El paseo fue completado con un recorrido completo por el jardín. Todo este ejercicio les cansó de modo que los cuatro se sintieron felices al descansar un buen rato en el salón de la villa.
Disfrutaron de la brisa del mar en la terraza, mientras sorbían limonada traída desde Yokohama y refrescada en el pozo. Pronto estarían listos para partir de nuevo. Esta vez pensaron en tomar un rápido baño antes de la puesta del sol y corrieron a sus habitaciones para vestirse de acuerdo con sus gustos individuales. Kiyoaki y Honda se pusieron el bañador rojo usado en el colegio, y sobre él la túnica fina de algodón cosida con plumas que completaban su uniforme. Luego se pusieron el sombrero de paja y estuvieron dispuestos para ir a la playa. Los dos príncipes se retrasaron. Cuando al final aparecieron vestían bañadores ingleses que destacaban su tostada piel.
Kiyoaki y Honda eran buenos amigos desde mucho tiempo atrás, pero Kiyoaki nunca le había invitado a la villa familiar durante el verano, aunque una vez había ido durante el otoño para la recogida de las castañas. Era esta, por tanto, la primera vez que iba a nadar con Kiyoaki desde su infancia, cuando lo hacían en la escuela de la villa, en la playa de Kataseé, apenas empezada su actual intimidad.
Los cuatro corrieron con alegría por la falda del jardín, cruzaron el límite de los pinos y dejaron atrás el campo de legumbres.
En la playa, Honda y Kiyoaki se dispusieron a ejecutar los ejercicios prescritos para antes del baño, formalidad que los dos príncipes tomaron a risa. A los ojos de los príncipes, esta penitencia, totalmente egocéntrica, era la cosa más divertida del mundo.
La misma naturaleza de su risa probaba que se sentían mucho más a gusto que antes. Hacía tiempo que no habían estado tan animados. Después de disfrutar en el agua, Kiyoaki creyó llegado el momento de olvidar su calidad de anfitrión, y mientras los dos príncipes charlaban en su propio idioma, Honda y él hablaron en japonés hasta que los cuatro quedaron dormidos en la arena.
La puesta del sol quedó enturbiada por una fina película de nubes. Había menos calor, pero era un momento agradable para estar tumbado, especialmente para quienes tenían la piel tan blanca como Kiyoaki. Vestido sólo con el taparrabos rojo, dejó caer el cuerpo húmedo en la arena y permaneció boca arriba con los ojos cerrados.
A su izquierda estaba Honda con las piernas cruzadas, mirando fijamente al agua de la bahía. Aunque el mar estaba en calma sus leves olas le fascinaban. Vertía arena seca de una mano en la otra, con sus pensamientos totalmente absorbidos por el mar.
El mar, ancho e inmenso, con toda su fuerza terminaba justo allí, delante de sus ojos. Sea el limite del tiempo o del espacio, no hay nada que inspire mayor horror que un final. El estar en tal lugar con sus tres compañeros, en un límite maravilloso entre la tierra y el mar, le pareció semejante a estar en el fin de una edad y el principio de otra, parte integrante de un momento de la historia. Por lo tanto también el oleaje de su propia era, en la que vivían Kiyoaki y él, tenía que tener un tiempo señalado para su final, una costa en la que romperse, un límite más allá del cual no podría ir.
El mar acababa allí delante de sus ojos. Cuando contemplaba cada ola al deshacerse en la arena, la embestida final de una fuerza que descendía y crecía una y otra vez a través de siglos sin número, se sentía afectado por el patetismo de todo aquello. En aquel mismo punto, una gran fuerza oceánica abarcaba el mundo para terminar aniquilándolo.
Pero quizá pensaba él, este final era suave y tranquilo. Mirando a distancia en alta mar las olas formaban cuatro o cinco escalones, visible cada uno de ellos en cualquier momento. La ola brava, encrestada, se rompía, perdía fuerza y aceptaba su decadencia, todo en un proceso constantemente repetido. El rompimiento de la ola provocó un crujido, que se convirtió en grito y el grito en susurro. La carga de enormes garañones blancos cedía el paso a otra de garañones más pequeños, hasta que todos los caballos furiosos desaparecían gradualmente, no dejando en la arena de la playa más que las últimas marcas de sus cascos poderosos.
Dos que salieron a la vez de la derecha y de la izquierda, chocaron bruscamente, se extendieron en abanico y se empaparon en el claro espejo de la superficie de arena. Después, aunque otras olas seguían persiguiéndose, ninguna formaría suaves crestas blancas. Se acercaban una y otra vez, apuntando a su meta con determinación. Cuando Honda miró al mar en un punto distante no pudo librarse de la sensación de que la fuerza aparente de estas olas que chocaban contra la costa no era en realidad sino el fin, la dispersión final, la terrible debilidad.
Cuanto más miraba, más oscuro era el color del agua, que allá lejos se convertía en un verde azul profundo. Era como si se volviese cada vez más densa por la presión creciente del agua de alta mar, intensificando su color verde para producir aquel inquietante verde azul, puro e impenetrable como el jade, que se extendía por el horizonte. Aunque el mar fuese inmenso y profundo, la verdadera esencia del océano era el color azul, algo cristalizado en ese azul, más allá del frívolo y superficial juego de las olas.
* * *
Su mirada y sus pensamientos fueron al final suficientes para cansarle tanto los ojos como la mente, y se puso a mirar a Kiyoaki que estaba completamente dormido. La piel de aquel cuerpo apuesto y gracioso parecía mucho más blanca en contraste con el taparrabos rojo que era todo lo que llevaba encima. Sobre el vientre, que subía y bajaba levemente, a impulsos de la respiración, se había depositado alguna arena, y diminutos fragmentos de conchas marinas. Como tenía el brazo izquierdo debajo de la cabeza, todo aquel costado estaba visible para Honda. El pezón izquierdo le recordaba un pequeño capullo de cerezo. Le llamaron la atención tres pequeños bultos blancos. Había algo extraño en ellos. ¿Por qué estaba marcada de tal forma la carne de Kiyoaki? Aunque eran amigos desde mucho tiempo, nunca había visto aquellas marcas hasta este momento, y le avergonzaba seguir mirándolas, como si Kiyoaki le hubiera confesado bruscamente un secreto que era mejor guardar en silencio.
Aunque cerró los ojos siguió viendo en sus párpados aquellos tres bultos negros, como tres pájaros distantes en el cielo de la tarde, iluminados por el sol poniente. En su imaginación los vio acercarse con sus batientes alas y pasar por encima de su cabeza.
Cuando volvió a abrir los ojos, un suave silbido salía de la nariz de Kiyoaki, y sus dientes resplandecían con un color húmedo a través de sus labios ligeramente abiertos. A su pesar, los ojos de Honda volvieron a centrarse en los bultos del costado de Kiyoaki. Esta vez le parecieron como granos de arena que se hubiesen incrustado en la piel blanca.
La arena seca de la playa terminaba a sus pies, y aquí y allí las olas habían salpicado por encima de su límite habitual, y habían dejado formas contraídas de arena húmeda, como bajorrelieves que atestiguaran la marca alcanzada por el agua. Piedras, conchas y hojas marchitas se habían incrustado también, como viejos fósiles, y una piedra pequeña estaba respaldada con su propio mínimo riachuelo para probar que había luchado contra las olas.
Había algo más que piedras, conchas y hojas marchitas: Marañas de algas, fragmentos de madera, trozos de paja, y hasta cáscaras de naranja, habían sido expulsadas por las aguas y fijados en la arena. Pensó en la posibilidad de que extraños granos finos y húmedos de alguna arena maravillosa hubiera llegado a la piel blanca de Kiyoaki.
Como encontró esta idea perturbadora, trató de encontrar algún modo de hacerlos desaparecer sin despertar a Kiyoaki. Mirando despacio comprendió que las marcas negras se movían de manera natural con la respiración de Kiyoaki, que no podían ser ninguna cosa ajena a él. Por tanto, tenían que ser sólo unos bultos blancos como creyó en un principio. Los consideró como una especie de señal especial en el cuerpo de Kiyoaki. Como si éste sintiera la intensidad de su mirada, abrió repentinamente los ojos, sorprendiendo la intensa mirada de Honda. Alzó la cabeza, y empezó a hablar como si quisiera impedir que su amigo aturdido huyera de él.
—¿Querrías hacer algo por mí?
—Sí.
—Yo, en realidad no vine aquí para hacer de doncella de los príncipes. Esa es una buena excusa, pero realmente lo que quiero es dar a todos la impresión de que no estoy en Tokio. ¿Te das cuenta?
—Había imaginado que estabas pensando alguna cosa así.
—Lo que quiero es dejarte con los príncipes sin que nadie se dé cuenta. No puedo pasar tres días sin ella. Así que te dejo el encargo de suavizar las cosas con los príncipes, mientras yo estoy fuera, y también preparar una buena historia para el caso de que alguien telefonee desde Tokio. Esta noche montaré en un vagón de tercera del último tren y regresaré en el primero de mañana por la mañana. ¿Me harás este favor?
—Lo haré.
Complacido con el firme acuerdo de su amigo, Kiyoaki se acercó a estrechar la mano antes de que hablara otra vez.
—Supongo que tu padre estará asistiendo al funeral oficial por el príncipe Arisugawa.
—Sí, creo que sí.
—Fue buena cosa que el príncipe muriera en este momento. Según oí ayer mismo, los Toinnomiya no tienen otra alternativa que aplazar por algún tiempo la ceremonia del compromiso.
Esta observación recordó a Honda que el amor de Kiyoaki por Satoko estaba inexplicablemente unido a los intereses de la nación, y el peligro que había en ello hizo que un estremecimiento le corriera por todo el cuerpo.
En este punto la conversación quedó interrumpida por los dos príncipes, que llegaban corriendo con tanto entusiasmo que casi cayeron el uno sobre el otro. Kridsada habló el primero, esforzándose tanto por recobrar el aliento como por expresarse en su vacilante japonés.
Kiyoaki y Honda miraban perplejos a los dos príncipes y escuchaban muy atentos las palabras de Kridsada.
—¿Sabéis lo que Chao P. y yo estábamos hablando hace unos momentos? —preguntó—. Discutíamos acerca de la transmigración de las almas.