XXXIV

Kiyoaki hacía viajes secretos a Tokio. Al menos, uno cada tres días, y a su regreso daba a Honda detalles de lo sucedido. Los Toinnomiya habían ciertamente aplazado la ceremonia de esponsales, pero eso no significaba en modo alguno que existiera ningún obstáculo al matrimonio de Satoko con el joven príncipe. En efecto, ella era invitada con frecuencia a su casa, y el padre del príncipe, su alteza imperial, había empezado a tratarla con afecto cordial. Kiyoaki no estaba satisfecho con la forma en que estaban las cosas. Pensaba llevar a Satoko a Kamakura, para pasar la noche en la villa, y preguntó a Honda si tenía idea de cómo llevar a cabo plan tan peligroso. Pero hasta en la reflexión más serena hallaban unas graves dificultades.

Una noche de calor y bochorno Kiyoaki empezó a soñar. Era algo distinto de sus anteriores experiencias. Si uno vacila en los sueños, vadeando por donde el agua está tibia pero llena de pecios llegados de alta mar, para amontonarse junto con los desechos enviados desde tierra, está expuesto a lastimarse los pies.

Kiyoaki se hallaba en medio de una carretera que se dilataba a través de los campos abiertos. Por alguna razón llevaba un kimono blanco de algodón y la correspondiente hakama, vestido que nunca había usado, e iba armado con un rifle de caza. La tierra a su alrededor era campo quebrado pero no desierto. Vio un puñado de casas de labranza, y un ciclista le adelantó en la carretera. Toda la escena estaba penetrada de una luz sombría y extraña. No era más clara que un crepúsculo, y tan difusa que podría fácilmente haber brotado del suelo mejor que del firmamento, pues la hierba despedía un resplandor verde y bañaba la bicicleta con brillo plateado. Bajó la vista para descubrir que hasta las correas de sus zuecos y las venas de sus pies desnudos estaban bañadas con una claridad misteriosa.

En ese momento la luz se cubrió con una enorme bandada de pájaros. Cuando alcanzaron un punto sobre su cabeza, llenando el aire con sus penetrantes chillidos, apuntó con el rifle hacia arriba y tiró del gatillo. No disparó a sangre fría. Había caído presa de una rabia y una pesadumbre insondables, y disparó apuntando no tanto a los pájaros como al mismo gran ojo azul del cielo.

Toda la bandada cayó a tierra como de plomo, en un escándalo de gemidos que enlazaban el cielo con la tierra. Innumerables pájaros manchados de sangre se unieron en una gruesa columna, centro de la tormenta. La cascada de sangre y de furia no se debilitó.

Mientras contemplaba aquello, el torbellino se solidificó repentinamente y se convirtió en un árbol gigante que subía hasta el cielo. El tronco tenía un repulsivo color de moho, privado de hojas y ramas. Tan pronto como este árbol gigante tomó forma y cesó el griterío quejumbroso de los pájaros, el mismo brillo sombrío que había iluminado los campos de la tormenta volvió a cubrirlos. En la carretera apareció una nueva bicicleta plateada, sin ocupante, que se dirigía hacia él. Se sentía orgulloso por haber hecho desaparecer el obstáculo que había bloqueado la luz del sol. Pero luego vio un grupo que avanzaba por la carretera. Iban todos vestidos de blanco como él. Detuvieron su avance solemne a poca distancia de él. Vio que cada uno llevaba en la mano una brillante rama de sakaki. Extendieron estas ramas y empezaron a agitarlas según el rito de la purificación, sonando claramente en sus oídos el crujir de las hojas. Mientras hacían esto, quedó perplejo al reconocer la cara de su antiguo criado Iinuma entre ellos. Iinuma fue quien le habló:

—Eres desconsiderado e intratable. Lo has demostrado por encima de toda duda.

Kiyoaki tenía la cabeza baja, con la barbilla tocando el pecho, mientras le hablaba Iinuma. Colgaba de su cuello un collar de piedras en forma de luna creciente, color castaño y púrpura. Las piedras eran frías y al tocar la piel producían un estremecimiento en el cuerpo. Su pecho se sentía como una roca lisa y pesada.

Luego el grupo vestido de blanco apuntó al árbol, y cuando él lo miró vio que el tronco macizo de pájaros muertos estaba cubierto de ramas, todas cargadas de hojas verdes y brillantes. El árbol era de un verde vivo, hasta las ramas más bajas.

Luego despertó.

Como el sueño había sido tan extraordinario, alargó la mano para abrir su diario de sueños, que había olvidado por algún tiempo. Empezó a escribir tratando de registrar los acontecimientos con la mayor exactitud y objetividad posibles. Sin embargo, ahora que estaba despierto se sentía desgarrado por la ferocidad y antagonismo del sueño. Le parecía que acabara de regresar de una batalla.

* * *

El problema de Kiyoaki estribaba en sacar a Satoko de Tokio por la noche y volverla a su casa al amanecer. Una carroza no era cosa apropiada, ni tampoco el tren. El ricksha estaba totalmente fuera de cuestión. De alguna forma tenía que conseguir un coche.

Evidentemente no podía ser ninguno que perteneciera a alguien que conociera a los Matsugae. Y aún más importante, había que descartar a toda persona del círculo de los Ayakura. El coche debería ir conducido por alguien ignorante de la situación y de las personas implicadas.

El área de la villa era grande, pero había que tomar precauciones para evitar cualquier encuentro casual entre los príncipes y Satoko. Kiyoaki y Honda no tenían idea de si los príncipes sabían o no las circunstancias de su compromiso, pero aun en caso negativo, un encuentro sólo podría conducir al desastre.

Sin la menor experiencia en semejantes cosas, Honda tenía que encontrar alguna forma de superar estas dificultades, pues había prometido a Kiyoaki cuidar de que Satoko llegara desde Tokio y regresara felizmente.

Cuando empezó a estudiar el problema, se acordó de un amigo suyo llamado Itsui, hijo mayor de una rica familia de comerciantes. Como Itsui era el único compañero suyo de clase que poseía coche propio para utilizarlo a voluntad, Honda no tenía otra alternativa que ir a Tokio, hacerle una visita en Kojimachi y preguntarle si tendría inconveniente en prestarle el coche y un conductor por una noche. El Itsui de vida elegante, cuyos estudios en el colegio giraban continuamente hacia los bajíos del naufragio académico, quedó asombrado. Era algo sin precedentes que el genio de la clase, famoso además por su sobriedad y aplicación, acudiera a él con petición semejante. Cuando se recuperó un poco decidió sacar el mayor partido de aquella oportunidad, y con más arrogancia que pedía la ocasión dijo que si Honda le decía para qué quería el coche él se lo dejaría con sumo gusto.

Honda comenzó a tartamudear la confesión que había inventado, y al hacerlo tuvo la sensación de que le estaba saliendo bien. Itsui tomó el hablar vacilante de Honda no como indicación de una clara mentira, sino como testimonio del natural sentido de vergüenza de su compañero de clase. El hombre puede ser difícil de persuadir mediante un argumento de razón, mientras cederá fácilmente ante uno de pasión, aunque todos sean fingidos. A Honda le divertía el espectáculo, pero su diversión estaba transida de disgusto. Se preguntaba si Kiyoaki le estaría utilizando como utilizaba él a Itsui.

—Bueno, resulta que eres diferente a como yo imaginaba. Nunca pensé en esta faceta de tu vida. Pero todavía sigues con tus reservas. ¿No me puedes decir al menos su nombre?

—Fusako —respondió Honda, saliendo espontáneamente con el nombre de una prima segunda a la que no veía desde hacía meses.

—Comprendo. Así que Matsugae facilitará el lugar para pasar la noche y yo facilitaré el coche. Y a cambio, cuando lleguen los exámenes, te acordarás del viejo amigo Itsui, ¿verdad? —dijo, inclinando la cabeza en súplica burlesca, que sin embargo llevaba trazas de seriedad.

La luz de la amistad brillaba en sus ojos. A pesar del extraordinario cerebro de Honda, Itsui se sentía igualado con él en muchos aspectos. En su imaginación limitada se creía vengador de la naturaleza humana.

—Después de todo, todos somos iguales —dijo resumiendo, expresando en su voz que se creía igual con el mundo, exactamente lo que Honda había querido inducirle desde el principio.

Y así, gracias a Kiyoaki, Honda disfrutaría pronto de una reputación romántica que cualquier muchacho de diecinueve años envidiaría. En conjunto la transacción beneficiaría a los tres: a Kiyoaki, a Honda y a Itsui.

El coche de Itsui era un «Ford» de 1912, el modelo más moderno, uno de los primeros equipados con arranque automático, último invento, que había eliminado la molestia de tener que apearse el conductor cada vez que el coche se paraba. Era el modelo T, con transmisión de dos velocidades, pintado de negro, con una raya carmesí en las puertas. El asiento del conductor iba abierto y la parte trasera cerrada. Un tubo para hablar, en el asiento trasero, llevaba la voz a un ingenio en forma de trompeta cerca del oído del conductor. La baca admitía además del equipaje una rueda de repuesto. El coche en su conjunto parecía capaz de realizar un viaje largo.

Mori, el conductor, había sido cochero de Itsui y aprendido su nuevo oficio asistiendo a las clases de un conductor profesional. Intencionadamente había arreglado las cosas para que le acompañara a la Comisaría de Policía a obtener su permiso. Cada vez que Mori tenía dificultades en el examen escrito entraba en el vestíbulo, para consultar con su amo antes de regresar a la sala para contestar.

Honda fue a casa de Itsui muy entrada la noche para pedirle el coche. A fin de ocultar a Satoko ante Mori lo más posible, hizo que aparcara el coche cerca de una pensión para militares, donde esperaron hasta que Satoko y Tadeshina aparecieron, según lo planeado, en un ricksha. Kiyoaki había esperado que Tadeshina no iría a Kamakura, pero la realidad era que no podía ir aunque quisiera, pues tenía la misión de quedarse atrás y pretender que Satoko estaba pasando la noche completamente dormida en su habitación, tarea de importancia crucial. La cara de Tadeshina revelaba preocupación. Previno a Satoko cuanto pudo antes de entregarla al cuidado de Honda.

—Te llamaré Fusako delante del conductor —le susurró al oído.

Mori puso en marcha el «Ford» con una explosión que perturbó el silencio de medianoche de aquella zona residencial.

La calma y resolución de Satoko sorprendieron a Honda. Llevaba ropas occidentales, y el vestido blanco que había elegido hacía resaltar su aire de serena determinación.

* * *

Caminar una noche como ésta en compañía de una mujer pretendida por un amigo era una extraña experiencia para Honda. Sentado, mientras el coche daba saltos sobre la áspera carretera, parecía la amistad personificada, mientras el perfume de Satoko le inundaba en aquella noche de verano. Ella pertenecía a otro hombre. Además, su misma feminidad parecía estarse burlando de él. La confianza sin precedentes que Kiyoaki había depositado en él le hacía más consciente que nunca, ante el veneno frío y sutil que penetraba en su amistad. El desprecio y la confianza de su amigo iban tan estrechamente ligados como un fino guante de cuero y su mano. Pero Kiyoaki tenía a su alrededor una aureola, que hacía que Honda le perdonara.

La única forma con que podía hacer frente a un desprecio de tal clase era seguir creyendo en su propia nobleza, cosa que hizo con más moderación que con el tradicionalismo ciego de muchos jóvenes. Esto significaba que llegaría a considerarse una persona fea como Iinuma. Y si esto acontecía alguna vez no le quedaría otro camino que convertirse en el esclavo de Kiyoaki.

Aunque la brisa que penetraba por la ventanilla despeinaba su cabello, Satoko mantuvo su equilibrio durante todo el viaje. El nombre de Kiyoaki se había convertido entre ellos en una especie de palabra tabú, y el nombre de «Fusako» servía de término dulce y ficticio de ternura.

* * *

El viaje de regreso fue completamente distinto.

—Oh, hay algo que olvidé decir a Kiyo —dijo poco después de dejar la villa. Pero si volvían ya no quedaba ninguna esperanza de llegar a casa antes de las primeras luces del alba.

—¿Puedo decírselo yo en tu lugar? —inquirió Honda.

—Bueno… —vaciló Satoko. Luego pareció decidirse y le dio el mensaje—. Por favor, dile esto: Tadeshina habló con Yamada, el mayordomo de los Matsugae, hace algún tiempo, y ha averiguado que Kiyo está mintiendo. Descubrió que él rompió la carta que pretendía tener hace mucho tiempo, en presencia de Yamada. Pero… dile que no se preocupe por eso. Tadeshina se ha resignado a todo. Dijo que mantendría los ojos cerrados. ¿Te importaría comunicar esto a Kiyo?

Honda lo fue memorizando mientras ella hablaba, y no hizo ninguna pregunta sobre su significado. A partir de entonces, impresionada quizá por sus buenos modales, se hizo muy charlatana.

—Tú has hecho todo esto por su bien, ¿no es cierto, señor Honda? Kiyo debería considerarse el hombre más afortunado del mundo por tener un amigo como tú. Nosotras las mujeres no tenemos amistades tan verdaderas.

Los ojos de Satoko ardían de pasión, pero su tocado estaba en orden, sin un solo cabello fuera de su lugar. Al no contestar Honda, inclinó la cabeza y después dijo con voz reprimida:

—Pero, señor Honda…, sé lo que debes pensar de mí… ¿Qué otra cosa soy sino una mujerzuela?

—No digas eso —repuso él con fuerza considerable. Ciertamente no había estado pensando en ella con semejante desprecio, pero aquellas palabras le habían vigorizado el ánimo con una precisión misteriosa.

Había pasado una noche sin dormir para ser fiel y cumplir el compromiso que se le había confiado de llevar a Satoko a Tokio, entregársela a Kiyoaki y hacerse cargo de ella otra vez para devolverla a su casa. Pero su verdadera fuente de orgullo estribaba en mantenerse emocionalmente libre. Nada bueno podía salir de todo aquello. Era una situación gravemente peligrosa de la que él era ya suficientemente responsable.

Mientras estuvo observando a Kiyoaki y a Satoko, cogidos de las manos, bajando por las sombras del jardín iluminado por la Luna hasta la playa, había decidido que también él estaba pecando por ayudarles. Pero si aquello era pecado, también era hermoso. Una imagen de belleza, que se alejaba de él y desaparecía.

—Tienes razón —dijo Satoko—, yo no debería hablar así. No puedo pensar en lo que he hecho, porque es una cosa sucia. Kiyo y yo hemos cometido un horrible pecado, pero yo no me siento manchada en modo alguno. De hecho, me siento como purificada. Mira, cuando vi esos pinos junto a la playa anoche me di cuenta de que no volveré a verlos por muchos años que viva. Y cuando oí el ruido de la brisa que pasaba entre ellos supe que nunca volveré a oírlo mientras viva. Pero cada momento que estuve allí me sentí tan pura que ahora no tengo remordimiento por nada de lo hecho.

Trataba de trasladar algo a Honda, quizá la esencia de todo lo que había sucedido entre ella y su amante durante sus encuentros. Ansiaba dejar a un lado la discreción y hacer comprender a Honda cómo en la última noche, en medio de una escena natural y tranquila, Kiyoaki y ella se habían encumbrado a alturas casi aterradoras. Se trataba de una clase de experiencia como la muerte, como el brillo de una joya, como la belleza de la puesta del sol, que es casi imposible trasladar a los demás.

* * *

Kiyoaki y Satoko caminaron por la playa tratando de eludir la claridad de la luna. Ahora, en medio de la noche, no había traza de vida humana a lo largo de la playa desierta, aparte de un barco pesquero anclado, cuya alta proa proyectaba una sombra negra sobre la arena. La oscuridad era tranquilizadora. Los rayos de la luna bañaban el barco haciéndole brillar como hecho de huesos blanqueados. Cuando Kiyoaki descansó la mano en el costado del barco un instante, su piel pareció traslúcida bajo la luz de la luna.

Se abrazaron a la sombra del barco, envueltos por la brisa del mar. Casi nunca vestía ropas occidentales, y ahora lamentaba el blanco brillante de su vestido. Tenía sólo un pensamiento: rasgar el vestido lo más rápidamente posible, y ocultarse en la oscuridad. No era probable que nadie les viera, pero los rayos de la luna eran como millones de ojos. Alzó la mirada a las nubes y las estrellas. Era un contacto mucho más íntimo que un beso, algo como la caricia de un animal joven. Una dulzura intensa aleteaba. Cuando sus cuerpos se rozaron, quiso pensar en las estrellas aunque sus ojos estaban cerrados.

Desde allí, el camino iba directo a una satisfacción profunda como el mar. Pero incluso en la oscuridad, tenía miedo de que no fuera todo más que una sombra, que dependía a su vez del barco pesquero que había junto a ellos. No estaba bajo la protección de ninguna estructura sólida, sino de algo fortuito que en muy escasas horas podía desaparecer. Si el barco no se hallara allí en aquel momento su espesa sombra no habría sido más verdadera que un fantasma. Ella temía que este enorme y viejo barco pesquero empezara a deslizarse silenciosamente por la arena, y en aguas profundas desapareciera. Para seguir su sombra, para permanecer siempre dentro de ella, tendría que convertirse ella misma en mar. Y en aquel momento eso y sólo eso hizo una única y enorme marea.

Todo lo que les rodeaba, el firmamento, la Luna, el agua, la brisa, la playa, los pinos, todo presagiaba la destrucción. Al otro lado del más simple aleteo del tiempo asomaba siempre un monstruoso rugido de la nada. Su mensaje era transportado en el gemido de los pinos. Creyó que Kiyoaki y ella estaban encerrados, observados, guardados, por un espíritu implacable, lo mismo que una gota de bálsamo caída en una vasija con agua, que no tiene más sostén que la misma agua. ¿Era la noche o el alba lo que se acercaba? Para ellos parecía incomprensible. Los dos se incorporaron. Ahora las cabezas estaban fuera de la sombra, y la Luna en retirada brillaba directamente en sus caras. Ella creyó que de algún modo era como el emblema de su pecado fijado en el cielo. La playa estaba desierta. Se pusieron en pie para buscar sus ropas, que habían colocado en el fondo del barco. Cada uno miraba fijamente al otro. Aunque sólo un momento, se estuvieron mirando con intensa contemplación. Cuando acabaron de vestirse, Kiyoaki se sentó con las piernas cruzadas en el borde del barco.

—Escucha —dijo—. Si tuviéramos la bendición de todo el mundo, probablemente no nos habríamos atrevido a hacer lo que hemos hecho.

—Eres terrible, Kiyo. ¡Así que esto es lo que realmente quieres! —replicó con ironía. Su burla era afectuosa, pero tenía un sabor áspero. Percibían la sensación de que el final irrevocable de su felicidad no estaba lejano. Ella estaba sentada en la arena, ocultándose en la sombra del barco. El pie de Kiyoaki, brillando con la luz de la Luna, colgaba en el aire delante de ella. Extendió la mano, lo cogió y le besó los dedos.

* * *

—Supongo que te parecerá insólito lo que voy a decirte. Pero compréndeme, no hay nadie a quien ni siquiera pueda pensar en decírselo. Sé que estoy haciendo algo terrible. Pero, por favor, no digas nada en contra, porque me doy cuenta de que llegará su fin alguna vez. Hasta entonces quiero vivir cada día como venga. Porque no hay otra cosa que pueda hacer.

—¿Entonces estás preparada para lo que pueda suceder? —preguntó Honda, con voz incapaz de ocultar la profunda pena que sentía.

—Sí, estoy preparada.

—Matsugae lo está también, creo yo.

—Lo que no es del todo correcto en él es que te complique a ti en nuestros problemas.

Honda sintió repentinamente un deseo angustioso de entender a esta mujer. Sería su forma de venganza. Si ella intentaba asignarle el papel de amigo comprensivo, en vez de un defensor compasivo, tendría derecho a saberlo todo. Pero era un desafío tratar de entender a esta mujer rebosante de amor, que se sentaba a su lado con el corazón en otra parte. Sin embargo, su inclinación a la indagación lógica empezó a ganar ventaja.

El coche daba saltos que parecía querer arrojarlos a los dos fuera, pero ella se protegía hábilmente con las rodillas. Él estaba ligeramente aburrido. Si Kiyoaki estuviera allí, pensaba, ella no se mostraría tan ágil.

—Acabas de decir que estás preparada para cualquier cosa, ¿no es cierto? —preguntó sin mirarla—. Pues bien, me pregunto cómo la aceptación de las consecuencias se compagina con la comprensión de que tendrás que terminar algún día. Entonces, ¿no será demasiado tarde para tomar una decisión? Sé que te estoy haciendo una pregunta muy cruel.

—Me alegra que la hayas hecho —respondió ella con calma.

A pesar de todo, la miró ardientemente. Su perfil no mostraba señal alguna de pesadumbre. Mientras la miraba, ella cerró los ojos y las largas pestañas proyectaban una sombra todavía más larga sobre la mejilla, en la penumbra del coche. Los árboles y arbustos pasaban como fantasmas en la oscuridad. Mori, el conductor, seguía de espaldas a ellos, fija la atención en el volante. El grueso cristal detrás de él estaba cerrado. A menos que acercaran demasiado la boca al tubo no había posibilidad de que oyera nada.

—Dices que soy la persona que podría terminarlo algún día. Y como eres el mejor amigo de Kiyo, tienes derecho a decirlo. Si no puedo terminarlo y seguir a la vez con vida, quizá muriendo…

Ella habría deseado que Honda la hubiera interrumpido con una orden para que dejara de comentar tales cosas, pero éste prefirió seguir obstinadamente en silencio y esperar que ella continuara.

—… Pero el momento llegará alguna vez, y esa vez no está muy lejana. Cuando llegue te prometo desde ahora que no me estremeceré. He conocido la felicidad suprema, y no siento excesiva codicia. Todos los sueños terminan. ¿No sería insensato, sabiendo que nada dura para siempre, insistir en que uno tiene derecho a hacer algo de lo mucho que hace? Yo no tengo nada en común con estas «mujeres nuevas». Pero… si existiera la eternidad sería este momento. Y tú llegarás a verlo algún día.

Honda empezaba a entender por qué Kiyoaki había estado una vez tan asustado de Satoko.

—Dijiste que no era justo que Matsugae me complicara en sus problemas. ¿Por qué no?

—Tú eres un joven que has alcanzado metas destacadas. No es justo mezclarte con nosotros. Kiyo no tiene ningún derecho para hacerlo.

—Ojalá no me tuvieras por tan santo. No es probable que encuentres una familia más moral que la mía. Pero a pesar de eso he hecho algo que me hace cómplice en el pecado.

—No digas eso. No es cierto —interrumpió ella—. Este es nuestro pecado, de Kiyo y mío… y de nadie más.

Por supuesto ella sólo quería dar a entender su deseo de protegerle, pero sus palabras tenían el tono frío y orgulloso de quien quiere dejar en claro que no podía tolerar la intrusión de una tercera parte. Había imaginado su pecado como un diminuto palacio de cristal, en el que Kiyoaki y ella podían vivir libres del mundo que les rodeaba. Un palacio tan pequeño que ninguna otra persona podía caber en él. Kiyoaki y ella habían sido capaces de entrar y estaban pasando allí sus últimos momentos felices, observados con extraordinaria claridad por alguien que permanecía fuera.

—Perdóname —se excusó—, pero creo que noto arena en el zapato. Tadeshina no cuida mucho de ello, y si me los quitara en casa con arena dentro alguna doncella podría escandalizarse.

No tenía ninguna idea de cómo debía comportarse mientras una mujer inspeccionaba sus zapatos, por lo que se volvió a mirar por la ventanilla. Habían llegado ya a las afueras de Tokio. El cielo de la noche se había vuelto de un azul oscuro. Las primeras luces del amanecer delineaban las nubes sobre los tejados de las casas. Aunque él quería llegar lo antes posible, temía que la luz de la mañana diese al traste con la que había sido probablemente la noche más maravillosa de su vida. Oyó el ruido, tan débil que creyó que fuera imaginación suya, de Satoko quitando la arena del zapato que se había quitado. A Honda le sonaba como el reloj de arena más maravilloso del mundo.