XXVIII

La visita de Kiyoaki fue un acontecimiento tan extraño, que Honda no sólo pidió a su madre que invitara a su huésped a quedarse para la cena, sino que dejó el trabajo preparatorio de los exámenes de ingreso, que normalmente le ocupaban toda la tarde. La llegada de Kiyoaki, en cierto modo, cargó de expectación la atmósfera apacible de la casa.

Durante el día había estado el sol cubierto por las nubes. Por la tarde, el calor sofocante no había disminuido de manera apreciable. Cuando se sentaron a hablar, los dos jóvenes vestían kimonos ligeros de verano.

Honda había tenido la premonición de la visita de Kiyoaki, pero en modo alguno estaba preparado para lo que iba a venir. Tan pronto como Kiyoaki empezó a hablar, Honda quedó perplejo, al darse cuenta que el joven que se sentaba a su lado, en el viejo sofá de cuero del salón de recepciones, era alguien radicalmente distinto del Kiyoaki que había conocido antes. Nunca le habían brillado los ojos tan alegremente. Eran los ojos de un adulto mundano. A pesar de todo, Honda estaba muy contento de que Kiyoaki hubiera contado con él para confiarle sin reservas lo que era un secreto de las más serias consecuencias. Honda había estado esperando un gesto así desde hacía mucho tiempo, sin la más ligera presión por su parte. Reflexionando, comprendió que Kiyoaki había guardado sus secretos ante su amigo mientras no había habido sino sus propias luchas internas, pero ahora que era algo grave y una fechorías, se había abierto del todo en un impetuoso torrente de palabras. Considerando la gravedad de la confesión y la confianza ilimitada que implicaba, Kiyoaki no podía haberle dado mayor satisfacción. Al estudiar a su amigo encontró un Kiyoaki maduro, parte de cuya belleza juvenil había desaparecido de sus facciones. Ahora actuaba con la determinación de un joven apasionado, y sus palabras y gestos estaban libres de cualquier incertidumbre.

Era la imagen de un hombre orgulloso de su conquista. Cuando contaba la historia a Honda, las mejillas se le encendían de rubor, le brillaban los dientes y la voz firme y clara hacía una pausa. Se adivinaba con toda evidencia su nueva bizarría, incluso en el movimiento de las cejas.

—Escuchándote se me ha ocurrido algo singular, no sé por qué —dijo Honda—. Un día que estábamos charlando los dos, no estoy seguro cuándo, me preguntaste si recordaba algo de la guerra ruso-japonesa. Y luego, en tu casa, me enseñaste un álbum con fotos de guerra. Recuerdo que me dijiste que la que más te gustaba era la que llevaba el pie de «Proximidades del Templo de Tokuri: servicios en memoria de los muertos en la guerra», una foto extraña en la que todos los soldados parecían actores en una enorme procesión. Entonces me llamó la atención aquello que consideré una rara preferencia para ti, puesto que tenías muy poca afición a cuanto oliera a vida militar. De todos modos, cuando te escuchaba ahora, me ha venido a la memoria el recuerdo de aquella polvorienta llanura de la foto, que de algún modo parecía ligada a tu maravillosa historia amorosa.

Honda se había sorprendido a sí mismo. Estaba perplejo, no sólo por la oscuridad de lo que había dicho y el fervor de sus palabras, sino también por la admiración que sentía hacia la atrevida desconsideración de Kiyoaki por las órdenes y preceptos. Elegirle precisamente a él, a Honda, que desde hacía mucho tiempo había decidido hacerse hombre de leyes.

Entraron dos criados con mesitas, sobre las que habían colocado las respectivas cenas. Su madre había arreglado así las cosas, a fin de que pudieran comer y hablar como amigos sin la menor coacción. En cada mesita había una botella de saké, y Honda le ofreció de la suya.

—Mi madre estaba preocupada. No sabía qué te parecería la comida que te servimos, tú que estás acostumbrado a manjares más exquisitos —observó, dando a la conversación un tono familiar.

Se sintió feliz al ver que Kiyoaki empezaba a comer como si encontrara aquella comida muy de su agrado. Así, durante un rato los dos jóvenes dejaron de hablar, y se entregaron al saludable placer de la comida.

* * *

Disfrutando ese breve silencio que sigue a una buena comida, Honda se preguntó por qué después de oír a su compañero de clase confesar una hazaña tan romántica se había sentido tan feliz, sin el menor sentimiento de celos o envidia. Se sentía vivificado con ello, como un jardín junto al lago se siente cargado de humedad durante la estación de las lluvias.

—Bueno, ¿qué piensas hacer? —preguntó rompiendo el silencio.

—No tengo la menor idea. Soy tardo para empezar, pero una vez que comienzo no soy persona que se quede a medio camino.

Honda le miró con los ojos muy abiertos. Jamás había soñado que podría oír a Kiyoaki decir semejante cosa.

—¿Quieres decir que intentas casarte con Satoko?

—Eso es imposible. La sanción ha sido ya otorgada.

—Pero tú has violado la sanción. ¿Por qué no puedes casarte con ella? ¿No podríais desaparecer los dos, marcharos al extranjero y casaros allí?

—Tú no lo entiendes —contestó. Luego guardó silencio, y por primera vez aquel día Honda adivinó la antigua melancolía de Kiyoaki en las arrugas que repentinamente aparecieron en su frente.

Quizá había confiado demasiado, y ahora que lo había visto notó que una ligera inquietud proyectaba sombras sobre su regocijo. Mientras miraba fijamente al perfil de su amigo, cuyas líneas elegantes y delicadas superarían al artista más diestro, se preguntó qué esperaba Kiyoaki conseguir de la vida.

Kiyoaki cogió sus fresas, se levantó del sofá y fue a sentarse ante la mesa escrupulosamente ordenada donde trabajaba Honda. Colocó los codos en la austera superficie, y empezó a girar el sillón de un lado a otro. Mientras lo hacía se dejó caer sobre los codos, suavizó la postura de la cabeza y relajó el torso, asomando el pecho desnudo por el cuello abierto del kimono. Después empezó a abrir las fresas una tras otra, metiéndolas despacio en la boca. Era un alarde de malos modales, demostrativos de lo contento que estaba por haber escapado del riguroso protocolo de su casa. Derramó algo de azúcar sobre la piel desnuda del pecho, pero la limpió sin el menor signo de embarazo.

—Vas a atraer a las hormigas —exclamó Honda riendo, con la boca llena de fresas.

Los párpados delicados de Kiyoaki, ordinariamente pálidos, estaban encendidos, gracias al saké. Mientras seguía girando la silla de un lado a otro, con los brazos desnudos y todavía colocados sobre la mesa, dio un vaivén demasiado rápido y el cuerpo se le dobló de manera extraña, como si le hubiera atacado de súbito algún dolor, del que no se daba cuenta.

No había error en la mirada distante de aquellos ojos. Peleando con su yo habitual, Honda sintió de pronto un deseo cruel de herir a su amigo, un impulso urgente de levantar la mano para destruir la reciente sensación de felicidad de Kiyoaki.

—Pues bien, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Has pensado siquiera en el resultado de todo esto?

Kiyoaki alzó los ojos y le miró fijamente. Honda no había visto nunca una mirada tan ardiente y a la vez tan triste.

—¿Por qué he de pensar en ello?

—Porque todas las personas que andan alrededor tuyo y de la señorita Satoko se están moviendo lenta pero inexorablemente hacia un desenlace. ¿No te das cuenta que no podéis andar revoloteando como dos libélulas haciéndose el amor?

—Sé que no podemos —replicó Kiyoaki con sequedad y mirando a otra parte, como si examinara con interés las sombras de los rincones de la habitación, de las estanterías con libros, de la papelera de mimbre. Sombras que caían en el estudio sencillo y funcional de Honda, noche tras noche, insidiosas como las emociones humanas, en busca de un lugar donde acechar.

Honda le observaba sorprendido. Las graciosas cejas de Kiyoaki semejaban arcos elegantes. Parecían con fuerza suficiente para refrenar cualquier expresión. Las imaginó guardianes de los ojos oscuros, vigilante leal de las miradas de su amo, donde quiera que fuesen, como criados impecables.

Honda decidió exponer con claridad algo que había ido tomando forma en su imaginación.

—Hace poco —empezó— dije algo muy raro. Me refiero al recuerdo de la foto de la guerra ruso-japonesa, cuando me estabas hablando sobre la señorita Satoko y tú. Me pregunto por qué se me ocurriría tal cosa, y ahora que he reflexionado sobre ello un poco creo tener la respuesta. La edad de las guerras gloriosas terminó con la era Meiji. Hoy todas las historias de las guerras pasadas han sido reducidas al nivel de los relatos que oímos a los suboficiales de mediana edad en el colegio militar, y las exageradas narraciones bélicas de los granjeros alrededor de la lumbre. Ahora no hay muchas oportunidades de morir en el campo de batalla. Pero ahora que las antiguas guerras han acabado, ha dado comienzo una nueva era: la de las emociones. Una clase de guerra que no se puede ver, sólo sentir. Una guerra, por tanto, que los estúpidos y los insensibles no advertirán. Pero ha empezado en serio. Los jóvenes elegidos para hacer esa guerra han empezado ya la pelea. Y tú eres uno de ellos. De eso no hay la menor duda. Y lo mismo que en las guerras antiguas, habrá también bajas en esta guerra de emociones, creo yo. Es el sino de nuestra edad, y tú eres uno de nuestros representantes. ¿Qué dices a todo esto? Tú estás resuelto a morir en esta nueva guerra, ¿no?

La única respuesta de Kiyoaki fue una sonrisa vacilante. En aquel momento, una fuerte brisa, húmeda de la lluvia, penetró por la ventana y les refrescó la frente. Honda estaba perplejo por el silencio de Kiyoaki. ¿Era la respuesta tan obvia que no necesitaba palabras? ¿O las suyas habían impulsado la imaginación de su amigo, que luchaba por ordenar una respuesta sincera? Tenía que ser una de estas dos cosas.