XXXI

El marqués había dado ya permiso a Kiyoaki para que invitara a Honda a la villa, y así, el primer día después de terminadas las clases los cuatro jóvenes tomaron el tren en la estación de Tokio.

Siempre que el marqués iba a la villa de Kamakura se formaba una importante delegación, encabezada por el alcalde y el jefe de policía, en la estación, para recibirle con los honores apropiados. Además, habían extendido arena blanca traída de la playa a lo largo de la carretera, desde la estación de Kamakura hasta la villa de Hasé. No obstante, como el marqués había dicho al Consejo que quería que los jóvenes fueran tratados como meros estudiantes, sin ningún comité de recepción, a pesar de la condición de príncipes, les fue posible coger una ricksha en la estación y disfrutar del viaje hasta la villa en privado.

La carretera, estrecha y tortuosa, estaba cubierta por gruesas ramas en pleno verdor. Cuando se acercaban a la cima de una empinada colina vieron la valla de piedra, con el nombre de la villa labrado en caracteres chinos en el pilar derecho: Chung-nan, del título de un poema del poeta Tang Wank Wei.

La finca cubría más de ocho acres, con una colina cubierta de árboles que llegaba hasta la playa. El abuelo de Kiyoaki había construido en tiempos una cabaña sencilla con techo de junquillo, pero destruida por un incendio algunos años atrás su padre había aprovechado la oportunidad para levantar una casa de verano con doce habitaciones para huéspedes, dentro de un plan combinado de estilo, japonés y occidental. El jardín, sin embargo, que se extendía por el lado sur de la casa, había sido diseñado en su totalidad según el estilo de Occidente. Desde la terraza, se veía la isla de Oshima, con su volcán iluminado por la noche como una hoguera distante. Un paseo de cinco o seis minutos por el jardín llevaba hasta la playa de Yuigahama. De hecho, el marqués, con ayuda de los prismáticos, gustaba sentarse en la terraza y observar cómo la marquesa jugueteaba en el oleaje, distracción que le divertía muchísimo. Había un estrecho huerto destinado a legumbres, entre el jardín y la playa, y a fin de suprimir elementos de discordia se habían plantado pinos a lo largo del límite sur del jardín. Una vez que estos árboles alcanzaran la necesaria altura cortarían el panorama ininterrumpido desde el jardín al mar, y el marqués no podría seguir divirtiéndose con sus prismáticos.

En los días claros de verano la belleza de la villa alcanzaba su cumbre. La colina se abría como un abanico con la casa en la cumbre, limitando el jardín por ambos lados con sus dos laderas: la derecha terminaba en un promontorio denominado Cabo Inamuragazaki, y la izquierda apuntaba a la isla de Iijima.

El panorama estaba despejado y hacía creer que todo lo que abarcaba, cielo, tierra y mar, era parte del dominio de los Matsugae. Ninguna sombra ajena cruzaba su soberanía, salvo las de las nubes fantásticamente hinchadas, algún pájaro y los barcos rumbo a alta mar. En verano, con densas formaciones de nubes posadas en su cima, todo parecía transformado en un inmenso teatro, con la suave extensión de la bahía convertida en el escenario, en el que las nubes realizaban extravagantes ballets.

La parte exterior de la terraza tenía el piso de madera. El arquitecto se había opuesto a poner un piso de madera a la intemperie, pero cedió cuando el marqués le recordó ingeniosamente que las cubiertas de los barcos también son de madera. Desde el mirador de la terraza, Kiyoaki había pasado muchos días del verano último observando cuidadosamente las variaciones de las nubes. El sol parecía una locura de luz cuando brillaba sobre los cúmulos en alta mar, como enormes masas de crema batida, y penetraba en sus huecos profundos, en sus senos curvados. Mientras las áreas en la sombra resistían al sol, los rayos más audaces proyectaban en relieve la fuerza de extraños perfiles esculturales. Las partes afectadas por la luz directa eran totalmente diferentes en carácter de las que estaban en la sombra o la penumbra. Éstas parecían dormitar, mientras, en contraste, aquéllas ejecutaban una danza feroz de proporciones trágicas. Pero no había lugar para el elemento humano, y así tanto lo que dormía como lo trágico se hacía la misma cosa, juego perezoso a lo más.

Si miraba fijamente a las nubes no advertía ninguna alteración, pero si miraba a otro lado un momento al volver, encontraba que algo había cambiado. Sin comprender por qué, lo que parecía melena heroica se había desordenado, desgreñado. Y si seguía con los ojos fijos en él, este cabello imaginario iba despeinándose poco a poco, en movimiento lento, constante y maravilloso.

¿Qué había sido transformado? Durante un momento sus formas blancas y brillantes dominaban el cielo, y al siguiente, se habían disuelto en algo trivial, vulgar. No obstante, tal disolución era una liberación, pues los restos esparcidos se reunían gradualmente de nuevo, y en este proceso proyectaban sombras extrañas sobre el jardín, como si un ejército estuviera formando sus unidades de guerra allá arriba, en el cielo. La sombra cubrió primero la playa y el campo de legumbres, y luego moviéndose hacia la casa alcanzó el límite sur del jardín. Los colores de las hojas y las flores que cubrían la ladera del jardín, imitación de las del palacio de Shugakuin, resplandecían como un mosaico: arces, Sakakis, té, cedros enanos, dafnes, azaleas, camelias, pinos, boj, pinos negros chinos, y los demás. De súbito, todo quedaba en la sombra. Hasta el canto de la cigarra calló, como de luto.

Las puestas de sol eran especialmente bonitas. Imaginó que cada nube sabía el color que iba a adoptar: escarlata, púrpura, verde claro, rosa.

* * *

—¡Qué jardín tan precioso! No tenía idea de que el verano en el Japón pudiera ser tan maravilloso —exclamó Chao P. con los ojos muy claros y alegres.

Viendo a los dos príncipes en la terraza, Kiyoaki no podía imaginarse a nadie más a gusto. El habitual talante entristecido había desaparecido.

Aunque tanto Honda como él consideraban que para su gusto era excesivo el sol, para los príncipes era un calor agradabilísimo, tal como a ellos les gustaba. Permanecían en la terraza hambrientos de calor y de luz.

—Después de haber descansado un poco —les dijo Kiyoaki— os acompañaré a dar una vuelta por el jardín.

—¿Por qué molestarnos en descansar? —replicó Kridsada—. ¿No somos los cuatro jóvenes y enérgicos?

Más que ninguna otra cosa, pensó Kiyoaki; más que la princesa Chan, más que el anillo de esmeralda, más que sus amistades, más que su colegio, lo que quizás necesitaban los príncipes era sol. Parecía que el verano tuviera el poder de curar todas las penas, mitigar todas las pesadumbres, restablecer la felicidad perdida.

Mientras reflexionaba sobre el calor tórrido de Siam, que él nunca había experimentado, notó también en sí mismo un cierto arrebatamiento ante el verano, que se había presentado tan de repente. Escuchaba el canto de las cigarras en el jardín. La frialdad de la razón se había evaporado, lo mismo que el sudor de la frente.

Los cuatro bajaron de la terraza y se reunieron alrededor de un viejo reloj de sol, en el centro de un amplio campo de césped.

En la esfera, en inglés, había una leyenda: «1716 Passing Shades». La varilla de bronce simulaba el arabesco fantástico de un pájaro, con el cuello extendido, señalando directamente las cifras romanas. La sombra de la varilla se estaba acercando a las tres.

Cuando Honda tocó con el dedo la letra S del rótulo o leyenda pensó preguntar a los príncipes en qué dirección se hallaba Siam, pero decidió no correr el riesgo innecesario de despertar otra vez en ellos la nostalgia. Al mismo tiempo, sin querer, cambió ligeramente de posición y tapó el sol de forma que la sombra de su cuerpo sustituyó a la que estaba a punto de señalar las tres.

—Eso es. Ahí está el secreto —dijo Chao P. cuando vio lo que había hecho Honda—. Si se hiciera eso durante todo el día el tiempo tendría que pararse. Cuando regrese a mi tierra voy a poner un reloj de sol en el jardín. Y luego, los días que me sienta dichoso haré que un criado se ponga junto a él desde la mañana hasta la noche para cubrirlo con su sombra. Así no pasará el tiempo.

—Pero morirá con el calor —dijo Honda, poniéndose a un lado, para que la fuerte luz del sol restableciera la hora en el reloj.

—No, no —replicó Kridsada—, nuestros criados pueden aguantar un día entero al sol, sin que les cause el menor daño. A pesar de que el sol de nuestra tierra es probablemente tres veces más fuerte que éste.

El cutis de los príncipes, tan tostado por el sol, cautivó la imaginación de Kiyoaki. Pensó que tras aquella piel debía esconderse en el interior del hombre alguna especie de sombra espesa que daba vigor a estos jóvenes, como el lozano árbol da su sombra.

* * *

Tan sólo tuvo que hacer una referencia a la satisfacción que supondría un paseo por las colinas, para que los cuatro se dispusieran a iniciar la exploración antes que Honda pudiera limpiarse el sudor que le había provocado el calor en el jardín. Honda, además, estaba aturdido, viendo como el en otro tiempo indolente Kiyoaki tomaba la dirección en la empresa con semejante energía.

Cuando alcanzaron la loma les llegó la brisa del mar, maravillosamente fresca, que soplaba entre el sombreado pinar. Esto les hizo olvidar del sudor de la escalada, ante la vista panorámica de la playa de Yuigahama.

Kiyoaki les dirigió a lo largo de la senda estrecha que seguía la línea de la loma, y cuando pisaban vigorosamente en las hojas caídas del año pasado y chocaban con los helechos y la hierba de bambú que casi les cortaba el paso, sintieron todos la evidente energía de la juventud. Kiyoaki se detuvo y apuntó hacia el noroeste.

—Mirad allí. Desde aquí es donde únicamente se puede ver.

Un conjunto de casas ruinosas sobresalían en el valle que se extendía allá abajo, y más allá destacaba la figura del Gran Buda de Kamakura.

Todo en este Buda, desde los hombros hasta los pliegues de su manto estaba hecho a gran escala. La cara, de perfil, el pecho, parcialmente visible, y algo de las líneas graciosas de la manga que caía suavemente del hombro era lo fundamental de la visión. El sol caía sobre el bronce del hombro y proyectaba luces en el pecho de bronce. Se acercaba ya la puesta del sol y los rayos caían sobre los rizos de bronce recogidos en el cabello del Buda, resaltando cada uno como en relieve. El largo lóbulo de la oreja parecía colgar como una fruta madura de un árbol tropical.

Los príncipes sorprendieron a Honda y Kiyoaki cayendo de rodillas tan pronto como vieron la estatua. Sin ninguna consideración por los pantalones blancos recién planchados, se arrodillaron sin vacilar en las hojas húmedas del sendero y unieron las palmas de las manos en gesto de reverencia hacia la figura distante bañada por el sol del verano.

Los otros dos cambiaron una mirada rápida. Una fe así estaba tan lejos de su experiencia que ni siquiera habían pensado en que alguna vez tocara sus vidas. No es que tuvieran inclinación a burlarse de la devoción ejemplar de los demás, sino que comprendieron que estaban aquéllos en un mundo cuyos ideales y fe eran completamente distintos de los suyos.