XXIV

Kiyoaki sacó consuelo de la paz que llega tras el fracaso. En su corazón prefería la derrota real al temor de ella.

Había perdido a Satoko, y con esto estaba contento. Había aprendido a calmar incluso su amargura. Cada manifestación de sus sentimientos estaba ahora gobernada por una maravillosa economía. Si una vela ha ardido y ahora se halla sola en la oscuridad con la llama extinguida, no necesita temer que su sustancia se consuma. Por primera vez en su vida, Kiyoaki llegó a darse cuenta de los poderes curativos de la soledad.

* * *

Había empezado la estación de las lluvias. Kiyoaki, como un inválido en recuperación, que no puede resistirse a poner en peligro la salud con tal de probar sus fuerzas, comenzó a pulsar su estabilidad emocional provocando deliberadamente recuerdos de Satoko. Abriría su álbum para contemplar fotos antiguas. Se vio niño, de pie junto a Satoko, bajo el árbol-pagoda de la finca de los Ayakura. Los dos llevaban blancas túnicas infantiles. Tuvo la satisfacción de verse más alto que ella, incluso en aquella temprana edad. El conde Ayakura, que era un calígrafo soberbio, había tomado mucho empeño en instruir a los dos niños según la escuela de escritura del Templo Hossho de Tadamichi Fujuwara. Algunas veces, cuando sus alumnos se cansaban de los ejercicios habituales, atraía su atención permitiéndoles copiar versos de los Cien Poetas de Okura coleccionados en un pergamino.

Kiyoaki había copiado el siguiente poema de Shigeyki Minamoto:

Siento la fuerza del viento

cuando las olas se rompen contra las rocas

gastadas por la soledad;

sueño con los días pasados.

Debajo había escrito Satoko un verso de Yoshinobu Onakatomi:

Cuando el día da paso a la noche

y los guardias atizan el fuego,

los recuerdos de otros tiempos

se avivan dentro de mí.

La infantilidad de su escritura a mano era evidente a primera vista. Pero la de Satoko era fluida y precisa, hasta el punto que parecía imposible creer que el pincel hubiese sido manejado por una niña. Él raras veces abría este pergamino, simplemente porque no le gustaba aceptar la evidencia de que Satoko, dos años mayor que él, le superaba ya entonces. Al estudiar ahora la escritura con cierta objetividad advirtió que sus garabatos, los de él, tenían un vigor juvenil que establecía un agradable contraste con la elegancia refinada de la letra de Satoko.

Pero había más. El recuerdo de él mismo colocando la punta de su pincel sobre el pergamino con bordes dorados era suficiente para evocar toda la escena con la fuerza de una intensa proximidad. En aquel tiempo, el pelo negro, espeso y largo de Satoko estaba cortado a la altura de las cejas. Cuando se inclinaba sobre el pergamino mantenía apretado el mango del pincel de escribir entre sus dedos esbeltos y delicados, concentrándose con tal pasión que se olvidaba del cabello que le caía por los hombros como una cascada de azabache y que casi llegaba al pergamino. Sus dientes menudos y blancos mordían el labio inferior, y aunque no era más que una niña tenía ya la nariz bien formada, cuyo perfil se dibujaba sobre el torrente de pelo. Kiyoaki contemplaba todo esto como si estuviera en sueños. Estaba también la tinta, que despedía un olor solemne, y el paso de la punta del pincel sobre la superficie del pergamino, como el viento que juega con las hojas del bambú. Y finalmente estaba el mar. El tintero era un océano donde se alzaban las islas de los nombres extraños: Este mar le separaba de la costa sin dejarle ver el fondo sino tras una rápida mirada.

Era un mar negro y sereno, sin olas, adornado con un polvo dorado. Siempre le recordaba los rayos de la Luna fragmentados en el mar de la eternidad.

—Puedo disfrutar de los recuerdos de mi pasado sin que me molesten lo más mínimo —pensaba con jactancia, en silencio.

* * *

Un día en el colegio, el príncipe Pattanadid pidió a Kiyoaki un favor. ¿Querría devolverle el anillo que el marqués de Matsugae le había guardado en su caja? Corría el rumor de que los dos príncipes no habían causado una impresión favorable en el colegio. La barrera del idioma presentaba un obstáculo para sus estudios, pero todavía era peor la falta total de algo que pudiera calificarse de broma amistosa entre ellos y sus compañeros de estudios, quienes se sentían aislados de los príncipes, y como consecuencia se mantenían a respetable distancia. Además, gente sencilla y rústica, sus compañeros de clase se mostraban indiferentes ante las sonrisas con que los príncipes les saludaban buscando la paz.

Había sido idea del ministro del Exterior que vivieran en el dormitorio de estudiantes, decisión, oyó decir Kiyoaki, que había creado impaciencia y nerviosismo al prefecto, puesto que tenía la responsabilidad de decidir los preparativos específicos que habían de hacerse para ellos. Les dio la mejor habitación, amueblada con las mejores camas disponibles, como convenía a la realeza. Luego hizo todos los esfuerzos posibles para crear buenas relaciones entre ellos y los otros estudiantes, pero a medida que transcurrían los días, los príncipes tendían a aislarse cada vez más en su pequeño castillo, faltando con frecuencia a ejercicios como la diana y la gimnasia. Por todo ello, el alejamiento de los otros estudiantes era cada vez más pronunciado.

Había buenas razones. El período preparatorio de menos de seis meses que siguió a su llegada resultaba inadecuado para que los príncipes aprendieran el japonés, aunque se hubieran dedicado al estudio con mayor intensidad de lo que lo hicieron. Y en las clases de inglés, donde su capacidad debía haber sido una ventaja, el sistema de traducir del inglés al japonés y del japonés al inglés les confundía completamente.

Como el marqués de Matsugae había dispuesto depositar el anillo de Pattanadid en su bóveda personal del Banco Itsu, Kiyoaki tuvo que regresar a casa para obtener la autorización de su padre antes de ir al Banco a reclamar el anillo. Era tarde cuando fue a la habitación de los príncipes.

Día típicamente «seco», a mediados de la estación de las lluvias, nublado y húmedo, el tiempo estaba en consonancia con la desilusión de los dos príncipes, que suspiraban por el verano, que parecía estar cerca. El mismo dormitorio, un edificio de aspecto tosco, de una sola planta, rodeado de árboles, parecía marcado de tristeza y lobreguez.

Los gritos que llegaban del campo de deportes indicaban que el rugby estaba en plena temporada. Kiyoaki odiaba aquellos gritos jóvenes. Las relaciones improvisadas de sus compañeros de clase, su humanismo carente de experiencia, sus constantes bromas y equívocos, su nunca vacilante reverencia por el talento de Rodin y la perfección de Cézanne, no eran más que la versión moderna de los antiguos gritos tradicionales de kendo. Y así, con voz ronca de juventud, como verdes hojas de paulownia, hacían uso de su arrogancia, como los antiguos cortesanos de sus altos birretes.

La vida para los dos príncipes era extremadamente difícil, teniendo que nadar en el complicado oleaje de lo nuevo y de lo viejo. Cuando Kiyoaki pensó en ello se encumbró por encima de sus propias preocupaciones, y ahora, con nueva generosidad, estaba en condiciones de simpatizar con los príncipes. Caminó por un pasillo oscuro y toscamente acabado hasta la habitación de los príncipes. Se detuvo delante de una puerta vieja y gastada, de la que colgaba un rectángulo con los nombres, y llamó dando unos golpecitos con los nudillos de los dedos.

Los príncipes se alegraron mucho de verle, como si hubiera llegado en calidad de salvador. Siempre se había sentido más ligado al serio y un tanto soñador Pattanadid, Chao P., pero en los últimos meses también Kridsada, antes tan frívolo y despreocupado, se había vuelto más sumiso. Ambos pasaban ahora la mayor parte de su tiempo en la habitación, hablando en su idioma nativo.

La habitación, limpia de toda decoración, estaba austeramente amueblada con dos camas, dos pupitres y dos armarios para la ropa. El edificio en sí recordaba el ambiente cuartelero tan querido por el general Nogi. Sin embargo, en la pared blanca, encima del entrepaño, había una pequeña repisa sosteniendo a un Buda de oro, ante el cual los príncipes hacían sus oraciones mañana y tarde. El altar daba a la habitación un tinte exótico. De la ventana colgaban cortinas de muselina arrugadas y salpicadas de la lluvia.

Con la proximidad de la noche, los dientes de los príncipes sonrientes destacaban en la penumbra su blancura contra la piel bronceada. Ofrecieron a Kiyoaki asiento en el borde de una de las camas, y luego le pidieron con avidez que les mostrara el anillo.

La esmeralda, guardada por las dos cabezas de la feroz bestia yaksha, resplandecía más, en contraste con la atmósfera de la habitación.

Con una exclamación de felicidad, Chao P. cogió el anillo y lo puso en su dedo, en una mano que parecía creada para hacer caricias. Aquello hizo a Kiyoaki pensar en un reflejo de Luna tropical iluminando un mosaico dorado.

—Ahora Ying Chan ha vuelto a mi compañía —dijo Chao P., lanzando un suspiro de melancolía.

En los meses pasados, semejante reacción habría provocado chanzas en su primo el príncipe Kridsada, quien ahora buscó en el cajón de su armario ropero, y sacó la foto de su hermana, escondida cuidadosamente entre las camisas.

—En este colegio —exclamó casi al borde de las lágrimas— aunque se diga que es la foto de una hermana, le gastan a uno bromas si la coloca en el pupitre. Por eso escondemos la foto de Ying Chan.

Chao explicó a Kiyoaki que no había recibido ninguna carta de la princesa Ying Chan desde hacía más de dos meses. Había hecho indagaciones en la legación siamesa pero no había recibido una respuesta satisfactoria. Además, el príncipe Kridsada, hermano de la princesa, tampoco había sabido nada de ella. Si algo le hubiese sucedido, si estuviera enferma, habrían informado con un telegrama. Chao P. llegó a pensar si su familia estaría ocultando algo. Podría darse el caso de que la primera hubiera sido propuesta para otro matrimonio, que supusiese mayor ventaja política. La simple idea de esto era suficiente para sumirle en la melancolía. Mañana, pensaba, llegaría una carta, pero ¿con qué desgracia? Con tales pensamientos no estaba en condiciones de estudiar. Como no tenía ningún otro consuelo, en lo único que podía pensar era el retorno del anillo, que había sido regalo de despedida de la princesa, y todos sus anhelos se centraron en aquella esmeralda, que brillaba con el verde pujante de la jungla.

Parecía que Chao P. se hubiera olvidado de Kiyoaki al extender el dedo en que llevaba el anillo de esmeralda, y posarlo sobre el pupitre al lado de la foto de Ying Chan que el príncipe Kridsada había colocado allí. Parecía estar a punto de hacer un esfuerzo, que no sólo borrara las barreras del tiempo y del espacio, sino que fusionara las dos vidas en una sola.

Cuando el príncipe Kridsada encendió la luz, el cristal que cubría la foto reflejó la esmeralda del dedo de Chao P., y en el encaje blanco del corpiño de la princesa brilló un cuadro verde luminoso.

—Mirad eso, ¿qué os parece? —preguntó Chao P. en inglés, en un triste tono de voz—. ¿No parece que su corazón sea una llama verde? Quizás el corazón frío de una pequeña serpiente verde que se desliza en la jungla haciéndose pasar por una enredadera cuando se queda inmóvil para engañar al hombre. Tal vez cuando ella me entregó el anillo esperaba que yo sacaría tal significado algún día.

—No, Chao P. Eso es una tontería —cortó el príncipe.

—No te enfades, Kri. No intento insultar a tu hermana. Lo que estoy tratando hacer es hallar palabras para explicar la existencia del amante. Mirémoslo así: aunque ella está aquí en esta foto, sólo la vemos como era en cierto momento del pasado; pero tengo la sensación de que aquí, en esta esmeralda, lo que ella me dio cuando nos separamos fue su alma, tal como es ahora, en este mismo momento. En el recuerdo, la esmeralda y la foto, su cuerpo y su alma, estaban separadas. Pero ahora las dos están unidas de nuevo. Aunque estemos enamorados de alguien, somos tan necios que pensamos en su cuerpo y su espíritu como dos cosas diferentes y separadas. Aunque yo estoy alejado de ella ahora, puede que me encuentre en posición mucho mejor para apreciar el precioso cristal único que es Ying Chan. La separación es dolorosa, pero también lo es su contrario. Y si estar juntos trae satisfacciones, es conveniente que la separación proporcione lo mismo a su propio modo. ¿Qué dices a esto, Matsugae? En cuanto a mí, siempre deseé conocer el secreto que habilita al amor para evadir los lazos del tiempo y del espacio como por arte de magia. Estar ante la persona que amamos no es amar su verdadero yo, pues sólo somos aptos para considerar su belleza física. Cuando intervienen el tiempo y el espacio es posible ser engañados por ambos, pero también es posible acercarse más a su yo verdadero.

Kiyoaki no tenía idea de la profundidad de la filosofía del príncipe, pero escuchaba con atención. De hecho, muchas de sus palabras le sonaban familiares. En cuanto a Satoko, Kiyoaki creía que ciertamente se había acercado mucho más a su verdadero yo. Veía con claridad que lo que había amado no era la verdadera Satoko. ¿Pero qué prueba tenía de ello? ¿No estaba expuesto a ser engañado doblemente? ¿Y no era la Satoko que amó en otro tiempo la verdadera Satoko? Movió la cabeza casi inconscientemente. De súbito recordó el sueño en que la cara de una chica extrañamente preciosa había aparecido repentinamente en el anillo de esmeralda de Chao P. ¿Quién era aquella mujer? ¿Satoko? ¿Ying Chan, a quien nunca había visto? ¿Alguna otra quizás?

—Está bien, ¿es que no va a llegar nunca el verano? —exclamó el príncipe Kridsada con evidente tristeza, mirando por la ventana a los árboles que rodeaban el dormitorio.

Los tres muchachos veían las luces encendidas en los otros edificios del dormitorio por entre los árboles, y también oían gritos y conversaciones que venían de varias direcciones. Era la hora. Se abría el comedor para la comida de la tarde. Un estudiante que caminaba por un sendero entre la arboleda remedaba una canción antigua provocando las risotadas de sus compañeros. Los ojos de los príncipes se abrían asustados, temiendo que en cualquier momento aparecieran en la oscuridad los monstruos de las montañas y los ríos.

La devolución del anillo por Kiyoaki iba a provocar por desgracia, un incidente desagradable.

* * *

Unos días más tarde hubo una llamada telefónica de Tadeshina. La doncella pasó la noticia a Kiyoaki, pero éste no acudió al teléfono. Al siguiente día llegó otra llamada. Tampoco quiso acudir.

Estas llamadas le inquietaban, pero él mantuvo su norma. Puso a Satoko fuera de sus recuerdos y se concentró en la rabia que Tadeshina producía en él. Todo lo que tenía que hacer era pensar en la astuta y embustera anciana, que él había engañado una vez tras otra, y su furia sería suficiente para anular cualquier recelo que pudiera tener por no haber acudido al teléfono.

Pasaron tres días. En plena temporada de lluvias caía agua sin parar. Cuando Kiyoaki regresó del colegio, Yamada apareció con una bandeja, y respetuosamente le ofreció una carta. Quedó sorprendido al ver que Tadeshina había puesto descaradamente su nombre en ella. El sobre grueso y mayor que el de tamaño normal había sido lacrado, y a juzgar por el tacto, también iba lacrada la carta de su interior. Tenía miedo de que si quedaba solo no podría contenerse y abriría la carta. Para actuar sin posibilidad de fallos rompió la carta en pedazos en presencia de Yamada, y luego le ordenó que dispusiera de ellos. Sabía que echaba los trozos en la papelera de su habitación. Acaso sentiría la tentación de recogerlos y volver a unir los fragmentos de la carta. Los ojos de Yamada miraban sorprendidos desde detrás de los cristales de sus gafas, pero no pronunció una sola palabra.

Pasaron unos días más. El asunto de la carta rota empezó a pesar sobre Kiyoaki y le produjo una extraña reacción. Le irritaba pensar que una carta supuestamente trivial tuviera tanta fuerza para inquietarle. Más doloroso que la realidad, era que lamentaba no haberla abierto. Al principio había sido capaz de considerar la destrucción de la carta como una prueba de su voluntad, pero en retrospectiva se veía asediado por el pensamiento de que había actuado por pura cobardía.

Cuando rasgó aquel sobre, sus dedos habían encontrado una fuerte resistencia, como si la carta hubiera sido escrita en papel de dura fibra de lino. Pero no era la composición del papel lo que importaba. Ahora se daba cuenta. De no haber sido por su explosión de fuerza de voluntad, le habría sido imposible destruir la carta. ¿Por qué tenía miedo? No tenía ningún deseo de volverse a hallar dolorosamente complicado con Satoko. Odiaba el solo pensamiento de volver a aquella angustia que ella podía conjurar a voluntad. Especialmente ahora, que al fin había logrado el dominio de sí mismo. Pero a pesar de todo, cuando rasgaba aquella carta, tenía la sensación de estar haciendo una herida en la piel suave y blanca de Satoko.

* * *

De regreso del colegio, el sábado por la tarde, con un tremendo calor, impropio de la estación de las lluvias, advirtió señales de actividad en la casa principal. Los lacayos habían preparado una de las carrozas y la estaban cargando con un paquete voluminoso, cuya envoltura color púrpura lo identificó inmediatamente como un regalo. Los caballos agitaban las orejas, y de su boca caían brillantes hilos de saliva, mostrando sus dientes amarillos. Con el calor del sol, sus lomos oscuros resplandecían como untados de grasa, y sus venas se dibujaban en los cuellos bajo la piel.

En el momento que se disponía a subir a la casa, apareció su madre, vestida con la voluminosa ropa ceremonial.

—Hola —saludó él.

—Oh, bienvenido. Voy a casa de los Ayakuras para expresarles nuestra felicitación.

—¿Felicitación por qué?

Como a su madre no le gustaba sacar a colación asuntos importantes delante del servicio, no contestó en seguida, sino que llevó a Kiyoaki a un rincón de la amplia entrada y allí empezó a hablar a su hijo en voz baja.

—Al fin, esta mañana ha sido otorgada graciosamente la sanción imperial. ¿Te gustaría acompañarme?

Antes que contestara su hijo, la marquesa se dio cuenta de que sus palabras habían arrancado de sus ojos un destello de alegría. Naturalmente ella no tenía tiempo para reflexionar sobre lo que aquello significaría. Además, las siguientes palabras eran prueba elocuente de lo poco que había deducido.

—Después de todo, un acontecimiento jubiloso es un acontecimiento jubiloso —dijo con su clásica máscara de melancolía en la cara—. Así, no importa lo disgustado que estés con ella. El único camino correcto a seguir en estos momentos es ser cortés y presentar tus felicitaciones.

—Por favor, dale mis recuerdos. Yo no puedo ir.

Permaneció en la entrada hasta que vio partir a su madre. Los cascos de los caballos salpicaban la grava, y el emblema dorado de los Matsugae, que destacaba en el carruaje, parecía estremecerse como si relampagueara entre los pinos. Se había ido el ama y Kiyoaki pudo notar la consiguiente relajación de los criados. La constante tensión de sus músculos se había disipado con semejante caída a la de una nevada silenciosa y suave.

Volvió hacia la casa, tan vacía sin la presencia de los amos. Los criados, con los ojos bajos, esperaban que él entrara. Estaba seguro que sostenía la raíz de un problema, lo bastante grande para llenar el vasto vacío del edificio. Sin molestarse en mirar a la servidumbre, entró y siguió presuroso por el pasillo, con el deseo de no perder un solo momento, de llegar a su habitación, donde podría aislarse del resto del mundo.

El corazón le latía con excitación extraña, y tenía un calor febril. Las palabras solemnes de «sanción imperial» parecían suspendidas ante sus ojos. La «sanción imperial» había sido graciosamente otorgada. Las repetidas llamadas telefónicas de Tadeshina, la voluminosa carta, debieron representar un último y desesperado intento, antes que esa sanción llegara. Su objeto había sido claramente obtener su perdón, liberarse de un sentimiento de culpabilidad.

Todo aquel día dejó vagar libremente su imaginación. Estaba abstraído del mundo exterior. El espejo claro y sereno de su alma se había hecho pedazos. Había en su corazón un tumulto que se agitaba con la fuerza de una tormenta tropical. Se veía sacudido por una pasión violenta, que no llevaba ningún rasgo de la melancolía que le acompañara en los momentos pasionales anteriores. Pero ¿qué clase de emoción le tenía ahora bajo sus garras? ¿Sería gozo o deleite? Pero si era gozo, resultaba irracional, tan apasionado, que era casi extraterreno.

Si se fuera a preguntar la causa, la única respuesta posible sería imposibilidad: imposibilidad absoluta. Del mismo modo que la cuerda de un koto cortada por una hoja afilada produce una nota punzante, así el lazo que le unía con Satoko había sido cortado por la hoja de la sanción imperial. En el fondo esto era algo con que había soñado y había esperado en secreto, desde que empezó a hacerse hombre.

Para ser más precisos, el sueño había empezado a formarse en el momento que había mirado al tren de la princesa Kasuga y había quedado deslumbrado por aquel cuello blanco de belleza sin par inalcanzable. Aquel instante prefiguraba ciertamente el cumplimiento de sus esperanzas. Imposibilidad absoluta: Kiyoaki había esperado hacer girar los acontecimientos de conformidad con sus caprichos, con sus sentimientos.

Pero ¿qué clase de gozo era éste? Había algo que le obsesionaba; algo siniestro, amenazador. Hacía mucho tiempo, había resuelto obtener de sus emociones la verdad que habría de servirle de guía, y vivir su vida en consecuencia, aunque significara una deliberada carencia de objetivos. Ese principio le había llevado a sus presentes sentimientos, que parecían ser la raíz de un tornado destructor. No parecía quedar otra salida que arrojarse en él.

Volvió a pensar en Satoko y en aquellos años pasados juntos copiando versos de los Cien Poetas como ejercicios de escritura. Se inclinó sobre el pergamino tratando de adivinar en él la fragancia de Satoko, que le recordara aquel día, catorce años antes. Al hacerlo, captó un olor a incienso que no había sido separado del moho, algo tenue y distante, que todavía evocaba una nostalgia poderosa. Siempre que sus pequeños dientes habían mordido un crisantemo carmesí, el color de sus pétalos se había intensificado antes de derretirse; y al toque de su lengua, las líneas delicadamente grabadas de un crisantemo blanco se habían borrado y disuelto en un líquido dulce. Todo volvía a pasar por su imaginación. Las habitaciones oscuras de la mansión de los Ayakura, los biombos cortesanos traídos de Kyoto con sus flores de otoño, la calma solemne de las noches, la boca de Satoko abriéndose en un ligero bostezo medio oculto tras su mata de cabello negro; todo se repetía en su imaginación tal como lo había visto y experimentado en aquella ocasión, con toda su tremenda elegancia. Pero se dio cuenta de que estaba admitiendo una idea que antes no se habría atrevido a considerar.