Cuando se iban acercando las vacaciones del verano, algo ocurrió que turbó la atmósfera en el colegio. El príncipe Pattanadid perdió el anillo de esmeraldas. El asunto se puso muy serio cuando se hizo de conocimiento general que el príncipe Kridsada había dicho sin rodeos que el anillo había sido robado. El príncipe Pattanadid deseaba que el asunto se resolviera de la manera más pacífica posible, y reprendió a su primo por aquella rudeza. Sin embargo, era evidente que en su corazón también él creía lo del robo.
La acusación airada del príncipe Kridsada provocó la lógica respuesta de la Administración del colegio. Dijeron que semejante cosa era inconcebible. El revuelo consiguiente tomaría tales proporciones que los príncipes decidirían al final regresar a Siam. La cadenas de los acontecimientos que iba a ponerles en conflicto con el colegio empezó cuando el prefecto, tratando de ayudar lo más posible, les pidió que le dieran una versión de los hechos a partir del momento inmediato anterior a la desaparición del anillo.
La historia de uno y la de otro empezaron a diferir. Ambos estaban de acuerdo en que habían salido a dar un paseo por el campus a primeras horas de la tarde, que regresaron al dormitorio a la hora de la cena y que fue luego cuando descubrieron la pérdida. El príncipe Kridsada aseguraba que su primo había usado el anillo durante el paseo y luego lo había dejado en la habitación antes de la cena, afirmando, por tanto, que pudo ser robado durante esta ausencia. Pero el príncipe Pattanadid no estaba seguro sobre este punto, como evidenció la vaguedad de su declaración. Sí recordaba que había llevado el anillo en el paseo, pero confesó que no sabía si lo había dejado o no en la habitación durante la comida.
Era decisivo por consiguiente decidir si el anillo había sido robado o perdido. Luego, cuando el prefecto preguntó dónde habían estado en el paseo, se descubrió que los dos príncipes, atraídos por lo agradable de la tarde, habían saltado la valla y habían estado tumbados algún tiempo en la hierba, acto prohibido por las normas del colegio. Hasta el día siguiente, en una tarde tristona con aguaceros intermitentes, no se enteró el prefecto de lo sucedido. Decidió que sólo se podía hacer una cosa, y pidió a los príncipes que le acompañaran inmediatamente, para hacer una investigación minuciosa en la cima donde habían estado tumbados.
El montículo estaba en un ángulo del campo de ejercicios. Aunque era pequeño y sin importancia, el emperador Meiji se había dignado en una ocasión inspeccionar un desfile estudiantil desde su cima llana y cubierta de hierbas. Y así se había convertido para siempre en un recuerdo del acontecimiento. Había varios árboles sakaki consagrados al Sintoismo en la cima, uno de ellos plantado por el emperador en persona. Era el lugar más venerado, después del santuario.
Acompañados del prefecto, los dos príncipes volvieron a saltar la valla, esta vez a plena luz del sol, y treparon hasta la cima del montículo. La hierba estaba empapada por la llovizna y la tarea que emprendían de examinar una extensión de doscientas yardas cuadradas no iba a ser fácil. Como no parecía adecuado buscar sólo en el lugar donde habían estado tumbados, el prefecto decidió que se dividiera la zona en tres sectores. Y así, con la lluvia, ahora un poco más copiosa, cayéndoles en las espaldas, se dispusieron a investigar la hierba hoja por hoja.
El príncipe Kridsada hizo pocos esfuerzos por ocultar su aversión, y llevó a cabo su trabajo con cierta negligencia. El príncipe Pattanadid, sin embargo, de mejor natural, empezó la investigación con más ganas, reconociendo después de todo que se trataba de su anillo. Empezó por la ladera de su sector, y continuó hacia arriba con gran precisión.
Jamás había mirado con tanto detenimiento cada hoja de hierba. Era un trabajo de lo más penoso e inútil, pues a pesar de la montura en oro, su gran esmeralda sería prácticamente invisible en la hierba. La llovizna se convirtió en goterones, que descendían por el cuello hasta la espalda, como un recuerdo de los cálidos monzones de Siam. El verde claro de la hierba daba la ilusión de que había sol, pero en realidad el cielo permanecía nublado. De vez en cuando aparecían en la hierba pequeñas flores blancas, inclinadas bajo el peso de la lluvia. Una vez, el príncipe Pattanadid vio un punto resplandeciente bajo una hoja. Seguro de que su anillo no podía estar allí, volvió la hoja para encontrarse con un escarabajo pequeño y brillante, allí amparado para librarse del agua.
Mirando la hierba tan de cerca la imaginación la hizo crecer bajo su nariz, verde e inmensa, como las junglas de su patria en la estación de las lluvias. Con los ojos fijos en la hierba imaginaba las nubes, brillando blancas en el cielo azul claro de un lado, oscuro y amenazador en el otro. Creyó incluso escuchar el rugido violento de un trueno.
No era el anillo lo que le llevaba a realizar esfuerzo tan penoso, sino la esperanza de recuperar la imagen de la princesa Chan. Estaba a punto de llorar.
Un grupo de estudiantes camino del gimnasio pasaban provistos de paraguas y con los jerseys sobre los hombros. Los muchachos se pararon para mirar. Ya había corrido por el colegio la noticia de la pérdida del anillo, pero como los estudiantes consideraban afeminado que un hombre usara sortijas eran pocos los que sentían preocupación por aquella pérdida y la frenética búsqueda. Adivinaron el propósito, naturalmente, tan pronto como vieron a los dos príncipes buscando, manos y rodillas sobre la hierba húmeda. La acusación de robo del príncipe Kridsada había llegado a oídos de todos, que ahora aprovecharon la oportunidad para expresar su resentimiento con vituperios para los dos príncipes. Cuando advirtieron la presencia del prefecto quedaron perplejos. Él les pidió que se unieran a la búsqueda, pero ellos en silencio volvieron la espalda y se marcharon.
Los dos príncipes y el prefecto, cada uno trabajando desde un ángulo diferente, casi estaban ya en el centro del montículo, y así no quedaba duda alguna de que todos sus esfuerzos habían resultado infructuosos. Había cesado el aguacero y por entre las nubes asomaba algún rayo de sol. La hierba mojada brillaba y las sombras formaban extrañas figuras en el suelo.
El príncipe Pattanadid creyó ver el brillo inconfundible de una esmeralda en un bloque de hierbas, pero al posar las manos no encontró más que un puñado de tierra húmeda.
* * *
Más tarde, Kiyoaki se enteró de la historia. El prefecto había dado pruebas de buena voluntad ayudando cuanto le fue posible, pero no se podía negar que la búsqueda había supuesto una humillación innecesaria para los dos príncipes. La publicidad del incidente les proporcionó una buena excusa para empaquetar sus cosas y trasladarse al Hotel Imperial. Confesaron a Kiyoaki que habían resuelto regresar a Siam tan pronto como les fuera posible.
Cuando se enteró de esta noticia por su hijo, el marqués de Matsugae se sintió entristecido. Comprendía que permitir que los dos príncipes volvieran a su patria en aquellos momentos supondría dejar en ellos una cicatriz permanente. Durante el resto de sus vidas su actitud hacia el Japón estaría teñida de amargos recuerdos. Al principio trató de mitigar el antagonismo que existía entre ellos y el colegio, pero encontró que la postura de los príncipes se había endurecido hasta tal extremo, que quedaban pocas esperanzas de una mediación afortunada en aquellos momentos. Por tanto, esperó, convencido de que la primera cosa a realizar era persuadir a los príncipes de que no regresaran, y luego elaborar el mejor plan posible para suavizar la hostilidad.
Mientras tanto estaban acercándose las vacaciones del verano. Después de conferenciar con Kiyoaki, el marqués decidió invitar a los príncipes a la villa familiar junto al mar, una vez que terminaran los exámenes. Kiyoaki iría con ellos.