tiene espacio en su corazón para más que sus sentimientos, y llega a perder su capacidad de entender las penas de los demás, no podía imaginar un corazón más adecuado que el de Kiyoaki para ser vaso de pura pasión, frío y sólido a la vez como el vidrio templado.

* * *

Una semana más tarde los dos príncipes iniciaron el viaje de regreso a su patria en un barco inglés, y Kiyoaki y Honda fueron a Yokohama para despedirles. Como era en mitad de las vacaciones de verano ninguno de los otros compañeros de clase de los príncipes estaban allí. Sin embargo, como deferencia a sus estrechos lazos con Siam, el príncipe Toin envió a su mayordomo para que le representara. Kiyoaki saludó al enviado fríamente, cambiando con él sólo una o dos palabras.

Cuando el enorme transatlántico salió del puerto, los gallardetes empezaron a agitarse con el viento. Los dos príncipes estaban en popa junto a la bandera de la Unión Jack y saludaban con sus pañuelos.

Mucho después que el barco entrara en el canal, y cuando todos los que habían acudido a despedir al barco se habían ido, Kiyoaki permanecía allí a pesar del calor que caía sobre el muelle, hasta que Honda no pudo menos de instarle a que saliera. Kiyoaki no se estaba despidiendo de los dos príncipes de Siam, sino de su juventud, o la parte más hermosa de ella. Eso era lo que estaba a punto de desvanecerse detrás del horizonte.