XXI

Al día siguiente, Tadeshina telefoneó repetidas veces, pero Kiyoaki no acudió al teléfono. Luego pidió hablar con Iinuma, y le dijo que la señorita Satoko deseaba a toda costa hablar directamente con el joven amo y pedía que Iinuma le trasladara la noticia. Kiyoaki, sin embargo, le había dado instrucciones muy severas, y no podía actuar de mediador. Finalmente, después de un número de llamadas, la misma Satoko telefoneó a Iinuma. El resultado, sin embargo, fue el mismo: negativa completa.

Siguieron las llamadas durante varios días, causando no poca turbación entre las doncellas de la casa. La respuesta de Kiyoaki seguía invariable. Al fin apareció Tadeshina en persona.

Iinuma la recibió en una entrada lateral oscura. Él se sentó sobre sus tobillos en la plataforma, ordenados todos los pliegues de su hakama de algodón, determinado a no permitir a Tadeshina dar un paso dentro de la casa.

—El joven amo está ausente y por tanto no le es posible recibirte.

—Yo no creo que eso sea verdad. Sin embargo, si insistes, ¿te importaría llamar a míster Yamada?

—Aun cuando veas a míster Yamada, me temo que no habrá ninguna diferencia. El joven amo no te recibirá.

—Está bien, si es lo que tú crees. Voy a tomarme la libertad de entrar sin ser invitada, para discutir la cuestión directamente con el joven amo.

—Naturalmente eres totalmente libre para entrar como gustes. Pero él se ha encerrado en su habitación, y no hay forma de tener acceso a él. Y luego, presumo que tu recado es de naturaleza más bien confidencial. Si se lo revelaras a Yamada, podría dar lugar a algunos comentarios dentro de la casa, que eventualmente llegarían a oídos de su excelencia el marqués. Sin embargo, si esa perspectiva no te preocupa…

Tadeshina no dijo nada. Mientras miraba con repugnancia a Iinuma, advirtió cuán claramente destacaban sus granos, aun en la penumbra de la entrada. Era un brillante día de primavera, reluciendo bajo la luz del sol las puntas verdes de los pinos. Aquella cara envejecida, aquellas arrugas escasamente reducidas por la capa de polvos que la cubrían, le recordaba una figura pintada en crepé. La malicia se reflejaba agudamente en unos ojos hundidos.

—Muchísimas gracias. Supongo que aunque tú sólo estás obedeciendo órdenes del joven amo, debes prepararte para las consecuencias de dirigirte a mí en esa forma. Hasta ahora, he estado haciendo uso de mi ingenio por tu bien. No sería inteligente depender mucho de ello en lo sucesivo. Te ruego tengas la amabilidad de trasladar mis respetos al joven amo.

Cuatro o cinco días más tarde llegó una gruesa carta de Satoko. Ordinariamente Tadeshina entregaba a Iinuma directamente las cartas dirigidas a Kiyoaki, con el fin de engañar a Yamada; pero esta vez la carta fue depositada en la bandeja dorada, con el emblema familiar, y entregada abiertamente por Yamada en la habitación de Kiyoaki.

Kiyoaki se tomó el trabajo de llamar a Iinuma a su habitación para mostrarle la carta sin abrir. Luego le pidió que abriera la ventana. En su presencia metió la carta en el fuego de su hibachi. Iinuma observaba su blanca mano moviéndose sobre el hibachi, evitando las pequeñas lenguas de fuego, atizando la llama cuando el peso de la carta amenazaba sofocarla. Iinuma tenía la sensación de que se estaba cometiendo ante sus ojos una forma refinada de crimen. Si hubiera ayudado, estaba seguro de que la cosa se habría hecho con mayor eficacia, pero no se ofreció a ayudar, temiendo una negativa. Kiyoaki le había llamado allí sólo para que fuera un testigo.

Kiyoaki no pudo evitar el humo que salía del papel y le cayó una lágrima por la mejilla. Iinuma había esperado una vez que la disciplina dura y las lágrimas ayudarían a Kiyoaki a lograr una actitud adecuada en la vida. Ahora permaneció mirando las lágrimas que agraciaban las mejillas de Kiyoaki, enrojecidas por el fuego. Lágrimas que no se debían a ningún esfuerzo suyo. «¿A qué se debe —se preguntó— que siempre me sienta desamparado en presencia de Kiyoaki?».

* * *

Un día, pasada una semana, cuando su padre llegó a casa inusitadamente temprano, Kiyoaki cenó, por primera vez en varias semanas, con su padre y su madre en el salón de recepciones de la casa principal.

—¡Cómo pasa el tiempo! —exclamó el marqués—. El año próximo recibirás el quinto grado, primera graduación, y después haré que todos los criados se dirijan a ti con la fórmula debida a tu rango.

Kiyoaki temía su mayoría de edad, en el año próximo. Posiblemente la tenue influencia de Satoko estaba en el centro de su cansado desinterés, a la edad de diecinueve años, en la perspectiva de alcanzar la condición de adulto. Había dejado atrás la disposición infantil que hace que el muchacho cuente el tiempo que queda hasta el Año Nuevo con las puntas de los dedos y ardía con impaciencia por llegar a la virilidad. Escuchó las palabras de su padre con un talante frío y sombrío.

La comida prosiguió según el ritual fijado: su madre con la máscara de la melancolía clásica y su gracia indeclinable, su padre con la cara enrojecida y un desprecio deliberadamente animoso hacia las delicadezas. Sin embargo, Kiyoaki advirtió algo que llegó a sorprenderle: la mirada de sus padres. Nadie podría decir que era un mero intercambio de miradas. No parecía sino una conspiración silenciosa entre la pareja. Cuando Kiyoaki miró a la cara de su madre, su expresión titubeó, y luego tartamudeó en sus primeras palabras:

—Vamos…, Kiyoaki…, hay algo que me gustaría preguntarte, que quizá no sea del todo agradable. Aunque quizás exagerásemos demasiado las cosas llamándolas desagradables. En todo caso, quisiera saber tu opinión.

—¿De qué se trata?

—Bueno, el caso es que la señorita Satoko ha recibido otra proposición de matrimonio. Y esta vez las circunstancias son extremadamente complejas y delicadas. Si se deja llegar más lejos, puede que no haya duda sobre una negativa libre y fácil. Como siempre, la señorita Satoko no es propicia a dejar que nadie sepa cómo piensa, pero esta vez dudo que decida dar una rotunda negativa como en el pasado. Y sus padres están también dispuestos favorablemente. Así, digamos algo sobre ti. La señorita Satoko y tú os habéis mantenido afecto desde que erais niños. ¿No tienes nada que decir sobre su matrimonio? Todo lo que debes hacer ahora es decirnos lo que piensas. Y si tienes alguna objeción, creo lo más acertado que tu padre sepa la razón exacta.

Kiyoaki respondió sin vacilar, sin siquiera detenerse en el uso de sus palitos para comer.

—Yo no tengo la menor objeción que hacer. Es algo que a mí no me concierne en lo más mínimo.

Siguió un breve silencio, después del cual el marqués habló en un tono que indicaba lo imperturbable que era su buen talante.

—Está bien; en este punto todavía es posible retroceder. Si por un momento supusiéramos que estás involucrado de algún modo en esto, aun en el grado más ínfimo, ¿qué dirías?

—Yo no me siento implicado en ningún modo.

—Dije que era un hablar, ¿no? Pero si quieres que siga, está bien. Estamos en deuda con esa familia, y por tanto tengo la intención de hacer cuanto pueda para colaborar en este asunto, y a no escatimar gastos ni molestias para llevarlo a una conclusión feliz. En todo caso, así es como están las cosas. El mes que viene es el festival Omiyasama, pero si las cosas siguen progresando de esta forma, imagino que Satoko va a estar demasiado atareada para poder tomar parte en esa fiesta este año.

—En tal caso, quizá fuera una buena idea no tomarse la molestia de invitarla.

—Vaya; esto es una sorpresa —exclamó el marqués con una sonora carcajada—. No tenía la menor idea de que pensaras así.

Y la carcajada fue el final de la discusión.

En el análisis final, Kiyoaki resultaba un misterio para sus padres. Sus reacciones emocionales eran del todo diferentes a las de ellos. Cuantas veces habían intentado entender lo que estaba pensando, habían sufrido la desilusión de no entenderlo en absoluto. Y desistieron. Con relación al asunto de ahora, incluso tenían cierto resentimiento contra los Ayakura, por haberles educado a su hijo en tal línea, aunque fueron ellos quienes voluntariamente se lo confiaron. Se preguntaban si la elegancia cortesana, por la que los dos habían suspirado, consistía precisamente en aquella clase de situaciones que hacían a su hijo tan difícil de entender. A distancia, esa elegancia tenía un atractivo innegable, pero cuando se confrontaban con ella en la persona de su propio hijo sus efectos constituían un enigma.

El marqués y la marquesa, cualesquiera que fueran sus intrigas, usaban de sus emociones como de materiales teñidos de colores vivos, primarios, tropicales. Las emociones de Kiyoaki, sin embargo, eran mucho más sutilmente complejas, y por tanto sus colores supuestos variaban: el marrón apagado de una hoja en otoño se transformaba en carmesí; el carmesí, en el verde de la caña de bambú. Su padre se agotaba con el intento de resolver el jeroglífico de su hijo. Se sentía exhausto ante la aburrida indiferencia de su apuesto hijo, y de su silencio frío. Trató de recordar su propia juventud, pero no podía traer a la memoria nada que se pareciera a la mutabilidad que dominaba a su hijo. Kiyoaki era como un lago cuyas claras aguas dejaran ver las piedras del fondo un momento, para ocultarlas poco después con una tormenta de fango.

Tras unos minutos, el marqués volvió a dirigirse a Kiyoaki:

—A propósito, he estado pensando en dejar en libertad a Iinuma.

—¿A qué se debe eso? —inquirió Kiyoaki mostrándose por primera vez auténticamente sorprendido ante la inesperada reacción.

—Bueno, te ha sido fiel durante mucho tiempo, pero no olvides que el año próximo alcanzarás la mayoría de edad. Y él también se ha graduado, por lo que creo que es un buen momento. Existe también una razón específica. Ha llegado a mi conocimiento un rumor sobre él, bastante desagradable.

—¿Qué clase de rumor?

—Que su conducta dentro de la casa ha sido algo irregular. Para hablar claro, te diré que al parecer se ha estado entendiendo con una de las doncellas, Miné. Antiguamente, esto habría sido motivo suficiente para cortarle el cuello con mi propia espada.

La reserva de la marquesa era admirable cuando escuchaba palabras de su esposo. En todos los aspectos, ella sería siempre la firme aliada de su marido.

—¿Quién te ha comunicado tal rumor, papá? —insistió Kiyoaki.

—Eso no viene al caso.

Kiyoaki tuvo un recuerdo inmediato de Tadeshina.

—Sí, antiguamente habría tenido que eliminarle. Pero los tiempos han cambiado. Además vino aquí con una excelente recomendación del pueblo de Kagoshima, y yo conozco al viejo director de su colegio, que acude aquí para felicitarnos cada Año Nuevo. Será mejor dejarle ir sin ninguna perturbación, que no haría otra cosa que perjudicar su futuro. Además, quiero manejar las cosas con tacto, para facilitarle las cosas. Despediré también a Miné. Y si los dos siguen sus relaciones y quieren casarse, magnífico. Estoy deseoso de encontrar un trabajo para él. Lo principal es sacarle de la casa de forma que no le demos motivo para resentimientos. Será lo mejor. Después de todo, te ha servido fielmente durante muchos años, y en ese aspecto no tenemos queja alguna.

—¡Qué compasivo eres! ¡Y qué generoso!

Kiyoaki se cruzó con Iinuma en el pasillo aquella noche, pero no le dijo nada.

Ya acostado, la cabeza sobre la almohada, por su imaginación pasaba un torbellino de ideas. Se enfrentaba con la realidad pura de que en adelante estaría solo. No tenía más amigos que Honda, y no le había dicho nada acerca de su problema inmediato.

Tuvo un sueño, y estuvo seguro de que jamás sería capaz de registrarlo en su diario. Los acontecimientos soñados eran demasiado complejos e irracionales.

En él se le aparecían mil caras. El campo de maniobras cubierto de nieve, del Tercer Regimiento, parecía extenderse delante de él. Allí estaba Honda, con uniforme de oficial. Luego creyó ver una bandada de pavos reales que se posaban en la nieve. Vio a Satoko. Llevaba un collar precioso, y con ella estaban los dos príncipes siameses, con una corona de oro que se disponían a colocar sobre su cabeza. En otro ángulo, Iinuma y Tadeshina tenían una acalorada discusión. Luego vio los dos cuerpos rodar hasta caer en un enorme y profundo precipicio. Miné llegó montada en una carroza, y su madre y su padre salieron para recibirla con sonrisas obsequiosas. Luego, él mismo creía estar navegando en una cabeceante balsa por el vasto océano.

«Estoy demasiado implicado en mi mundo de sueños —pensaba mientras todavía no había despertado de éste—. Han acabado transformándose en realidad. Son como una inundación que me arrastra…».