XXVI

Se entregó a sueños apasionados mientras esperaba impacientemente el regreso de su madre de casa de los Ayakura. La presencia de su madre allí no se ajustaba en lo más mínimo a sus planes. Finalmente ya no pudo esperar más, se quitó el uniforme del colegio y se vistió con un kimono de Satsuma de color oscuro y un hakama. Luego llamó a uno de los criados y le dijo que le tuviera preparado un ricksha.

Siguiendo su plan, dejó el ricksha en Aoyama, que era la terminal del tranvía que iba a Roppongi. Siguió hasta el final de la línea. Cerca de Roppongi, en el desvío hacia Toriizaka, había tres gruesos árboles zelkova, resto de los seis que habían dado su nombre al distrito de Roppongi, o sea «Seis Árboles». Junto a ellos, como en los viejos tiempos, antes que existieran tranvías en Tokio, un rótulo grande «Parada de Rochsha» estaba sujeto a un poste. Varios hombres, porteadores de rickshas, con sus sombreros de mimbre cónicos, chaquetillas cortas y pantalones azules, ofrecían sus servicios.

Kiyoaki llamó a uno de ellos, le entregó inmediatamente una buena propina y le pidió que le llevara de prisa a la mansión de los Ayakura, que estaba a sólo unos minutos a pie. La verja antigua de la residencia de los Ayakura no tenía anchura suficiente para la carroza inglesa de los Matsugae, por lo que si estaba todavía esperando a la puerta era señal de que su madre seguía allí, y si la carroza había desaparecido y la puerta estaba cerrada, podía afirmarse con toda seguridad que ya había cumplido sus obligaciones ceremoniales y se había marchado.

Cuando el ricksha pasó ante la verja, Kiyoaki comprobó que estaba cerrada, y en la carretera reconoció las huellas del carruaje.

Dio instrucciones al hombre del ricksha para que volviera a la cumbre de Toriizaka. Una vez allí, le envió a pie en busca de Tadeshina mientras él quedaba esperando. Como temía, esta espera fue larga. Contempló cómo los rayos del sol poniente iluminaban las hojas nuevas en las puntas de las ramas. Parecía como si lentamente las estuviera bañando de un brillo líquido. Un castaño gigante se empinaba sobre el muro de ladrillo rojizo que se extendía por el borde de la falda de Toriizaka. Sus hojas más altas le hacían pensar en un nido de pájaros blanco, con una corona tejida de flores salpicadas de rojo. Luego se puso a pensar en la inolvidable mañana de nieve del mes de febrero, y sin ninguna razón aparente se sintió sacudido por una violenta excitación. Sin embargo, su intención no era forzar un encuentro inmediato con Satoko, puesto que como la pasión había encontrado ahora un curso definido, ya no era vulnerable a cada nueva embestida emocional.

Tadeshina salió por una entrada lateral, seguida del hombre del ricksha. Cuando llegó al vehículo, Kiyoaki asomó de pronto, y tanto sorprendió a Tadeshina, que ésta se quedó boquiabierta y muda. La cogió de la mano y la ayudó a entrar en el ricksha.

—Tengo algo que contarte. Vámonos a algún sitio donde podamos hablar libremente.

—Pero, amo…, estoy confundida. La marquesa, su madre, se ha despedido de ella hace sólo unos minutos. Estamos haciendo los preparativos para una celebración informal… Estoy realmente muy ocupada.

—No importa. Date prisa y di al hombre dónde hemos de ir.

Como Kiyoaki la sostenía con fuerza de la mano, ella no tenía otra alternativa que obedecer.

—Siga hacia Kasumicho —comunicó al hombre del ricksha—. Cerca del número tres hay una carretera, colina abajo, que se dirige a la verja principal de los cuarteles del Tercer Regimiento. Por favor, llévenos hasta el final de la ladera.

El ricksha inició la marcha. Tadeshina miraba fijamente hacia adelante, en concentración desesperada, echándose nerviosamente hacia atrás un mechón de pelo rebelde. Era la primera vez que estaba tan cerca de la anciana, y la experiencia estaba lejos de ser agradable. No pudo menos de observar que era aún más pequeña de lo que él había imaginado, apenas más alta que una enana. Golpeada por el continuo traqueteo del ricksha, pronunciaba entre dientes una protesta prolongada que apenas podía entender.

—Es demasiado tarde, demasiado tarde… No importa qué, pero es demasiado tarde. —Y luego añadía—: Si usted hubiera enviado sólo una palabra de contestación… antes que esto sucediera… Oh, ¿por qué…?

Kiyoaki no dijo nada, y ella explicó algo acerca del lugar adonde iban.

—Un pariente lejano mío regenta una posada para soldados cerca de aquí. No es un lugar muy presentable, pero siempre hay disponible un cuarto, que me permitirá escuchar sin peligros lo que el joven amo tenga que confiarme.

Al día siguiente era domingo. Roppongi se transformaría en un ajetreado sector militar, con sus calles llenas de soldados uniformados, muchos de ellos paseando con sus familias, que les habían ido a visitar. Pero ahora era sábado por la tarde. Cuando el vehículo le llevaba por las calles rumbo al destino elegido por Tadeshina, tuvo la sensación de que también aquella mañana de nieve Satoko y él habían cruzado por este mismo lugar. Cuando él estaba ya convencido de que era la misma ladera, Tadeshina mandó parar al hombre.

Estaban delante de una posada. El ala principal tenía una altura de dos plantas, y aunque no disponía de verja solemne, estaba rodeada de un jardín de buenas proporciones, cercado por una amplia valla.

Tadeshina miró al piso segundo de aquella tosca estructura de madera. No se veía ninguna señal de vida. Las seis puertas de cristal que daban al frente estaban cerradas y las del interior no eran visibles. Los cristales, de baja calidad, de las puertas con celosías reflejaban el cielo de la tarde. Incluso, reflejaban también la imagen de un albañil, que trabajaba en un tejado inmediato, desfigurándola como si el hombre estuviera tendido sobre el agua. El mismo cielo tenía en el cristal una imagen acuosa, teñida de la melancolía natural en un lago al atardecer.

—Desde luego habría habido dificultades si los soldados estuvieran de regreso, pero aquí sólo toman habitaciones los oficiales —informó Tadeshina, mientras abría de un empujón una puerta de celosías, junto a la que había una placa de la Diosa de los Niños. Luego gritó para avisar de su presencia. Apareció un hombre alto, de cabellos blancos, casi un anciano.

—Oh, señorita Tadeshina. Por favor, pase —dijo con voz chillona.

—¿Está disponible el anejo?

—Sí, sí, por supuesto.

Los tres bajaron a la parte trasera de la posada y entraron en una pequeña habitación de unos diez pies cuadrados.

—Yo no puedo quedarme aquí mucho tiempo —dijo Tadeshina—. Además, estar sola aquí con un joven apuesto sería motivo de murmuración para la gente. —Se puso a hablar con coquetería, dirigiéndose tanto a Kiyoaki como al posadero.

La habitación estaba limpia. Un pequeño pergamino, propio para una sala destinada a la ceremonia del té, colgaba en una pequeña alcoba interior, y había incluso un biombo abatible Genji. La atmósfera era completamente distinta de la que pudiera haberse esperado desde el exterior en una posada barata sólo frecuentada por la tropa.

—¿Qué es lo que desea comunicarme? —preguntó Tadeshina, tan pronto como se retiró el posadero. Al no contestar Kiyoaki, repitió la pregunta sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su irritación.

—¿De qué se trata, y por qué escogió precisamente este día…?

—Porque es un día muy apropiado. Quiero preparar una reunión entre Satoko y yo.

—¿Pero qué dice, joven amo? Es ya demasiado tarde. Después de lo que ha sucedido, ¿cómo puede usted pedir tal cosa? A partir de ahora, ya no se puede hacer nada. Todo debe quedar subordinado al gusto del emperador. ¿Y viene ahora con esto después de todas las llamadas telefónicas y cartas que le envié? Entonces no creyó conveniente dar ninguna respuesta, y hoy viene con una petición así. Le recuerdo que no es asunto de bromas.

—Recuerde esto: lo que sucedió fue por su culpa —dijo Kiyoaki con toda la dignidad que pudo aparentar, mirando las venas que palpitaban bajo el polvo blanco de la frente de Tadeshina. Airado la acusó de haber permitido que Satoko leyera la carta para luego mentirle descaradamente, y también de haber extendido la habladuría maliciosa de que le había privado de su fiel criado Iinuma. Al fin, Tadeshina, envuelta en lágrimas, se hincó de rodillas y pidió perdón.

Luego sacó un papel de gasa de la manga del kimono y se secó los ojos. Con la mirada en el aire, empezó a hablar.

—Es cierto. Todo culpa mía. Sé que ninguna excusa podrá compensar lo que he hecho. Pero tengo que justificarme más ante mi ama que ante usted. Tadeshina no comunicaba al joven amo exactamente cómo pensaba la señorita Satoko. Todo lo que yo había planeado, pensando en lo mejor, ha fracasado. Por favor, sea tan amable de oírme un momento, joven amo. Imagine la pena de la señorita Satoko cuando leyó su carta, y piense en el enorme esfuerzo que le costó no demostrar ninguna preocupación cuando se vio con usted. Y después que decidiera seguir mi consejo y hacer una pregunta directa a su excelencia, el padre de usted, imagínese lo aliviada que se sintió al saber la verdad por él mismo en la fiesta familiar del Año Nuevo. Desde entonces, durante la mañana, el mediodía y la noche, no pensaba en ninguna otra cosa que en el joven amo, llegando tan lejos como a enviarle una invitación para pasear por la nieve aquella mañana, venciendo el pudor natural de una mujer. Algún tiempo, fue feliz todos los días, y susurraba su nombre por las noches en sueños. Luego se dio cuenta de que a través de la amabilidad de su excelencia el marqués iba a recibir una proposición de la familia imperial, y aunque ella contaba con su valerosa decisión y había cifrado en usted todas sus esperanzas, usted no dijo una palabra, joven amo, y dejó que las cosas siguieran su rumbo. La ansiedad y los sufrimientos de la señorita Satoko se hicieron insuperables. Finalmente, cuando se hacía inminente la concesión de la sanción imperial, dijo que como última esperanza deseaba decir al joven amo cómo se sentía. A pesar de todas mis súplicas, decidió escribir una carta bajo mi nombre. Pero ahora también esa esperanza se ha perdido. La señorita Satoko estaba a punto de considerar todo esto como cosa del pasado. Y así, su petición de hoy es una crueldad. Como usted sabe, mi señora fue enseñada desde la infancia a respetar los deseos de su majestad el emperador. No podemos esperar que se vuelva atrás de su promesa. Es demasiado tarde… Demasiado tarde. Si su ira no se apacigua, golpee a Tadeshina, pisotéela, haga cuanto crea necesario para tranquilizar su corazón. Pero es demasiado tarde…

Escuchando el discurso de Tadeshina se sintió atravesado como por un cuchillo. Al mismo tiempo tenía la sensación de que en cierto modo él ya sabía todo aquello, que estaba escuchando cosas repetidas, suficientemente claras en su corazón. Se sentía en posesión de una sabiduría que nunca había sospechado. Armado de ella sería lo bastante fuerte para vencer todo lo que el mundo quisiera oponerle como obstáculos. Sus ojos estaban encendidos por el fuego de la juventud.

«Ella leyó la carta que yo le había rogado que destruyera —dijo para sí mismo—. Por tanto, ¿por qué no puedo resucitar la carta de ella que destruí?».

Miró fijamente, sin hablarle, a la pequeña y anciana dama con la cara empolvada de blanco, que una vez más se limpiaba los ojos enrojecidos, con un trozo de papel de gasa. La habitación estaba cada vez más oscura con la caída de la tarde. Sus hombros encorvados parecían tan frágiles, que tenía la seguridad de que si le agarraba repentinamente los huesos se le romperían como armazón de cañas.

—No es demasiado tarde.

—Sí lo es.

—No. Me pregunto qué sucedería si yo mostrara la última carta que me ha enviado la señorita Satoko a la familia del príncipe. Especialmente si se considera que fue escrita después de la petición formal de la sanción imperial.

La sangre se retiró súbitamente de la cara de Tadeshina. Ninguno de los dos habló mucho más. Ya no eran los rayos del sol poniente, sino la luz de las habitaciones del segundo piso del ala principal las que iluminaban el exterior. Regresaban los ocupantes, y en una ventana hubo una aparición brevísima de un uniforme. Fuera de la valla, un vendedor de requesón hacía sonar su trompeta. El aire de la tarde se caracterizaba por el calor suave propio de los pocos días de verano que suelen preceder al final de la temporada de lluvias.

De vez en cuando, Tadeshina susurraba algo que Kiyoaki oía sólo a retazos.

—Por esto traté de detenerla… Por esto le dije que no lo hiciera…

Evidentemente se estaba refiriendo a su oposición al propósito de Satoko de escribir aquella carta.

Él se mantenía en silencio, con la confianza cada vez mayor de que el triunfo estaba de su lado. Dentro de él sentía como si un animal salvaje le estuviera llenando de sangre la cabeza.

—Está bien —dijo Tadeshina—. Prepararé una cita entre los dos. Y ahora, el joven amo será tan amable que devolverá la carta.

—Espléndido. Pero una cita corriente no es bastante. Quiero que los dos estemos a solas, sin usted presente. Y en cuanto a la carta, la devolveré después.