Algo sonó dentro de Kiyoaki como una llamada de trompeta: Amo a Satoko. Y no importa cómo considerara él este sentimiento. Lo cierto es que se sentía incapaz de negar su validez, aun cuando nunca había experimentado anteriormente nada parecido.
Una ulterior revelación soltó la riada de deseos retenidos durante tanto tiempo: la elegancia rechaza las prohibiciones, aún las más severas. Sus impulsos sexuales, tan tímidos hasta ahora, rompían como un mar alborotado. Habían sido necesarios tiempos y esfuerzos para encontrar su verdadero papel en la vida.
—Ahora, al fin, sí estoy seguro de que amo a Satoko —se decía. Y la imposibilidad de este amor era acicate de su convicción.
No podía quedarse quieto. Se levantó de la silla, y volvió a sentarse. Sus pensamientos habían sido siempre más bien melancólicos, angustiados, pero ahora se veía arrebatado por una entrañable energía juvenil. Creía que todo lo anterior había sido pura decepción, y que por fin su sensibilidad y su melancolía no podían acabar ahogándole.
Abrió la ventana y respiró hondo contemplando el estanque, cuya superficie resplandecía con la luz del sol. Percibió el olor fresco y fuerte de las zelkovas. En medio de las nubes que se aglomeraban por uno de los lados de la colina, advirtió una luz nueva, que le anunciaba la llegada del verano. Sus mejillas ardían y sus ojos brillaban. Se había convertido en una persona nueva. Cualquier cosa que esto simbolizara iría a parar en algo evidente: que estaba ya metido en los diecinueve años.