Kiyoaki estaba en el último curso del colegio. En el otoño próximo empezaría los estudios universitarios, y había en su clase quienes estaban preparándose desde más de dieciocho meses para los exámenes de ingreso. Honda, sin embargo, no revelaba tal preocupación, lo que satisfacía a Kiyoaki.
El espíritu del general Nogi seguía vivo en el régimen de dormitorio obligatorio en el colegio, pero sus reglas permitían excepciones por razones de salud. Estudiantes como Honda y Kiyoaki, cuyas familias les tenían autorizados a no dormir en el colegio, estaban provistos del correspondiente certificado médico. La enfermedad achacada a Honda era un defecto valvular, y la de Kiyoaki, catarro bronquial crónico. Sus enfermedades imaginadas les obligaban a ficticios síntomas de ellas: Honda, pretendiendo ahogarse al respirar, y Kiyoaki tosiendo de manera forzada.
En realidad no había necesidad de estas comedias, porque nadie creía que estuvieran enfermos. Sin embargo, los oficiales subalternos del Departamento de Enseñanza Militar, veteranos todos de la guerra ruso-japonesa, se negaron a tratarlos como enfermos crónicos. Durante el período de instrucción, los sargentos gustaban de mezclar sus clases teóricas con insinuaciones sobre los vagos, preguntándose qué servicios podrían prestar a su país si se sentían incapaces de vivir bajo una rígida disciplina, o cuestiones parecidas.
Kiyoaki sintió profunda compasión por los príncipes siameses cuando se enteró de que iban a residir en el internado. Con frecuencia les visitaba y les llevaba pequeños regalos. Ellos sentían verdadero afecto hacia él, y se confiaban, comunicándole sus quejas, lamentándose particularmente por las restricciones en su libertad de movimientos. Los otros estudiantes, además, eran ruidosos e insensibles a las normas de convivencia, por lo que no parecían personas con quienes pudiera hacerse amistad.
Kiyoaki había menospreciado a Honda durante algún tiempo, y éste le recibió fríamente cuando volvió a él tan tranquilo como si hubiera olvidado por completo sus recientes desconsideraciones. Con el comienzo del nuevo curso escolar parecía haber cambiado de carácter, lleno ahora de jovialidad, quizá forzada, o al menos esto le pareció a Honda. Naturalmente no hizo ningún comentario, y el propio Kiyoaki tampoco dio ninguna explicación de nada.
Kiyoaki podía felicitarse de su inteligencia, pues nunca había permitido que su amigo conociera sus sentimientos íntimos. Esto le liberaba de temor por cualquier preocupación que pudiera traslucirse en su ánimo, porque una mujer le manipulara como a un niño necio. Comprendió que podía sentirse lo bastante seguro para comportarse con Honda con humor alegre y libre de cuidados. Para él, la prueba definitiva de su amistad era su deseo de no desilusionar a Honda, y de sentirse a gusto y despreocupado en su presencia. Y este buen deseo compensaba con creces sus incontables momentos de reserva.
De hecho, estaba tan jovial que se sorprendió a sí mismo. Por este tiempo sus padres habían empezado a hablar abierta e intencionadamente sobre el curso de las negociaciones entre los Ayakura y los Toinnomiya. Parecían disfrutar contando incidentes, tales como la tensión de «aquella muchacha testaruda» que no fue capaz de pronunciar una palabra durante la reunión cuidadosamente preparada con el joven príncipe. Kiyoaki, por supuesto, no tenía razón alguna para sospechar el dolor que el incidente había causado a Satoko. Los que carecen de imaginación no tienen otra elección que apoyar sus conclusiones en la realidad que ven a su alrededor. Pero por otro lado, los imaginativos tienden a levantar castillos fortificados, diseñados por ellos mismos, y precintarles todas las ventanas. Eso es lo que sucedía a Kiyoaki.
—Bueno, una vez que se reciba la sanción imperial, quedará todo arreglado —dijo su madre.
En cierto modo le conmovieron aquellas palabras, en especial lo de «sanción imperial». Le hicieron pensar en un pasillo oscuro, largo y ancho, y al final una puerta cerrada con un candado pequeño pero inexpugnable, de oro macizo, que repentinamente, con un ruido como de rechinar de dientes, se abría por sí mismo, llegando claramente a sus oídos el eco claro de un choque metálico.
Le llenaba de satisfacción poder permanecer tan sereno mientras discutían semejantes asuntos. Había triunfado sobre su propia rabia y desesperación, y estaba saboreando una sensación de inmortalidad.
«Nunca pensé que pudiera ser tan flexible», pensó, con su confianza en la vida más firme que nunca.
En alguna ocasión había estado convencido de que la rudeza de sus padres era ajena a él, pero ahora le agradaba la idea de que después de todo no se había liberado de sus orígenes. Pertenecía, no al grupo de las víctimas, sino al de los vencedores.
Más le agradó el pensamiento de que día tras día la existencia de Satoko se alejaría cada vez más de su memoria, hasta que al fin pasaría al olvido total. Los devotos que colocan una lámpara votiva flotando en la marea de la tarde, permanecen en la playa y observan su luz, cada vez más débil, más allá, en la superficie oscura del agua, mientras ruegan para que su ofrecimiento llegue lo más lejos posible y alcance la máxima gracia de los muertos. Del mismo modo, Kiyoaki contemplaba el recuerdo en retirada de Satoko, como la más segura venganza de su propia fortaleza.
Ahora no quedaba nadie en el mundo que fuera partícipe de sus sentimientos más íntimos. Ningún obstáculo le impediría disfrazar sus emociones. Sus criados, sus ofrecimientos habituales («Por favor, déjelo todo de nuestra cuenta. Nosotros sabemos cómo se siente el joven amo») habían sido alejados también. No sólo era feliz por verse libre de aquella maestra de conspiradores, Tadeshina, sino también de Iinuma, cuya lealtad llegó a ser tan intensa que amenazó con ahogarle. Había desaparecido el último de sus irritantes sirvientes.
En cuanto al despido de Iinuma por su padre, razonó su indiferencia con el argumento de que Iinuma se lo había buscado solo. Su satisfacción fue completa con la promesa fielmente guardada, gracias a Tadeshina, de no mencionar nunca a su padre lo que había sucedido. Y así, con frialdad de corazón lo llevó todo a conclusión satisfactoria.
Llegó el día de la marcha de Iinuma. Cuando acudió a la habitación de Kiyoaki para la despedida formal, estaba llorando. Kiyoaki no podía aceptar aquel dolor ni su motivación. El pensamiento de que Iinuma insistiera en su fervorosa y exclusiva lealtad para con él, no le proporcionaba ninguna alegría.
Incapacitado de hablar, Iinuma seguía llorando. Con su silencio, trataba de decir a Kiyoaki algo. Sus relaciones habían durado unos siete años, empezando en la primavera que Kiyoaki cumplió los doce. Como el recuerdo de sus pensamientos y sentimientos de aquella edad eran más bien indefinidos, Kiyoaki tenía la impresión de que Iinuma había estado siempre a su lado. Si su infancia y juventud proyectaban alguna sombra, esa sombra era Iinuma, con su kimono sudoroso, azul y sucio. La inexorabilidad de su descontento, de su rencor, de su actitud negativa para con la vida, todo había pesado enormemente sobre Kiyoaki, por más que tratara de fingir inmunidad. Por otro lado, sin embargo, el dolor profundo que se adivinaba en los ojos de Iinuma le había servido de aviso contra las mismas actitudes en sí mismo, aunque fueran normales en la juventud. Los diablos particulares de Iinuma le habían atormentado con manifiesta violencia, y cuanto más quiso que su joven amo le emulara, mayor fue la separación de Kiyoaki en la dirección contraria.
Psicológicamente, Kiyoaki había dado el primer paso hacia la separación de hoy, cuando rompió el poder que le había dominado durante tanto tiempo y convirtió a Iinuma en su confidente. Su comprensión mutua era sin duda demasiado profunda para amo y criado.
Mientras Iinuma permanecía delante de él con la cabeza inclinada, un rayo del sol de la tarde iluminó e hizo brillar débilmente los pelos del pecho que le asomaban por el cuello de su kimono azul. Kiyoaki miraba entristecido esta mata de pelo, deprimido al pensar en la nave tosca y pesada que era la carne de Iinuma, para ser carne apta para contener un espíritu lleno de poder. Era en efecto una afrenta física a lo espiritual. Incluso el brillo de sus mejillas, de carne enferma, llena de granos, tenía en sí algo desvergonzado, que Kiyoaki relacionaba con la devoción de Miné. Porque Miné iba a partir con Iinuma, dispuesta a compartir su suerte. Nada podía ser más insultante: el joven amo traicionado por una mujer y abandonado en el dolor; el siervo premiado con la fidelidad de una mujer y marchando triunfante. Iinuma, además, tenía la convicción plena de que la separación había llegado por la vía recta del deber, lo que Kiyoaki encontraba irritante.
Sin embargo, como noblesse oblige, le habló con afecto, pero secamente.
—Por tanto, supongo que cuando salgas de aquí te casarás con Miné.
—Sí, señor. Desde que su padre tuvo la bondad de sugerirlo, eso es exactamente lo que pienso hacer.
—Está bien. Comunícame la fecha. Te enviaré un regalo.
—Muchísimas gracias, señor.
—Una vez que tengas casa fija, envíame una nota con tu dirección. ¿Quién sabe? Tal vez vaya alguna vez a visitarte.
—No puedo imaginar otra cosa que me diera mayor satisfacción que la vista del joven amo. Pero mi casa será un lugar demasiado pequeño y sucio para recibirle a usted.
—No te preocupes por eso.
—Qué amable es al decirme eso…
Iinuma volvió a llorar de nuevo. Sacó del kimono un trozo de papel de gasa y se limpió la nariz.
Durante esta conversación, Kiyoaki había elegido cada palabra con sumo cuidado, asegurándose de que fuera adecuada para aquel momento, antes de pronunciarla. Para él, era evidente que en una situación como aquella las palabras más vacías levantaban más fuertes emociones. Había prometido vivir sólo para los sentimientos, pero las circunstancias le obligaban a aprender la política del talento. Era una educación que aplicaba a su vida con provecho, de vez en cuando. Estaba aprendiendo a usar el sentimiento sólo como arma protectora.
Libre de preocupaciones, librado de toda ansiedad, Kiyoaki a sus diecinueve años gustaba de verse como un joven frío y capacitado. Tenía la sensación de que acababa de pasar un río en el curso de su vida.
Después que se marchó Iinuma, Kiyoaki permaneció en la ventana, contemplando el precioso espectáculo de la colina, con su nueva y verde capa de hojas nuevas, reflejándose en el agua del estanque. Junto a la misma ventana, la frondosidad del zelkova era tanta, que le dificultaba la visión del lugar, en el fondo de la colina, donde caía en el estanque la última de las nueve cascadas. Todo el estanque estaba defendido en sus márgenes con plantas preciosas. No habían florecido aún los lirios amarillos, pero en el puente de piedra las flores de lis se apuntaban púrpuras y blancas en las matas de hojas verdes.
Su mirada fue atraída por el lomo brillante de un escarabajo, que había estado inmóvil en el alféizar y ahora avanzaba decidido a entrar en la habitación. Dos franjas rojizas recorrían a lo largo su concha ovalada verde y oro. Movía sus antenas con cautela al avanzar, y todo su aspecto recordaba a Kiyoaki las minúsculas maravillas de un joyero. En medio del remolino destructor del tiempo, qué absurdo era que tan insignificante animalillo tuviera que resistir por sí mismo en su inseguro mundo. Mientras lo observaba iba gradualmente quedando fascinado. Poco a poco el escarabajo se acercaba más a él. Su cuerpo resplandecía como si quisiera dar la impertinente lección de que cuando se atraviesa un mundo, cualquiera que fuese, lo único importante es irradiar belleza. Supongamos que él estaba calculando en semejantes términos su propia armadura protectora frente al mundo. Estéticamente, ¿era tan bello como aquel escarabajo? ¿Y lo bastante fuerte, para confiar en una defensa tan buena como el caparazón del escarabajo?
En aquel momento, casi se sintió persuadido de que todo lo que le rodeaba (los árboles, sus hojas, el cielo azul, las nubes, los tejados) estaba allí simplemente para servir al escarabajo, que en sí mismo era el eje y núcleo central del Universo.
* * *
El ambiente del festival Omiyasamz no era el mismo que en años anteriores. En primer lugar, Iinuma se había ido. Todos los años, mucho antes del día del festival, se había dedicado a la tarea de limpiar y ordenar el altar y las sillas. Ahora todo había pasado a Yamada, y todo estaba de lo más desagradable. Además, era labor más apropiada para personas jóvenes.
No había sido invitada Satoko. En consecuencia, faltaba alguien del grupo de parientes que acostumbraban reunirse. Pero lo más importante de todo, ya que Satoko no era en realidad un pariente, sería que ninguna de las mujeres presentes la igualaría en belleza.
Los mismos dioses parecían contemplar con desagrado las circunstancias. Mediada la ceremonia se oscureció el cielo, y sonaron truenos a distancia. Las mujeres que seguían las oraciones del sacerdote quedaron confundidas, temerosas de ser sorprendidas por un aguacero. Sin embargo, cuando llegó el momento de distribuir la joven sacerdotisa del hakama escarlata los sagrados ofrecimientos de vino a los asistentes, el cielo volvió a iluminarse. Mientras las mujeres inclinaban la cabeza, les caía el sol con fuerza provocándoles gruesas gotas de sudor a pesar de la capa de polvo blanco. Las matas de wisterias en los enrejados proyectaban sombras, que caían como una bendición sobre los presentes en la larga ceremonia.
De haber estado presente, el festival, sin duda, habría puesto de mal humor a Iinuma, ya que cada año se veían menos reverencias y lutos por el abuelo de Kiyoaki, que parecía ya relegado a una era desaparecida, especialmente desde la muerte del propio emperador Meiji. Se había convertido en un dios distante, que no tenía ninguna relación con el mundo moderno. Es cierto que su viuda, la abuela de Kiyoaki, tomaba parte en la ceremonia, lo mismo que otras personas mayores. Pero sus lágrimas parecían haberse secado hacía mucho tiempo.
Cada año, conforme la ceremonia seguía adelante, el murmullo del rezo de las mujeres se hacía cada vez más firme. El marqués no se había atrevido a manifestar su desaprobación. Él mismo estaba encontrando aquella ceremonia más aburrida cada año, y abrigaba la esperanza de hallar algún modo de hacerla algo más animada y menos deprimente. Durante el ritual atrajo su mirada una joven sacerdotisa cuyas facciones pronunciadas eran sorprendentes bajo su maquillaje blanco. Al levantar ella la vasija llena del vino sagrado, él quedó fascinado por el reflejo de unos ojos negros y ardientes en la superficie del líquido. Tan pronto como terminó la ceremonia corrió en busca de su primo, que no sólo era almirante, sino también bebedor de no poca fama, y al parecer le diría un chiste sobre la sacerdotisa, pues la risotada del almirante fue tan sonora y ordinaria que todos la miraron sorprendidos. La marquesa, sin embargo, sabiendo lo apropiada que era para tal ocasión su máscara de melancolía, no alteró en lo más mínimo su expresión.
Kiyoaki, mientras tanto, estaba ocupado en otra cosa. Las mujeres de la casa, tantas que de muchas de ellas ni siquiera sabía el nombre, estaban apiñadas al amparo de la sombra de las wisterias de final de la primavera. Hablaban entre sí, desapareciendo el clima de reverencia en cada momento que pasaba. De rostro inexpresivo, ajenas a la tristeza ritual, permanecían agrupadas según las instrucciones recibidas, en espera de poder dispersarse, llenas de pesada indolencia. La atmósfera que sugerían estas mujeres de cara blanca, tan pálidas como la Luna, producía un extraño efecto en Kiyoaki. Sin duda alguna tenía que ver todo con que hubiese sido excluida Satoko. Era algo que hasta el sacerdote, armado con la rama sagrada de sakaki, había encontrado difícil conjurar.