En cuanto al banquete, todo salió como estaba planeado, con un final feliz, sin ningún fallo. El rudo optimismo del marqués era a prueba de todas las sutilezas. Él estaba muy satisfecho, y jamás soñó que ninguno de sus huéspedes pudiera sentirse de otro modo. En tales momentos entraba en juego su esposa, como reveló la consiguiente conversación:
—El príncipe y la princesa parecen haberlo pasado muy bien desde el principio hasta el final, ¿no es verdad? —empezó el marqués—. Creo que se fueron a casa completamente felices.
—Eso no hace falta decirlo —replicó la marquesa—. ¿No se dignó decir su alteza el príncipe que no había pasado un día tan delicioso desde que murió el emperador?
—Esa no es la mejor forma de expresarlo, pero yo sé lo que quiso decir. Sin embargo, una fiesta que dura desde la media tarde hasta entrada la noche, ¿no crees que pueda haber sido aburrida para algunos de ellos?
—No, no, en absoluto. Tú ordenaste las cosas tan inteligentemente, con tal variedad de entretenimientos, que todo transcurrió maravillosamente bien. No creo que nuestros invitados tuvieran un solo momento sin diversión.
—¿No se durmió nadie durante la película?
—Oh, no. Todos estuvieron mirando con los ojos bien abiertos, desde el principio al final, con el más vivo interés.
—Pero sabemos que Satoko es una chica muy sensible. Yo no creo que las escenas fueran demasiado románticas, pero ella fue la única que derramó lágrimas.
En efecto, Satoko había estado llorando durante la película. El marqués había advertido sus lágrimas cuando las luces se encendieron.
Kiyoaki se dirigió a su habitación, deshecho. Estaba del todo despierto, y le era imposible conciliar el sueño. Abrió la ventana e imaginó que las tortugas voraces se estaban reuniendo en aquel momento, levantando sus cabezas verdes sobre la superficie oscura del estanque, para asomarse en dirección a él. Finalmente tocó la campanilla para llamar a Iinuma, quien desde que estudiaba en las clases nocturnas siempre estaba en casa por las tardes.
Al penetrar en la habitación, Iinuma no necesitó más que una simple mirada para darse cuenta de que la ira y la frustración estaban torturando al joven amo. En las últimas semanas había ido adquiriendo gradualmente cierta habilidad en leer las expresiones faciales, conocimiento que hasta recientemente había estado por encima de su alcance. En especial había perfeccionado sus conocimientos en Kiyoaki, con quien tenía contactos diarios y cuyas expresiones le recordaban los fragmentos de cristal de colores que se mueven dentro del caleidoscopio.
En consecuencia, su disposición y perspectiva empezaron a alterarse. No mucho tiempo atrás, la cara de su joven amo con esta ansiedad y aflicción reflejadas, le habría llenado de repugnancia por lo que él había considerado pesada indolencia de Kiyoaki. Pero ahora lo veía como un refinamiento.
El júbilo no encajaba dentro del carácter de Kiyoaki. Su belleza tenía un tono melancólico, y así parecía más atractivo bajo la tensión de la ira o la pena. En momentos así, sus pálidas mejillas se ponían más blancas, sus bellos ojos aparecían inyectados de sangre, sus cejas delicadamente arqueadas se encogían en un ceño, y todo su espíritu parecía vacilar como si su mundo interior estuviera deshecho. Daba la sensación desesperada de necesitar algo a que sujetarse. Y de esta forma la dulzura se prolongaba en su desolación, como el eco de una canción en un desierto.
Como Kiyoaki no decía nada, Iinuma se sentó en la silla que acostumbraba a usar últimamente, aun cuando Kiyoaki no se la ofreciera. Luego extendió la mano y empezó a leer el menú del banquete, que Kiyoaki había tirado sobre la mesa. Los platos que figuraban en la lista constituían un festín tal que Iinuma sabía que no los gustaría jamás, por muchas décadas que sirviera a los Matsugae.
Banquete del Festival de la Flor del Cerezo.
6 de abril de 1913, Segundo año de la Era Taisho.
Sopas
Sopa de tórtola. Carne de tórtola finamente picada flotando en el caldo.
Sopa de pollo. Caldo con finos trozos de pollo.
Entradas
Trucha escalfada. Preparada con vino blanco y con leche.
Filetes de vaca asados. Preparados con setas.
Codorniz asada. Estofado con setas.
Filetes de carnero hervidos. Guarnición de apio.
Paté de Foie Fras. Servido con carne de aves en frío, piña en trozos y vino con hielo.
Gallo inglés asado. Estofado con setas.
Ensaladas individuales
Hortalizas.
Espárragos. Judías verdes.
Preparados ambos platos con queso.
Postres
Natilla francesa. Petit Fours.
Crema helada. Una variedad de gustos.
Mientras Iinuma leía el menú, Kiyoaki le estuvo mirando fijamente, sucediéndose en su cara una expresión a otra. En un momento sus ojos parecían llenos de desprecio, y al siguiente rebosaban de atracción patética. Le irritaba que Iinuma se sentara allí esperando que él rompiera el silencio. Si Iinuma hubiera sido capaz de olvidar la relación amo-criado en aquel momento, y hubiera puesto la mano sobre el hombro de Kiyoaki, como un hermano mayor, habría podido iniciar con facilidad la conversación.
No tenía la menor idea de que el hombre que se sentaba delante de él era diferente del Iinuma a que estaba acostumbrado. Lo que no comprendía era que Iinuma, que una vez había estado obsesionado con la supresión de sus pasiones, hubiese desarrollado ahora una suave indulgencia para con él, y que inexperto como era le hubiese procurado los primeros pasos dentro del mundo de las emociones más sutiles.
—Apenas puedo imaginar que tengas la menor idea de lo que bulle en mi mente —dijo Kiyoaki al fin—. La señorita Satoko me ha ultrajado. Me ha hablado como si fuera yo un chiquillo. Y llegó a decir que hasta ahora me había portado siempre como un muchacho necio. No, en realidad lo dijo con otras palabras. Se dirigió a mí con todo lo que más podía herirme, como si lo hubiera planeado cuidadosamente. No llego a comprender cómo ha podido decidirse a obrar de esa manera. Ahora me doy cuenta de que la excursión de aquella mañana de nieve fue idea suya… Ahora entiendo que no fui más que un juguete con el que estuvo jugando.
Kiyoaki hizo una pausa y luego continuó:
—Ahora dime, ¿no tienes la menor indicación de cómo fueron las cosas realmente? Por ejemplo, Tadeshina, ¿no dijo nada que sonara a sospechoso?
Iinuma pensó un momento antes de contestar.
—Bueno, no, señor. Yo no he oído nada.
Pero su pausa embarazosa se agarró a los nervios de Kiyoaki como una enredadera.
—Me estás mintiendo. Tú sabes algo.
—No, señor. No sé nada.
Al fin, sin embargo, bajo la presión de las preguntas de Kiyoaki, Iinuma descubrió lo que había decidido no revelar. Ser capaz de sentir la actitud de un hombre es una cosa, pero medir su reacción probable es otra muy distinta. No se dio cuenta que sus palabras golpearían a Kiyoaki con la fuerza de un hacha.
—Esto es lo que Miné me dijo, señor. Soy la única persona a quien habló, y yo prometí fielmente no revelar una sola palabra a nadie. Pero como se refiere al joven amo, creo que es mejor que lo diga. Era el día de la fiesta familiar del Año Nuevo, cuando la señorita Ayakura estaba aquí en la casa. Día en que su padre, el marqués, es tan amable que invita a todos los hijos de sus parientes para agasajarlos aquí. Habla con ellos y escucha sus problemas, como usted sabe. Y así resultó que su padre, el marqués, preguntó a la señorita Ayakura en tono de broma si no tenía ningún problema que quisiera discutir con él.
Ella respondió, también en tono de broma:
—Sí, en realidad tengo un problema muy serio que quiero discutir con usted, señor marqués de Matsugae. Me pregunto si podría hacer indagaciones acerca de sus puntos de vista sobre la educación.
En este punto debo decirle, señor, que el marqués refirió todo este incidente a Miné, bueno, en lo que se llama historias de tiempo de cama —estas palabras supusieron para Iinuma un dolor inexplicable—, y lo contó con todo detalle, riendo sonoramente mientras lo contaba. Ella me lo confió a mí tal como él dijo que había sucedido. De todos modos, la señorita Ayakura había captado el interés de su padre, el marqués, y éste preguntó:
—¿Dices mis puntos de vista sobre la educación?
Y luego la señorita Ayakura dijo:
—Bueno, según lo que he oído de Kiyo, su padre parece un gran defensor del acercamiento empírico. Me dijo que usted le llevó a una visita del mundo de las geishas, a fin de que pudiera aprender la mejor forma de comportarse allí. Y Kiyo parece sentirse muy dichoso con los resultados, creyendo que ahora es ya todo un hombre. Pero en realidad, señor marqués de Matsugae, ¿es cierto que usted defiende el método empírico aun a costa de la moralidad?
Comprendo que la señorita hizo esta embarazosa pregunta con su habitual naturalidad, sin esfuerzos. Él soltó una carcajada y luego contestó:
—¡Qué pregunta más difícil! Eso es precisamente lo que los grupos de la reforma moral están preguntando en sus peticiones a la Dieta. Bueno, si lo que dijo Kiyoaki era cierto, entonces yo podría mostrar algo en mi defensa. Pero la verdad es esta: Kiyo rechazó la oportunidad educacional. Como sabes, es muy raro; tan fastidioso, que me resulta a veces difícil creer que es hijo mío. Ciertamente, yo le pedí que me acompañara, pero apenas tuve tiempo para abrir la boca antes que él se retirase de muy mal humor. ¡Pero, qué divertido! Aun cuando eso es lo que realmente sucedió, él ha fabricado una historia para tener algo de qué presumir. No obstante, me apena pensar que he criado a un chico capaz de ignorar el distrito prohibido. Ahora le llamaré y le haré que se entere de lo orgulloso que estoy de su comportamiento. Esto tal vez le llegue a persuadir de dar una vuelta por la casa de alguna geisha.
Pero la señorita Ayakura rogó al padre de usted, el marqués de Matsugae, y al fin le convenció para que desechara semejante idea. Y también le hizo prometer que olvidaría lo que ella le había dicho. Y así él se abstuvo de hablar del hecho a nadie, por respeto a su palabra. Pero al fin habló a Miné, riendo todo el tiempo y muy divertido por toda la historia. Pero le dejó una advertencia severa de que no dijera una palabra a nadie. Miné es una mujer, naturalmente, y ella no podía guardar el secreto, y al final me lo contó. Me di cuenta de que iba envuelto el honor del joven amo, por lo que la amenacé diciéndole que si la historia llegaba a oídos de más personas yo rompería con ella inmediatamente. Quedó tan afectada por la forma en que le hablé, que no creo que haya peligro alguno de que se extienda la historia.
Mientras escuchaba la narración de Iinuma, Kiyoaki se puso todavía más pálido. Era como un hombre cogido en una niebla espesa, golpeándose la cabeza contra uno y otro obstáculo, hasta que la niebla desaparece para dejarle ver unas columnas de mármol blanco. La preocupación asumió ahora una forma perfectamente clara.
A pesar de negarlo, Satoko había leído su carta. Al principio le había disgustado, naturalmente, pero cuando descubrió en la fiesta familiar del Año Nuevo, por boca del propio marqués, que era una mentira, se emocionó y llenó de satisfacción en su «Año Nuevo más feliz». Ahora comprendió por qué le había abierto el corazón de forma tan apasionada y súbita aquel día. Y al fin, con su mayor confianza, había tomado la decisión de invitarle a salir a aquel paseo, con la nieve de febrero.
Esta revelación no explicaba las lágrimas de Satoko de hoy, ni la severa reprimenda que le había dado. Pero estaba muy claro para él que Satoko era una embustera de pies a cabeza, que se había estado riendo de él desde el principio hasta el final. Sin importar cómo trataría de defenderla, era innegable que había recibido un placer sádico con el desconcierto y derrota de Kiyoaki.
Por un lado —pensó amargamente— me acusa de haberme comportado como un chiquillo, y por otro, es evidente que se ha estado comportando como si quisiera que yo permaneciera así para siempre. ¡Qué astuta es! Da la sensación de ser una mujer que necesita ayuda, en el mismo momento que se dispone a jugar una de sus tretas sin escrúpulos. Pretendía adorarme, pero en realidad estaba actuando de niñera.
Abatido como estaba por el resentimiento, no se detuvo a reflexionar que era su carta la que había dado comienzo a todo, que era su mentira la que había iniciado aquel tren de acontecimientos. Todo lo que podía ver era que sus desgracias partían de la traición de Satoko.
Ella había herido su orgullo en una etapa de su vida, la transición penosa entre la niñez y la virilidad, en que nada era más precioso para él. Aunque todo este asunto hubiera podido parecer trivial a un adulto, como habían demostrado claramente las risotadas de su padre, era una chanza que pesaba sobre su propia estima, y para Kiyoaki, con sus diecinueve años, nada había más delicado y vulnerable. Se diera cuenta de ello o no, lo cierto es que se había metido en este asunto con una increíble falta de sensibilidad. Kiyoaki se sentía desgraciado.
Iinuma observaba aquella cara blanca con compasión, en un silencio prolongado, pero no comprendió el golpe de castigo que acababa de dar. Este muchacho apuesto nunca había perdido una oportunidad para desconcertarle, y ahora, sin la menor traza de venganza en sus intenciones, había aplastado a Kiyoaki. Además, nunca había sentido un afecto más íntimo para con él como en este momento, contemplándole, sentado, con la cabeza inclinada.
Sus pensamientos tomaron un rumbo más suave, más considerado: ayudaría a Kiyoaki hasta su cama. Si el muchacho empezaba a llorar, también él lloraría con él. Pero cuando Kiyoaki levantó la cabeza sus facciones eran duras y firmes. No había ninguna señal de lágrimas. Su mirada fría, penetrante, desterró todas las fantasías de Iinuma.
—Está bien —dijo—. Puedes irte ahora. Voy a acostarme.
Se puso en pie por sí mismo, y empujó a Iinuma hacia la puerta.