El príncipe Harunori, tercer hijo de su alteza imperial el príncipe Toin, había alcanzado recientemente la edad de veinticinco años y conseguido un generalato en la Guardia Imperial. Era de naturaleza magnánima y vigorosa, y en él descansaban la mayoría de las esperanzas de su padre. Para elegir novia para él no requería su padre la mediación de nadie, y así una larga serie de candidatas habían sido llevadas discretamente a la atención del joven. Ninguna de ellas, sin embargo, había despertado su fantasía imperial. Así pasaron los años, y cuando sus padres estaban ya en el borde final de la esperanza de casarle, el marqués de Matsugae aprovechó una oportunidad y les invitó a las fiestas de la floración del cerezo en su finca. Allí les fue presentada casualmente Satoko Ayakura. La pareja imperial quedó altamente impresionada con ella, y cuando los Ayakura, posteriormente, recibieron la petición confidencial de una fotografía, éstos obedecieron enviándoles una foto de Satoko en kimono de etiqueta. Cuando los padres del príncipe Harunori se la mostraron a éste, no hizo sus habituales observaciones, sino que la estuvo mirando durante mucho tiempo. La edad de Satoko, veintiún años, no era inconveniente de importancia.
El marqués de Matsugae sabía muy bien la deuda que tenía con los Ayakura por haber cuidado de Kiyoaki desde niño, y había deseado desde siempre hacer algo para ayudar a la familia del conde a recuperar algo de su pasada grandeza. La mejor forma de conseguir esto, aparte de un matrimonio dentro de la familia del emperador, sería otro que uniera a los Ayakura con uno de los príncipes, y la línea impecable de los Ayakura como una familia de la nobleza Urin excluía todo obstáculo. Lo que no tenían los Ayakura, sin embargo, eran los medios financieros para los gastos en que incurrirían con su nueva posición, desde la dote hasta el dinero que tendrían que desembolsar regularmente para los regalos tradicionales de cada temporada a todos los seguidores de la casa imperial. Una suma espantosa, que había que considerar.
Con fría compostura, Satoko observaba el alboroto creado por estos acontecimientos. Lució muy poco el sol durante el mes de abril de aquel año, y cuando un día daba paso al otro, bajo un firmamento siempre nublado, las marcas de la primavera iban siendo reemplazadas por las del verano. Satoko se asomaba al amplio y descuidado jardín desde el mirador de su habitación. Vio cómo habían caído ya los pétalos de las camelias, y cómo de los racimos de hojas brotaban nuevos capullos. La complicada urdimbre de ramas y hojas de los granados, con punzantes espinas, mostraban unos capullos rojizos a punto de estallar. Todos los nuevos retoños crecían verticalmente, de forma que el jardín parecía de puntillas, estirándose hacia arriba para alcanzar el cielo. Y ciertamente, cada día parecía estar más cerca de su meta.
Tadeshina estaba profundamente preocupada por la tristeza de Satoko, y de verla con frecuencia perdida en sus pensamientos. Por otro lado, escuchaba con atención todo lo que su madre y su padre tenían que decir, y seguía sus deseos como un tranquilo riachuelo entre las márgenes de su cauce. Ahora lo aceptaba todo con una débil sonrisa, y ya no quedaba rastro de su anterior obstinación. Pero tras la pantalla de tal docilidad, Satoko estaba ocultando una indiferencia tan grande como el firmamento gris de aquel mes de abril.
Un día de principios de mayo, Satoko fue invitada a tomar el té en la villa de verano de sus altezas imperiales, el príncipe y la princesa Toin. Ordinariamente, por esta época del año llegaba una invitación de los Matsugae para asistir a su fiesta de Omiyasama, pero pese a todas sus esperanzas, nunca le llegó a Satoko. En su lugar, apareció un funcionario de la casa del príncipe, con una invitación para el té, se la entregó a un mayordomo de los Ayakura, y se marchó.
A pesar de la apariencia de naturalidad de éste y otros incidentes similares, en verdad estaban cuidadosamente preparados en secreto, y aunque sus padres hablaban poco, ayudaban también a los conspiradores en su intento de cazar a Satoko en la compleja red de encantos que se estaba tejiendo a su alrededor.
El conde y la condesa estaban invitados también al té en la villa Toinnomiya. Como ir en una carroza enviada por el príncipe con todos los aderezos apropiados sería un espectáculo demasiado llamativo, los Ayakura decidieron asistir en otro, amablemente prestado por el marqués de Matsugae. La villa, construida unos años antes, hacia finales de la era Meiji, estaba en las afueras de Yokohama. Si el propósito hubiera sido diferente, la excursión habría tenido el carácter feliz del paseo de una familia que buscaba el campo.
Por primera vez en muchos días el tiempo era agradable, buen presagio que el conde hizo notar a su esposa. Como se aproximaba el Día de los Muchachos, casi todas las casas, a lo largo del recorrido, tenían enarboladas sus banderolas de papel, una por cada hijo, que se agitaban con la brisa del sur. Oscilaban en tamaño, y las había negras, rojas, doradas. Si del mismo mástil colgaban cinco o más, no podían moverse libremente con el empuje del viento. Cuando el carruaje pasó junto a una casa de labranza, en la falda de las montañas, el puñado de banderolas, encima del tejado, era tan abundante que el conde sintió deseos de contarlas: eran diez en total.
—Válgame el cielo, ¡vaya un individuo vigoroso! —dijo el conde con una sonrisa. Para Satoko, esta observación era muy vulgar, impropia de su padre.
Los árboles del camino evidenciaban su crecimiento en las hojas nuevas y las ramas jóvenes. Las montañas eran una masa verde, que pasaba del casi amarillo al marrón casi negro. Las hojas de los árboles destacaban de manera especial en la efusión general de verdor que hacía resplandecer todo el campo.
—Oh, una mancha… —exclamó la condesa mirando la mejilla de Satoko. Pero en el momento que se disponía a sacar el pañuelo para limpiarla, Satoko se separó rápidamente y la mancha desapareció. Fue cuando su madre se dio cuenta de que la mancha en la mejilla de su hija no había sido sino la sombra de otra real en la ventanilla. Satoko lanzó una sonrisa triste. No encontró divertido el error de su madre. Le disgustaba ser objeto de inspecciones especiales, como si fuera una pieza de seda preparada para un regalo.
Las ventanillas se habían mantenido cerradas, para que la brisa no estropeara el peinado de Satoko, y en el interior, el carruaje se había puesto calurosamente desagradable. Mientras el coche se balanceaba y el verde de las montañas resplandecía en las eras de arroz, inundadas junto a la carretera, Satoko no recordaba lo que le estaba esperando. Por un lado, pensaba, estaba consintiendo que un capricho la lanzara con audacia peligrosa en un camino del que no habría vuelta posible. Por otro lado, esperaba que algo interviniera milagrosamente y lo resolviera. Por lo pronto, había tiempo aún. Hasta el momento final era posible que llegara una carta de libertad. Pero en seguida volvía a renunciar a cualquier esperanza.
La villa Toinnomiya, casa-palacio de estilo occidental, se alzaba sobre un acantilado que dominaba el mar. Escaleras de mármol conducían a la entrada principal. Mientras un criado se hacía cargo de los caballos, los Ayakura descendieron del coche, y cambiaron observaciones de admiración respecto al espectáculo del puerto, ocupado por toda clase de barcos. Había sido servido el té en un amplio porche con vistas al mar. Había en él lozanas plantas tropicales, y a ambos lados de la puerta que daba acceso a él colgaban dos colmillos de elefante, regalos de la Corte de Siam.
Aquí, la pareja imperial dio la bienvenida a sus invitados y cordialmente les ofreció asientos. El té era, por supuesto, al estilo inglés, completado con pequeños y finos sándwiches, pastas y galletas, primorosamente ordenados en una mesa, con vajilla de plata, grabado en ella el crisantemo imperial.
La princesa recordó lo maravillosa que había sido la fiesta de la flor del cerezo en casa de los Matsugae, y luego, poco a poco, la conversación cambió al mahjong y al nagauta.
—En casa aún consideramos a Satoko como una niña, y todavía no le hemos permitido jugar al mahjong —dijo el conde, queriendo disimular el embarazoso silencio de su hija.
—Oh, ¡no diga eso! —rió la princesa graciosamente—. Nosotros, a veces pasamos todo el día jugando, si tenemos tiempo.
Satoko no podía sacar a colación un tema como el antiguo sugoroku y su colección de doce piezas blancas y negras, con las que jugaban a menudo.
El príncipe Toin estaba relajado, sin etiqueta, con un traje europeo. Llamó al conde a la ventana, junto a él, señaló a los barcos que había en el puerto e hizo alarde de sus conocimientos náuticos, como si estuviera dando instrucciones a un niño: aquél es un carguero inglés, aquel otro un barco con puente corrido, al lado hay un carguero francés, vea la cubierta protegida de aquel otro, y así sucesivamente.
A juzgar por el ambiente, podía sacarse la conclusión de que la pareja imperial estaba realizando considerables esfuerzos para conseguir un tema de conversación del agrado de sus huéspedes. Cualquier cosa que suscitara un interés mutuo bastaría, ya fueran los deportes, el vino o algo por el estilo. El conde Ayakura, sin embargo, recibía todo tópico de conversación con una pasividad bondadosa. En cuanto a Satoko, nunca se había mostrado tan consciente como esta tarde de la inutilidad de la elegancia, alimentado el pensamiento en ella por el ejemplo de su padre. Algunas veces el conde salía con algún chiste malo, que no tenía relación alguna con la conversación del momento, pero precisamente en esta ocasión se estaba conteniendo.
Pasado algún tiempo el príncipe Toin miró el reloj de pronto, como si algo acabara de ocurrírsele.
—Por una feliz coincidencia, Harunori llegará hoy a casa con permiso. Aunque es hijo mío, tiene aspecto de persona tosca. Pero, por favor, no se disgusten por ello. Después de todo es muy gentil.
Poco después, los criados anunciaban la llegada del joven príncipe.
Momentos más tarde aparecía en el porche la figura marcial de su alteza imperial el príncipe Harunori, crujiendo las botas y sonando la espada. Saludó a su padre con reverencia militar, y la impresión inmediata que dio a Satoko fue la de vacío total. Pero en este despliegue de pompa militar quedaba evidente el orgullo del príncipe Toin, así como la convicción del joven príncipe de que estaba cumpliendo con todo detalle el retrato que de él hubiese hecho su padre. En verdad, sus dos hermanos mayores eran completamente distintos. Inusitadamente afeminados y enfermizos, habían sido la desesperación de su padre.
Hoy, sin embargo, la impresión de ver de cerca la belleza de Satoko debió producir algún efecto especial en la conducta del príncipe Harunori. Ni cuando fue presentada a él, ni en ningún momento después la miró a los ojos.
Aunque el joven príncipe no era demasiado alto, tenía un físico muy gallardo. Se movía con agilidad, con aire de importancia y decisión, que le daba cierta gravedad no corriente en personas tan jóvenes. Su padre parecía satisfecho y dichoso. Esta satisfacción paternal estaba dando lugar en ciertos medios sociales a una creciente impresión entre muchos de que el príncipe Toin ocultaba cierta debilidad de voluntad bajo aquel exterior impresionante.
En cuanto a sus aficiones, su alteza imperial el príncipe Harunori atendía a su colección de música occidental. Este parecía ser el único tema sobre el que tenía opiniones propias. Cuando su madre le pidió que tocara algo para ellos, aceptó inmediatamente y se dirigió al salón de recepciones donde estaba el fonógrafo.
Satoko no pudo resistir el deseo de levantar los ojos para observarle. Cubrió la distancia hasta la puerta con largas zancadas, y de sus botas negras impecablemente limpias saltaban chispas con la luz del sol. Tanto que ella imaginó trozos de cielo reflejados en el cuero negro como fragmentos de porcelana. Cerró los ojos y esperó la música. Sintió el presentimiento de una catástrofe, y el débil nudillo de la aguja al caer sobre el disco hizo eco en sus oídos como un trueno.
Después, el joven príncipe contribuyó muy poco a la conversación lógica iniciada sobre el tema musical. Al acercarse la noche los Ayakura se despidieron de sus anfitriones.
Una semana más tarde, el mayordomo de la casa del príncipe Toin llegó a la residencia Ayakura, y sostuvo con el conde una discusión larga y detallada. El resultado fue la decisión de empezar los procesos formales, para obtener permiso del emperador para la boda. Satoko vio el documento, que decía así:
«A Su Excelencia el Ministro de la Casa Imperial:
»Se incluye una humilde súplica, con referencia a las negociaciones relativas a la boda entre:
»Su alteza imperial el príncipe Harunori Toin, y Satoko, hija de su excelencia el conde Korebumi Ayakura, segundo grado de licenciatura, grado júnior; en posesión de la Orden del Mérito, tercera clase.
»Que la petición de si tales negociaciones pueden iniciarse de acuerdo con la complacencia imperial, esperamos humildemente sea concedida, para ser llevada en su día ante el trono imperial.
»Hoy, día 12 del quinto mes de la Era de Taisho.
»Saburo Yamauchi,
mayordomo de la casa de su alteza
imperial el príncipe Toin.
Tres días después llegó una contestación del ministro de la casa imperial:
«Al mayordomo de la casa de su alteza imperial el príncipe Toin:
»Con relación a la disposición presentada a los funcionarios de la casa imperial, concerniente al matrimonio de su alteza imperial el príncipe Harunori Toin y Satoko, hija de su excelencia el conde Korebumi Ayakura, segundo grado de licenciatura, grado júnior; en posesión de la Orden del Mérito, tercera clase.
»Se hace constar que una petición ante el trono imperial, sobre si tales negociaciones deben proseguir con la complacencia del emperador, ha sido debida y adecuadamente cursada.
»Dado el día 15 del quinto mes de la Era de Taisho.
»El ministro de la casa Imperial».
Y así, observadas las formalidades preliminares, la petición podía ser presentada al emperador en cualquier momento.