Tres días más tarde, cuando la cancelación de dos clases dejó a Honda una tarde libre, fue a presenciar una sesión de Audiencia del distrito, acompañado por un estudiante de Derecho, criado de su familia. Había estado lloviendo desde la mañana.
El padre de Honda era juez en la Corte Suprema, y dentro de su propia familia era un riguroso observador de los principios. Estaba muy satisfecho por la vocación de su hijo de diecinueve años, que se había inclinado hacia la carrera de Derecho, aun antes de ingresar en la Universidad. Por consiguiente su padre tenía motivos para pensar que su hijo le sucedería algún día pasado el tiempo. Hasta este año el puesto de juez había sido vitalicio, pero en abril había entrado en vigor una reforma a gran escala del sistema jurídico. Como resultado, más de doscientos jueces habían sido retirados o pedido ellos mismos el cese de sus cargos. El juez Honda, deseoso de mostrar solidaridad con sus antiguos y desafortunados amigos, había ofrecido dimitir, pero no le había sido aceptada la dimisión.
La experiencia sin embargo parecía haberle marcado de modo decisivo en su concepto de la vida, que a su vez afectaba a como había sido su relación más bien formalista con su hijo. A partir de entonces puso en él un calor y una generosidad que semejaba el afecto mostrado por un alto oficial al subordinado que se escogió para sucederle. El propio Honda estaba decidido a trabajar más duro que nunca en los estudios para tratar de ser merecedor de este favor sin precedentes.
El cambio de puntos de vista de su padre fue lo que permitió a su hijo asistir a las sesiones de la Corte, aunque todavía no era adulto. No llegó, naturalmente, tan lejos como para permitirle asistir a sus propias actuaciones, pero le dio permiso para acudir a todos los casos civiles o criminales que gustara, siempre que fuese acompañado por el joven criado, que también era estudiante de Derecho.
Su padre explicó que como toda su familiaridad con la Ley procedía de los libros, sería extremadamente valioso entrar en contacto con el verdadero proceso de la Ley en el Japón, y experimentarlo a un nivel práctico. El juez Honda se proponía algo más que esto, sin embargo. Para decir verdad, su principal preocupación era exponer a su hijo, de diecinueve años, todavía sensible, ante aquellos elementos de la existencia humana que aparecían con toda su cruda y sórdida realidad en la Corte criminal. Quería ver lo que Shigekuni podría sacar de semejante experiencia.
Era una experiencia peligrosa. Sin embargo, como el juez consideró siempre mayor peligro permitir a un joven el formar su carácter asimilando la descuidada conducta popular, las diversiones baratas y todo lo que pudiera agradar o atraer a los bajos instintos, se sintió confiado en las ventajas de este experimento educacional. Era una buena oportunidad, que al menos advertiría a Shigekuni de la mirada rígida y constante de la Ley. Vería todos los detritus de las pasiones humanas, procesados allí de acuerdo con las recetas de la Ley. Semejante laboratorio podría enseñar a Shigekuni mucho sobre la técnica del Derecho.
Honda se apresuró por los pasillos oscuros del Palacio de Justicia, hasta el Tribunal de lo Criminal del Distrito; camino iluminado sólo por la débil luz que se filtraba a través de la lluvia, que empapaba la hierba abandonada del patio. La atmósfera del edificio había absorbido la esencia del espíritu criminal. El lugar parecía demasiado siniestro para ser un palacio donde se suponía que brillaba la Ley.
Su depresión creció cuando su compañero y él tomaron asiento en la Sala. El estirado estudiante de Derecho que le había llevado hasta allí con tanta celeridad, se enfrascó en el libro de casos que había llevado consigo, como si hubiera olvidado por completo al hijo de su amo. Luego volvió la mirada indiferente al sitial del juez, la mesa del fiscal, el puesto de los testigos, el asiento de la defensa, y así sucesivamente. Aquel vacío le sorprendió como algo gemelo de su estado espiritual, en tarde tan tristona y húmeda.
Desde que Kiyoaki había confiado en él su secreto, Shigekuni, que había sido brillante y alegre, había experimentado un cambio. O más bien, la amistad entre él y Kiyoaki había sufrido una extraña desviación. Durante años, los dos habían tenido extremo cuidado de no inmiscuirse en la vida privada del otro. Pero ahora, desde hacía sólo tres días, Kiyoaki había acudido a él repentinamente, y como el enfermo que transmite su enfermedad a otro le había pasado a su amigo el virus de la introspección, de tal modo que Honda parecía mejor anfitrión para el virus que el mismo Kiyoaki. El primer síntoma importante de la enfermedad fue una vaga sensación de angustia.
Se preguntó qué iba a hacer Kiyoaki. ¿Era correcto en él, como amigo de Kiyoaki, no hacer más que permanecer ocioso, y dejar que las cosas siguieran su curso?
Mientras esperaba la apertura de la sesión meditaba sobre las reflexiones provocadas por su ansiedad, con la imaginación muy alejada del examen de los testigos que iban a declarar en el juicio.
«Si yo actuara como un verdadero amigo —pensaba—, ¿no sería mejor persuadirle de que olvidase a la señorita Satoko? Hasta ahora yo creía lo mejor, como amigo suyo, no inmiscuirme en sus problemas, por respeto a su elegancia espiritual. Pero ahora que me lo ha contado todo el otro día, ¿no debería yo intervenir, como tengo derecho a hacer dentro de una relación amistosa normal, y hacer cuanto pueda por librarle del peligro claro que le está amenazando? Además, creo que no debería retroceder, aunque él se resintiera tanto que rompiera nuestra amistad. Dentro de diez o veinte años entenderá por qué lo hice. Y aunque no llegue a entenderlo nunca, jamás me arrepentiría yo de haberle ayudado».
«No hay duda —siguió pensando— que se encamina a la tragedia. Sería hermoso, por supuesto, pero ¿es justo que sacrifique su vida a semejante belleza tan fugaz como un pájaro en vuelo visto desde una ventana? Sé lo que tengo que hacer. A partir de ahora voy a prescindir de todas las cautelas, para comportarme como un amigo. Y le guste o no he de hacer algo para derramar agua fría sobre esa rabiosa pasión suya. Pondré en juego todas mis fuerzas para impedir que realice su fatal destino».
* * *
El esfuerzo producido por esta acometida febril de pensamientos hizo que a Honda le doliera la cabeza. Ya no le era posible seguir allí esperando el comienzo del juicio por el que había perdido interés. Deseaba salir inmediatamente, correr hasta la casa de Kiyoaki y esgrimir todos los razonamientos a su alcance para persuadirle a cambiar de propósitos. Comprender que esto era imposible dio origen a una nueva ansiedad que incrementó su desconcierto.
Miró a su alrededor y notó que todos los asientos estaban ya ocupados. Ahora comprendía por qué el criado le había llevado tan temprano. Entre los asistentes había jóvenes con aspecto de estudiantes de Derecho, monótonos hombres y mujeres de mediana edad, y periodistas que iban y venían con evidente urgencia. Observó como los que sólo habían ido atraídos por una curiosidad vergonzante ocultaban su interés tras las máscaras de sobria urbanidad, acariciándose el bigote, pasando el tiempo con un cortés movimiento de abanico, usando las uñas largas de los meñiques para hurgarse en los oídos. Era una visión instructiva, que más que ninguna otra cosa vista anteriormente le abría los ojos a la falsa moral de «yo no estoy en peligro de cometer pecado». Cualquiera que fuese su futuro, estaba decidido a no caer nunca en postura tan hipócrita.
Las ventanas estaban cerradas, por la lluvia, dejando penetrar por entre ellas una luz escasa que caía sobre lo espectadores como una capa de polvo gris. Sólo estaban exentas las viseras negras y brillantes de las gorras de los guardias.
La entrada de la acusada alzó un diluvio de comentarios. Flanqueada por dos guardias y vestida con el uniforme de la prisión, se dirigía al banquillo de los acusados. Honda intentó verla cuando pasaba, pero era tal el revuelo, los movimientos, las idas y venidas de los espectadores, que sólo alcanzó a ver unas mejillas blancas, con visibles hoyuelos. Luego, ya ella en el banquillo, todo lo que pudo ver fue que tenía el pelo hacia atrás, cogido con el típico moño usado por las presas. Aunque se echó hacia adelante respetuosamente, notó que había una pequeña señal de tensión nerviosa en la forma adoptada por los macizos hombros bajo el uniforme.
El abogado de la defensa había entrado ya, y todos esperaban la llegada del fiscal y del juez.
—Sólo un vistazo, joven amo. ¿Diría usted que es una asesina? —dijo el joven estudiante con un susurro—. Es cierto eso que se dice que es imposible calificar un libro por la cubierta.
El ritual comenzó cuando el juez que presidía hizo las habituales preguntas a la acusada sobre su nombre, dirección, edad y condición social. La Sala estaba tan callada que Honda imaginó que podía oír el rasgueo nervioso de la pluma del funcionario que tomaba notas del acto.
—Sala 25 de Nihonbashi, ciudad de Tokio. Plebeya. Tomi Masuda —replicó la mujer con voz clara y firme, pero tan baja que el auditorio se inclinó hacia adelante como una sola persona, temerosos de perderse algo cuando el testimonio tocara cuestiones cruciales.
Las respuestas llegaban con normalidad hasta que la acusada confesó su edad. Entonces, intencionadamente o no, vaciló. Ante la insistencia de su abogado, dijo en voz más alta:
—Tengo treinta y un años.
En ese momento volvió la cabeza hacia el abogado, y Honda pudo captar su perfil, sus ojos grandes y claros y algunos mechones de pelo cayéndole en las mejillas.
Los espectadores miraban a la mujer con fascinación, como si fuese el cuerpo blando y transparente de un gusano de seda que en cierto momento había expulsado de su interior un hilo de inconcebible maldad. Su más ligero movimiento les hacía imaginar las manchas de sudor en los sobacos bajo el uniforme, sus pezones endurecidos por el temor, su trasero más bien tosco y poco frío. Aquel cuerpo había hilado hebras sin número, hasta que esas mismas hebras lo estaban envolviendo en un siniestro capullo. Para los espectadores existía una correspondencia particularmente íntima entre su cuerpo y su crimen. Para el hombre medio, llevado por sus fantasías, no hay nada más deliciosamente tentador que la contemplación desde una distancia segura del mal, expuesto en sus causas y sus efectos. Si aquella mujer hubiera sido delgada, también su delgadez habría despertado idénticas emociones en aquel auditorio. Pero era rolliza. Satisfechos, convencidos de que ella era nada menos que el mal encarnado, pusieron ávidamente en juego sus poderes de la imaginación, deteniéndose con deleite en todos los detalles, hasta en las gotas de sudor que estaban seguros resbalaban por sus pechos.
Los escrúpulos de Honda no le permitían seguir los sucios pensamientos de la multitud, completamente claros para él a pesar de su juventud. Centró toda su atención en el testimonio de la acusada, cuando contestaba a las preguntas del juez. Su relato llegaba ahora al asunto fundamental.
Su forma de contar era confusa, pero quedaba claro que la cadena de acontecimientos, previos a este crimen pasional, se había desarrollado inexorable, de una forma que tenía que llevar inevitablemente a la tragedia.
—¿Cuándo comenzó usted a vivir con Matsukichi Hijikata?
—Yo… Fue el año pasado, señoría. Lo recuerdo muy bien. El cinco de junio.
Su memoria hizo reír al auditorio, pero los guardias se encargaron de poner orden en seguida.
Tomi Masuda, camarera, se había enamorado de un cocinero, Matsukichi Hijikata, que trabajaba en el mismo restaurante. Se trataba de un viudo que había perdido recientemente a su esposa. Estimulada por el afecto, había empezado a cuidar de él, y por fin decidieron iniciar una nueva vida juntos. Hijikata no dio señales de querer arreglar aquella unión de manera oficial, y después que montaron la casa se dedicaba, cada vez con mayor intensidad, a perseguir a otras mujeres. Hacia finales del año anterior hizo amistad con una camarera que trabajaba en una posada llamada «Kishimoto», en el mismo distrito de Hama. Aunque Hidé, que así se llamaba, tenía veinte años, era poco lo que sabía sobre hombres. Las noches de Hijikata fuera de casa se hicieron cada vez más frecuentes. Por fin, en primavera, Tomi visitó a Hidé y le suplicó que dejara a su hombre. Hidé la trató con desprecio, y Tomi, incapaz de controlar su furia, la mató.
Este era el triángulo que determinó la violencia. Un caso común, sin ninguna característica particular. No obstante, del examen minucioso de las declaraciones salieron a la luz muchos elementos nuevos, algunos auténticos y sin duda impredecibles.
La mujer se había encontrado con un hijo sin padre, ahora con ocho años de edad, que había quedado a cargo de unos parientes en su pueblo natal, pero que ella había pedido que se lo enviaran a Tokio, para que pudiera asistir a un colegio. Aunque esperaba utilizar al muchacho de móvil para que Hijikara sentara la cabeza, Tomi estaba ya desde antes embarcada en el navío inevitable que la convertiría en asesina.
Su declaración llegó a los acontecimientos de aquella noche:
—No, señoría. Si Hidé hubiera estado allí esa noche, todo se habría arreglado. Sé que no habría sucedido esto. También se habría arreglado todo si aquella noche hubiera tenido un catarro o algo que la hubiera detenido en cama, cuando fui al «Kishimoto» para verla. El cuchillo que utilicé es el mismo que Matsukichi usa para cortar el sashimi. Es un hombre orgulloso de su trabajo y posee toda clase de buenos cuchillos. Suele decir que para él son como la espada de un samurai, y nunca consiente que ninguna de las mujeres los toque. Siempre los afila él mismo con todo cuidado. Cuando yo empecé a tener celos de Hidé, él los escondía en alguna parte pensando que eran peligrosos. Cuando me di cuenta de sus pensamientos me puse furiosa. Solía hacer chistes sobre ello, pretendiendo amenazarle. «No necesito ninguno de tos cuchillos», solía decirle; «hay otros muchos de los que puedo echar mano, ¿comprendes?». Un día, después que Matsukichi faltaba ya de casa mucho tiempo, estaba yo limpiando un gabinete y de pronto me encontré un paquete con los cuchillos. Lo que más me sorprendió, señoría, fue que casi todos estaban cubiertos de herrumbre. Al verlo comprendí lo absorto que estaría por Hidé, y empecé a temblar de rabia con uno de los cuchillos en la mano. En aquel mismo momento llegó del colegio mi hijo, y me fui calmando poco a poco. Después pensé que tal vez si yo cogía su cuchillo favorito, el que usa para cortar sashimi, y lo llevaba a afilar, Matsukichi lo agradecería, pensando que yo era una verdadera esposa. Lo envolví en un paño y cuando salía me preguntó mi hijo que adónde iba, y yo le contesté que a un recado, que regresaría pronto y que él fuera bueno y cuidara de la casa durante mi ausencia. Luego dijo: «No me importa si no vuelves. Puedo volver a mi escuela del pueblo». Estas palabras supusieron para mí una tremenda sacudida, y cuando me detuve a preguntarle a qué se debía aquello, averigüé que los chicos de la vecindad se estaban burlando de él diciéndole: «Tu viejo no podía soportar el mal humor de tu madre y se fue». Probablemente los chicos habían oído los comentarios que sus padres hacían acerca de nosotros. Mi hijo deseaba separarse de una madre que se había convertido en el hazmerreír de todos, y volver con sus padres adoptivos al pueblo. De pronto me puse tan furiosa que le golpeé la cara. Cuando salí corriendo de la casa le oía llorar detrás de mí.
Según el testimonio siguiente, Tomi no estaba pensando en Hidé en aquel momento, sino que corría por las calles con un solo propósito: afilar el cuchillo. El afilador tenía otros trabajos que hacer, pero ella decidió esperar. Después de más de una hora de espera, al final se lo afiló. Cuando salió de la tienda no pensó en regresar a casa y giró casi involuntariamente en dirección de la posada de «Kishimoto».
Poco antes, Hidé había regresado después de pasar toda una noche con Matsukichi y ser amonestada por la esposa del dueño por haber abandonado el trabajo. Ella se excusó con lágrimas en los ojos, tal como la había aleccionado Matsukichi. Pocos minutos después llegó Tomi a la posada, y pidió hablar con Hidé un momento fuera. Hidé salió y se mostró sorprendentemente cordial. Acababa de cambiarse de kimono y estaba muy elegante con los pliegues sueltos rozando lánguidamente el suelo, al estilo de las prostitutas caras.
—Acabo de hacer ahora mismo una promesa. A partir de este momento no volveré a hacer caso a ningún hombre —dijo.
Tomi se sintió feliz al oír esto, pero poco después Hidé, sonriendo, despojó a sus palabras de todo significado con una ulterior observación:
—Pero no sé si seré capaz de cumplir la promesa durante más de tres días.
Haciendo un gran esfuerzo, Tomi la invitó a tomar una copa en un establecimiento de la ribera del río Sumida. Tomi puso todo su empeño en hablarle como si fuera su hermana mayor, pero Hidé no le hizo caso. Su reacción fue una sonrisa irónica. Al final, cuando el saké la llevó a extremos melodramáticos, Tomi bajó la cabeza en ademán de súplica, pero la mujer se retiró con desprecio. Habían estado hablando más de una hora y estaba oscureciendo. Hidé se incorporó para irse, diciendo que el jefe volvería a enfadarse con ella si no regresaba en seguida.
Después que dejaron el bar, Tomi aseguraba que no sabía por qué caminaron por un lugar desierto y mal iluminado junto al río. Admitió que quizá cuando agarró el kimono de Hidé, tratando de hacer que se quedara, ésta empezó a caminar en esta dirección para huir. De todos modos, Tomi negó que tuviera ninguna intención de llevarla hasta allí con el propósito de matarla.
Después de caminar un rato, Tomi empezó a razonar otra vez, pero Hidé sólo rió. Resplandecía el blanco de sus dientes, aunque no quedaba más que un débil reflejo en la superficie del Sumida, para aliviar la oscuridad que envolvía a las dos.
—Es inútil que sigas así —replicó Hidé al final—. No me extraña que Matsukichi esté tan harto de ti.
Este, según Tomi, fue el momento decisivo. Siguió describiendo sus reacciones:
—La sangre inundó mi cabeza. No sé cómo describirlo exactamente… Me sentí como un bebé que llora desesperado en la oscuridad, agitando brazos y piernas porque no tiene palabras para decir que necesita algo o que algo le está lastimando. De algún modo, cogí el cuchillo, y el cuerpo de Hidé cayó en la oscuridad. Es de la única forma que puedo explicarlo.
Sus palabras habían sido tan vivas que la multitud que llenaba la sala, y Honda con ellos, creyó ver un fantasma agitando desesperadamente brazos y piernas.
Cuando terminó, Tomi Masuda se cubrió la cara con las manos y sollozó. Los hombros bajo el uniforme de la prisión parecían más patéticos, por ser gruesos. Los espectadores parecían cambiar gradualmente de una curiosidad abierta a algo más.
La lluvia seguía cayendo fuera y sumía el patio en una luz pálida que parecía centrarse sobre Tomi Masuda. Permanecía como si fuera el único ejemplar de todas las complejas pasiones del ser humano que vive, respira, sufre y llora de dolor. Hasta unos momentos antes el auditorio no había visto más que una mujer de treinta y un años, gruesa y sudorosa. Pero ahora, con la respiración abatida y los ojos inmóviles, contemplaban a un ser humano atormentado por sus sentimientos, retorciéndose como un pez vivo en la playa.
Ella no tenía ninguna protección contra aquellas miradas. El crimen que cometiera en la oscuridad había tomado forma en ella para revelarse ante los ojos de aquella multitud. Era el retrato vivo del crimen, más que ninguna otra consideración de buenas intenciones o escrúpulos morales, lo que había impresionado al auditorio con fuerza tan convincente. La revelación de Tomi Masuda sobrepasó con mucho la actuación de la más diestra de las actrices, que después de todo no habrían hecho más que ella. Parecía como si el mundo entero se hubiera convertido en un auditorio gigante. Su abogado, que estaba junto a ella, parecía demasiado decaído para poder ayudarle. Ella estaba allí, baja y rechoncha, con nada para mitigar su tristeza, sin peinetas en el cabello, ni joyas, ni un kimono elegante que llamara la atención de los hombres. Sin embargo, el hecho de ser criminal era bastante para hacerles verla como mujer.
—Si tuviéramos aquí, en Japón, el sistema de jurados, éste es un caso en que podrían dejarla salirse con la suya —dijo el estudiante al oído de Shigekuni—. ¿Qué se puede hacer con una mujer como ésta?
Shigekuni estaba pensando. Una vez que entraba en movimiento según sus propias leyes la pasión era irresistible. Esta era una teoría que nunca sería aceptada por las leyes modernas, que consideran evidente que la conciencia y la razón gobiernan al hombre.
Luego sus pensamientos pasaron a cosas más personales. Aunque había acudido para presenciar el juicio como un espectador ajeno al drama, estaba fascinado. Al mismo tiempo había comprendido algo: jamás caería en aquella pasión acalorada que había llevado al crimen a Tomi Masuda.
Fuera el cielo se había iluminado algo más, y la lluvia convertido en desapacibles aguaceros. Las gotas de lluvia en las ventanas brillaban con el sol.
Esperaba que su razón sería siempre como aquella luz. Pero parte de él sería arrastrada irresistiblemente por la oscuridad de la pasión humana. Negrura que era fascinación. Kiyoaki también era fascinación, que parecía subir hasta conmover el fundamento de la vida, pero que en vez de ser portador de salud llevaba en sí las semillas de la tragedia irreversible.
Honda decidió ahora no interferirse con Kiyoaki, por el momento.