XXVII

Pasaron tres días. La lluvia no cesaba. Después de clase, Kiyoaki fue a la posada de Kasumicho, disimulando el uniforme del colegio bajo la gabardina. Había recibido un mensaje de Tadeshina, en el sentido de que hoy sería la única oportunidad de Satoko para escapar de casa, pues sus padres estarían fuera.

Incluso después de ser llevado a la pieza trasera de la posada por el dueño, Kiyoaki vaciló antes de quitarse la gabardina. Notándolo, al servirle el té, el anciano le dio seguridades en estos términos:

—Le ruego que se ponga completamente cómodo, señor. No hay nada que temer de una persona como yo, que ha renunciado al mundo.

El posadero le dejó solo. Miró toda la habitación. Una cortina de bambú cubría la ventana desde la que había mirado el segundo piso la vez pasada. Las ventanas estaban cerradas para evitar que entrara la lluvia, y un calor húmedo y opresivo dominaba la estancia. Cuando abrió una caja de laca que había sobre el pupitre vio en su interior gotas de humedad.

Supo que Satoko había llegado cuando oyó el susurro de su ropa y las voces que llegaban del otro lado de la puerta corrediza Genji.

Se abrió el panel y Tadeshina hizo una profunda reverencia. Luego, sin decir una palabra, hizo que Satoko entrara en la habitación y rápidamente volvió a cerrar el panel. Antes que la puerta corrediza acabara de cerrarse, brilló en su cara el blanco de sus ojos inquietos. Era sofocante el mediodía dentro de la habitación.

Satoko se sentó en el suelo de tatami delante de Kiyoaki con las rodillas juntas. Tenía la cabeza inclinada, y ocultaba la cara con un pañuelo, dejando que la otra mano descansara en el suelo. El cuerpo estaba inclinado de forma que el blanco de la nuca brillaba como uno de esos pequeños lagos que se encuentran a veces en las montañas.

Él se sentó frente a ella en silencio. Se sentía como si le cayese encima a chorros la lluvia que sonaba en el tejado. Le costaba trabajo creer que hubiera llegado aquel momento. Satoko no podía hablar. Era él quien la había llevado a semejante situación. Había sido su más ferviente esperanza verla reducida a este estado, privada del poder que le concedía su mayor edad, incapaz de pronunciar aquellas pequeñas homilías a que era tan aficionada, propicia sólo a las lágrimas silenciosas. En este momento sentía una irresistible atracción por ella, pero no sólo porque fuera el galardón precioso que finalmente tenía a su alcance; sino porque era lo prohibido, lo manifiestamente inalcanzable, lo proscrito. La quería de esta forma y no de otra. Ella misma, por otro lado, siempre había deseado mantenerse lejos, jugando a dejarse querer. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Ella podía haber escogido en cualquier momento la postura maravillosa de la amada, pero siempre había preferido el papel falso de hermana mayor, acariciándole incluso, pero con aquella condescendencia que él tanto odiaba.

Ahora comprendió la fuerte resistencia que opuso cuando su padre le propuso introducirle en el mundo de las mujeres de Yoshiwara. Del mismo modo que se perciben los movimientos de la crisálida dentro del capullo, así había él adivinado siempre la destilación gradual de cierta esencia inefable dentro de Satoko. Él sólo podía entregar su pureza a aquella esencia, y a partir de ese momento un alborotado resplandor empezaría a inundar el mundo de la negra melancolía que le tenía aprisionado.

El refinamiento adquirido durante la niñez, bajo la tutela del conde de Ayakura, se convertía en un cordón de seda en sus manos, en un dogal para la inocencia de Satoko. Al fin había encontrado un uso válido para la soga, cuya finalidad le había desconcertado tanto tiempo.

Estaba seguro de su amor por Satoko. Y así se adelantó de rodillas y la cogió de los hombros. Notó su resistencia, y esta repulsa a sus dedos le llenó de extraña satisfacción. Era una resistencia a gran escala, un ritual con significado cósmico. Los hombros suaves que suscitaban su deseo, se le oponían con una fuerza equivalente al peso de la sanción imperial. Por esta razón tenía el poder de enloquecerle, haciendo que los dedos le dolieran. Su cabello fragante, negro como el azabache, cuidadosamente peinado, tenía un brillo que mirado de cerca hacía pensar en una noche de brillante luna llena.

Acercó la cara a la mejilla. Sin palabras, ella empezó a mover la cabeza, en un intento por apartarle, pero su lucha era tan mecánica que él comprendió que no la sentía en el corazón, que le era impuesta desde el exterior. Echó a un lado el pañuelo y trató de besarla, pero aquellos labios que tan voluntariamente se le habían ofrecido una mañana nevada de febrero, se resistieron ferozmente, y al fin se ocultaron en el cuello del kimono.

El golpear de la lluvia se hacía más intenso. Sin soltarla, se detuvo para calcular la fuerza de sus defensas. El kimono de cuello bordado con un friso de cardos de verano, estaba castamente recogido en la garganta, revelando sólo un pequeño triángulo de piel. Su obi, ancho y bien ajustado a la cintura, estaba frío y difícil de tocar, como la puerta que impide la entrada a un santuario, y en su centro resplandecía un broche dorado. Su cuerpo despedía el aroma cálido de la carne joven. Una cálida brisa le llegaba a la cara desde las amplias mangas del kimono.

Quitó una mano de su espalda y cogió con fuerza la barbilla, que sintió como una pequeña y redonda pieza de marfil. Tenía la nariz humedecida por las lágrimas. Estaba pues en condiciones de besarla.

De repente ella pareció presa de un fuego misterioso, parecido a la llama de una estufa que toma fuerzas cuando se abre una puerta. Ella tenía libres ambas manos, y presionó con ellas las mejillas de Kiyoaki, queriendo separarle, pero sus labios permanecían sobre los de él. Como consecuencia de aquella resistencia, sus labios, con suavidad increíble que embriagaba, seguían rozando a un lado y luego al otro los labios de Kiyoaki. Su resolución de resistencia se estaba derritiendo como un trozo de azúcar en una taza de té caliente, y ya se había iniciado este fenómeno maravillosamente dulce.

Él no tenía la menor idea de cómo se desabrochaba el obi de una mujer. El broche rigurosamente apretado en la espalda desafiaba los esfuerzos que él hacía con los dedos. Pero cuando él palpaba a ciegas, tratando de soltarlo por la fuerza, ella acudió con sus manos, y mientras quería dar a entender que luchaba por defenderse, la verdad es que iba guiándole sutilmente en una dirección más acertada. Los dedos de ambos quedaron enredados unos momentos, y cuando el cierre cedió de repente el obi se aflojó con un crujido de sedas y se apartó del cuerpo como si tuviera vida propia. Fue el principio de un revuelo de movimientos incontrolables. El kimono revoloteó como un pájaro herido cuando él lo rasgó frenéticamente por la parte de seda que cubría los pechos. Delante de los ojos tenía el diminuto y bien guardado triángulo de piel blanca bajo la garganta. No hubo una sola palabra de protesta. No había posibilidad de distinguir si se trataba de una resistencia silenciosa o de una seducción también silenciosa. Parecía estarle atrayendo, al tiempo que le repelía. Sin embargo, él tuvo la sensación de que la fuerza de su asalto sobre aquella fortaleza no era totalmente suya.

¿Cuál era la fuente, entonces? Al mirarle la cara, vio que su pasión era inconfundible. Le estaba sosteniendo la espalda con una mano, y él advirtió que ella se apoyaba con fuerza aunque con sutileza, hasta que, como si abandonara toda resistencia, se dejó caer de espaldas en el suelo.

Separó las faldas del kimono y empezó a echar a un lado la seda estampada de sus enaguas de Yuzen, en una deslumbrante maraña de modelos calados. La visión lejana de sus muslos envueltos en pliegues y pliegues de seda le arrastraba. Cierto broche secreto y oculto mantenía firmes los obstáculos con que estaba luchando, mientras la respiración era cada vez más irregular.

Finalmente se fue acercando cada vez más a su cuerpo, a los muslos, que tenían el brillo débil del alba en el horizonte. Ella alzó las manos y le ayudó. Esta amabilidad estropeó aquel momento. Todo acabó.

* * *

Los dos permanecieron uno al lado del otro, sobre el suelo de tatami, mirando el techo. La lluvia era ya torrencial y seguía golpeando en el tejado. El fuerte latir de sus corazones no se había apaciguado. Kiyoaki sentía una felicidad que superaba no sólo su agotamiento momentáneo, sino hasta la idea triste de que algo había llegado a su final. Una sensación de sentimientos compartidos pesaba sobre ellos. Tan palpable como las sombras que se iban formando gradualmente en la habitación. Creyó oír la débil tosecilla de la anciana, que se aclaraba la garganta al otro lado del panel Genji. Cuando él se disponía a incorporarse, Satoko le detuvo, sujetándole suavemente por el hombro.

Sin una palabra, dispersó todo vestigio de remordimiento. A él le llenó de satisfacción seguirla. A partir de ese momento no había nada que no pudiera perdonarle.

Él era joven. Su deseo se reavivó rápidamente, y esta vez ella condescendió y todo se desarrolló suavemente. Bajo su guía femenina y segura, él sintió que habían desaparecido todas las barreras, y que había encontrado un mundo rico y nuevo. Con el calor de la habitación, él había ido despojándose poco a poco de toda la ropa, y ahora notaba el contacto de la carne con la carne. Vio que no quedaba ninguna traza de pesar en su cara. Hasta sonreía débilmente, sin que esta actitud creara en él ninguna clase de recelos. Su corazón estaba completamente tranquilo.

* * *

Más tarde, la cogió en sus brazos y apretó las mejillas contra las suyas, sintiendo la humedad de las lágrimas. Sabía que eran lágrimas de júbilo. Nada podía ayudarles más en su mutuo conocimiento de haber cometido un pecado imperdonable, que las lágrimas que caían lentamente por las mejillas de los dos. En Kiyoaki, esta sensación de pecado aumentó su ya creciente coraje.

—Aquí tienes —exclamó ella dándole la camisa—. No tiene objeto que cojas un resfriado.

En el momento en que se disponía él a coger la camisa, ella le contuvo un momento, y la apretó contra su cara, con un profundo suspiro. Cuando se la entregó, iba húmeda de lágrimas.

Cuando se puso el uniforme del colegio y terminó de vestirse, quedó perplejo al oír las palmadas. Tras una pausa, se abrió el panel Genji, y apareció la cabeza de Tadeshina.

—¿Me llamaba, señorita Satoko?

Satoko asintió con un movimiento de cabeza y con una mirada señaló al obi que estaba en el suelo. Tadeshina cerró la puerta por completo, y se acercó hasta Satoko, sin mirar en dirección de Kiyoaki. Luego ayudó a su señora a vestirse y abrocharse el obi. Más tarde trajo un espejo para arreglar el cabello de Satoko. Mientras tanto, Kiyoaki estaba perplejo, sin saber qué debía hacer. Mientras las dos mujeres realizaban su prolongado ritual, él se sentía completamente olvidado.

Cuando todo estuvo en orden, Satoko, más hermosa que nunca, se sentó con la cabeza inclinada.

—Me temo, joven amo, que tenemos que marcharnos ya —empezó la anciana—. Mi promesa ha sido guardada. A partir de ahora, por favor, le suplico que trate de olvidar a la señorita Satoko. Si es usted tan amable, ¿querría devolver la carta, como prometió?

Kiyoaki se sentó en silencio con las piernas cruzadas. No contestó.

—Como prometió, ¿le importaría devolver la carta? —preguntó otra vez Tadeshina.

Kiyoaki seguía en silencio, como si estuviera sordo, mirando fijamente a Satoko, que seguía sentada serenamente, sin un solo cabello fuera de lugar, y el precioso kimono en orden. De pronto alzó los ojos. Se encontraron con los de Kiyoaki.

—No voy a devolver la carta, porque quiero verme con ella otra vez, lo mismo que ahora —dijo sacando a relucir su coraje recién hallado.

—¡Joven amo! —Tadeshina no hizo ningún intento por ocultar su rabia—. ¿Qué cree que va a suceder? ¡Sólo un niño mimado diría tal disparate! ¿No se da cuenta de las cosas terribles que sucederán? No sólo la destrucción de Tadeshina, sino algo mucho peor.

Satoko la contuvo con una voz tan compuesta, tan extraterrena, que hizo que Kiyoaki sintiera un estremecimiento frío por la columna vertebral.

—Está bien, Tadeshina. Hasta que el amo Kiyo decida devolver la carta no podemos hacer otra cosa que acceder a una nueva cita. No hay otro camino para salvarnos las dos. Es decir, si es que intentas salvarme también.