XVIII

El barón Shinkawa y su esposa eran una pareja pintoresca: el despiste de él estaba nivelado con la inquietud constante de ella. El barón no prestaba la más leve atención a cuanto su esposa decía o hacía, mientras que la baronesa proclamaba su afecto sobre los demás con una incesante catarata de palabras, de modo habitual, tanto en casa como en público. A pesar de su aire de hombre distraído, el barón era capaz en un momento dado de arañar despiadadamente en el carácter de una persona, con una única observación, incisiva, sentenciosa, cruel incluso, sobre la que nunca se dignaba ampliar detalles. Su esposa, por el contrario, por más torrentes de palabras vertidos sobre el mismo individuo, jamás lograba hacer reaccionar a nadie.

Poseían un «Rolls Royce», el segundo que se había comprado en el Japón, distintivo y prueba de su posición social. El barón acostumbraba vestirse un batín de seda después de la comida, y así ataviado pasaba el resto de la velada, ignorando por completo la verborrea inagotable de su esposa.

A invitación de la baronesa, el círculo Raicho Hiratsuka se reunía en la residencia de Shinkawa una vez al mes. Se denominaban a sí mismos Grupo del Fuego Celestial, según el famoso poema de lady Sanunochigami. Sin embargo, como inevitablemente llovía durante todo el día de la reunión, los periódicos se divertían aludiendo a ellos como el Club del Día Lluvioso. La baronesa no albergaba en su imaginación ningún pensamiento serio y estaba pasmada por el despertar intelectual experimentado entre las mujeres del Japón. Observaba el fenómeno con la misma excitada curiosidad que podría haber suscitado en ella una gallina poniendo huevos en forma de pirámides, por ejemplo.

Los Shinkawa se sentían a la vez irritados y halagados por la invitación de los Matsugae a la fiesta de las flores del cerezo. Irritados porque sabían lo aburrido que iban a pasarlo, y halagados porque tendrían oportunidad de exhibir en público sus modales auténticamente europeos. Los Shinkawa eran una vieja y rica familia de comerciantes, y aunque fuese esencial, naturalmente, mantener relaciones, mutuamente ventajosas, con los hombres de Satsuma y Choshu, que tanto poder habían logrado dentro del Gobierno, el barón y su esposa les despreciaban en secreto a causa de sus orígenes campesinos. Esta era una actitud heredada de sus padres, basamento firme de su recién adquirida elegancia.

—Bueno, ahora que el marqués ha invitado al príncipe Toin a su casa quizás organice una charanga para recibirle. Esa familia considera la visita de un príncipe imperial como un acontecimiento teatral.

—Me temo que tendremos que guardar para otra ocasión nuestros puntos de vista —respondió la esposa—. Yo creo que es elegante permanecer al corriente, como hacemos, sin aparentarlo, ¿no te parece? En efecto, es divertido mezclarse discretamente con gente como ellos, chapados a la antigua, ¿no te parece? Por ejemplo, yo creo que es gracioso ver cómo el marqués de Matsugae muestra su obsequiosidad y servilismo delante del príncipe Toin, en un momento dado, y luego trata de comportarse como si fueran viejos amigos. Pero me pregunto qué ropa debo ponerme. Saldremos a primeras horas de la tarde, por lo que imagino que me irá bien un vestido de fiesta. Supongo que lo más acertado será un kimono. Quizá deba darme prisa para encargar a Kitaide Kyoto que me prepararen algo, tal vez en ese adorable estilo que se adorna con encendidas flores de mil tonos, ¿no te parece? Por alguna razón, nunca me van bien los modelos de Suso. Nunca estoy segura de si soy yo sola quien piensa que los modelos de Suso son horribles, o si otras personas son también del mismo parecer. Así, pues, no sé qué hacer… Dime… ¿qué te parece a ti que haga?… No sé…

El mismo día, los Shinkawa recibieron una nota de los Matsugae. Se les rogaba respetuosamente que llegaran un poco antes de la hora fijada, para así estar presentes a la llegada de la pareja imperial. Aunque decidieron con fría deliberación no llegar hasta cinco o seis minutos después del tiempo en que eran esperados los Toinnomiya, les produjo pesadumbre descubrir que todavía llegaron temprano. Al parecer, el marqués había dado lugar a estas maniobras, costumbre campesina que irritaba al barón.

—Tal vez los caballos de su alteza imperial han sufrido un accidente en el camino —observó alguien, a modo de saludo. Pero aparte de lo mordaz del sarcasmo, nadie quiso oír disculpas por el retraso.

Un mensaje desde la distante puerta principal anunció la aparición de la carroza imperial, y el anfitrión y sus huéspedes ocuparon sus puestos para dar la bienvenida al príncipe.

El carruaje llegaba salpicado de barro. Los caballos se detuvieron bajo el pino que daba sombra a la calzada delante de la casa. Piafaban irritados y movían la cabeza con furia. Por un momento, las crines flotantes recordaron a Kiyoaki la cresta de una ola a punto de estrellarse en las rocas.

El elegante bigote gris del príncipe Toin destacaba bajo el sombrero negro. La princesa, detrás de su marido, majestuosa, cruzó el umbral hasta las blancas alfombras extendidas aquella mañana. La pareja imperial hizo un breve saludo con la cabeza antes de entrar en la casa, pero el ritual formal de la bienvenida tendría lugar en el salón de recepciones.

Cuando la princesa entró, a Kiyoaki le llamó la atención los flecos negros de los zapatos, que asomaban bajo la falda blanca. Eran como algas marinas que se movían en remolino. Su elegancia le fascinó tanto, que se resistía a levantar la vista para mirarla a la cara, que estaba empezando ya a mostrar señales de vejez.

En el salón de recepciones, el marqués de Matsugae presentó los otros invitados a los Toinnomiya. La única persona nueva para ellos era Satoko.

—¿Qué es lo que has estado tramando, Ayakura —increpó el príncipe—, ocultándome una señorita tan bella?

Kiyoaki, de pie a un lado, fue presa de un ligero estremecimiento. Tuvo la sensación de que Satoko se había transformado en una rara obra de arte, en una exposición pública.

Como el príncipe estaba tan ligado a la Corte de Siam, los dos príncipes le habían sido presentados inmediatamente después de su llegada al Japón. Ahora charlaba con ellos familiarmente, preguntándoles si les gustaban o no sus compañeros de estudios en el colegio. Chao P. sonrió, y dio una respuesta modelo de respeto y cortesía:

—Todos colaboran a facilitarnos las cosas, como si hubiéramos sido amigos desde hace muchos años. No nos falta nada.

Como los príncipes apenas habían aparecido por el colegio y evidentemente no tenían allí ningún amigo, salvo él, Kiyoaki encontró muy divertido este testimonio de entusiasmo.

Al barón Shinkawa le gustaba pensar que su educación era como de plata pulida, que resplandecía impecable en la atmósfera de su casa. Pero tan pronto como se lanzaba a las relaciones con el mundo exterior, aquella superficie bruñida empezaba a deslustrarse. Un solo encuentro como éste podía empañarla peligrosamente.

Bajo la dirección del marqués, los invitados salieron tras el príncipe y la princesa para ver las flores de cerezo. Siendo japoneses, las parejas no se mezclaban entre sí. La esposa iba siempre detrás de su marido. El barón Shinkawa había caído ya en uno de sus trances de abstracción, que fue advertido por los demás. Tan pronto como su esposa y él pusieron una conveniente distancia entre ellos y los otros huéspedes, el barón dijo:

—Cuando el marqués estaba estudiando en Europa adquirió costumbres extranjeras. Anteriormente mantenía a su querida en la misma casa que su esposa, pero después la instaló en otra alquilada fuera de la verja, que está aproximadamente a media milla. Eso supone, digamos, media milla de occidentalización.

—Para ser ilustrado —repuso su esposa— hay que serlo en todos los sentidos. Las medias tintas no dan resultado. Si la casa va a gobernarse realmente según normas europeas, ya se trate de una invitación formal o sólo de salir a dar un corto paseo por la tarde, marido y esposa deben hacerlo juntos, como nosotros, sin tener en cuenta lo que hagan los demás. Oh, ¡mira allá! ¿No ves la colina reflejada en el estanque? ¿Y los cerezos? ¿No es maravilloso? ¿Y no te gusta mi kimono? Mirando lo que llevan las otras, yo diría que el mío tiene una línea más cuidada, más audaz, más fina. Y por tanto tiene que resultar maravilloso para quien lo vea desde el otro lado del estanque reflejado en el agua, ¿no te parece? Oh, ¡qué desilusión! ¿Por qué no puedo estar a ambos lados del estanque al mismo tiempo? Estamos tan limitados, ¿no lo crees?

Situar a cada esposo con su respectiva esposa era una tortura refinada que el barón soportaba con ecuanimidad. Era lo que él prefería, y de lo que había sido pionero. Lo consideraba como la experiencia que muy bien podía convertirse en práctica general en un plazo de cien años. El barón no era hombre que deseara un apasionado goce de la vida, y estaba dispuesto a aceptar cualquier norma de conducta por aburrida que pudiera ser. Recibía todo aviso con el «noblesse oblige» de la sofisticada educación inglesa.

Cuando los invitados llegaron a la cima de la colina, desde donde contemplarían el espectáculo, fueron saludados por las geishas Yanagibashi, disfrazadas ya de los personajes tradicionales de los bailes Genroku de la flor del cerezo. Por tanto se vieron mezclados con el samurai, el Robin Hood femenino, el payaso, el juglar ciego, el vendedor de flores, el carpintero, el vendedor de viñetas, el héroe, las doncellas, el maestro haiku, y todos los demás. El príncipe Toin tuvo la benevolencia de divertirse, permitiendo que el marqués, que estaba a su lado, viera su sonrisa de placer, y los príncipes siameses daban jubilosas palmadas en el hombro de Kiyoaki.

Como tanto su padre como su madre estaban atareados agasajando al príncipe y la princesa, respectivamente, Kiyoaki quedó más o menos solo con los dos jóvenes siameses. Tenía suficiente con intentar liberarse de las geishas, que se agrupaban alrededor de él y los príncipes siameses, todavía torpes con el idioma japonés. Le quedaban pocas oportunidades de preocuparse de Satoko.

—Joven amo —decía la geisha que hacía el papel de poeta—, ¿serás tan amable de venir a visitarnos pronto? Muchas de las chicas se han enamorado de usted hoy: ¿van a quedar sin recompensa?

Las geishas jóvenes, incluso las que hacían papeles masculinos, llevaban un ligero toque de sombra alrededor de los ojos, lo que daba a sus rostros sonrientes un acento embriagador. Aunque el aire fresco anunciaba a Kiyoaki que estaba llegando la noche, tenía la sensación de estar protegido del viento por un biombo de sedas, bordados y mejillas empolvadas.

Se preguntaba cómo aquellas mujeres podían reír y actuar con apariencia tan feliz como lo estaban haciendo. Las estuvo observando detenidamente: cómo gesticulaban al contar historietas; sus uniformes movimientos de cabeza como si tuvieran un gozne de oro finamente labrado en el suave cuello blanco; cómo admitían las bromas, dejando asomar en sus ojos la ira sin dejar de sonreír; cómo adoptaban instantáneamente una expresión grave para celebrar algún dicho sentencioso de un invitado; el aire de fría separación de los demás cuando ajustaban el cabello con un toque de la mano; de todos estos detalles, el que más le interesaba era el modo de mirar, la picardía de los ojos. Sin darse cuenta de lo que hacía, comparaba todo aquello con la característica mirada de Satoko. Los ojos de las geishas eran animosos y vivos, con expresión de independencia, pero Kiyoaki los encontraba desagradables. Se posaban aquí o allí sin objeto, como moscas zumbantes. No tenían la coordinación delicada de Satoko, su sentido seguro de la elegancia.

Mientras estaba hablando con el príncipe, Kiyoaki observó el perfil de Satoko. Le iluminaba la cara un débil resplandor del sol poniente. Pensó en los destellos de un cristal, en la tenue luz de un koto, en el encanto peculiar de todo lo inaccesible. Además, conforme la sombra de los árboles y el cielo se oscurecían gradualmente, el perfil de Satoko se idealizaba más y más, como la silueta del Monte Fuji en una puesta del Sol.

Mientras tanto, el barón Shinkawa y el conde Ayakura cambiaban lacónicas observaciones, sin sentirse en absoluto obstaculizados por la geisha que les asistía, cuyos servicios aceptaban con fría indiferencia. El césped que pisaban estaba cubierto de flores, y un pétalo, para alegría del barón, quedó adherido a uno de los zapatos del conde, brillante por el sol poniente. Los zapatos eran tan pequeños como los de mujer. Además, cuando el conde sostenía un vaso de saké, su mano parecía tan pequeña y blanca como la de una muñeca. El barón, ante tan manifiesta evidencia de noble origen, experimentó una punzada de celos. Sin embargo, estaba convencido de que su propio despiste «inglés», cuidadosamente administrado, y la natural abstracción del conde, aportaban a su conversación un estilo y un tono que ninguna otra pareja podría igualar.

—En cuanto a los animales —dijo el conde—, mantengo que la familia de los roedores tiene cierto encanto.

—¿La familia de los roedores? —replicó el barón, dejando su duda en el aire.

—Conejos, marmotas, ardillas y semejantes.

—¿Tiene usted algún roedor domesticado en su casa, señor?

—No, en absoluto. Huelen demasiado mal. La peste se extendería por toda la casa.

—Comprendo, son encantadores, pero usted no los tendría en su casa, ¿verdad?

—Bueno, señor, en primer lugar parecen ignorados por los poetas, ¿comprende? Y lo que no tiene lugar en un poema tampoco lo tiene en mi casa. Es norma de mi familia.

—Comprendo.

—No, no los tengo en mi casa. Pero el hecho es que son criaturas tan tímidas que no puedo pensar que haya animales más encantadores.

—Sí, conde, estoy completamente de acuerdo.

—En realidad, señor, todos los seres encantadores, no importa de qué clase, huelen mal.

—Sí, señor, creo que es así.

—Me dicen, barón, que pasa usted mucho tiempo en Londres.

—Sí, y en Londres, a la hora del té la anfitriona se ocupa de manera principal de preguntar a todos: «¿Primero el té o la leche?». Aunque al final vienen las dos cosas juntas, té y leche mezclados en la taza, los ingleses dan una importancia enorme a la preferencia de cada uno sobre cuál de los dos ingredientes debe echarse primero. Para ellos parece asunto de mayor gravedad que la última crisis gubernamental.

—Muy interesante, muy interesante en verdad, señor.

No daban a la geisha ninguna oportunidad para intervenir con una sola palabra en la conversación, ni tampoco, a pesar del tema del día, demostraban el menor interés en la fiesta de las flores del cerezo.

La marquesa de Matsugae estaba hablando con la princesa Toin, que tenía una afición extrema por el nagauta y tocaba el samisen con gran destreza. Junto a ellas estaba la anciana geisha, la mejor cantadora de Yanagibashim, contribuyendo a la conversación. La marquesa estaba contando que algún tiempo atrás, en la fiesta de compromiso de un pariente, había tocado «El verde de los pinos» al piano, con acompañamiento de un hoto y un samisen, conjunto, según decía, que todos los invitados encontraron encantador. La princesa seguía la historia con vivo interés, y expresó su gran sentimiento por no haber podido estar en la fiesta.

Con frecuencia se escuchaban las risotadas sonoras del marqués de Matsugae. El príncipe Toin, por otro lado, gustaba de reírse de vez en cuando, pero lo hacía con la debida moderación, poniendo la mano delate de su bien acicalado bigote. La anciana geisha del papel de juglar susurró algo al oído del marqués, que inmediatamente dijo a sus invitados con voz cordial:

—Está bien. Ha llegado el momento del baile de la fiesta de la flor del cerezo. ¿Les importaría acercarse más al escenario?

Este anuncio, en realidad, pertenecía a la esfera de autoridad del mayordomo Yamada. Extrañado de que le arrebatara su papel el amo sin previo aviso, el anciano pestañeaba nerviosamente detrás de sus gafas. Esta reacción, que ocultó a la curiosidad de todos, era algo habitual en él, siempre que tenía que vérselas con lo inesperado.

Yamada jamás pondría un dedo en nada perteneciente al marqués, y esperaba que su amo mostrara, a su vez, cierta discreción con él. Por ejemplo, en el otoño anterior tuvo lugar un incidente. Los hijos de los extranjeros que vivían en las casas de más allá de la verja habían reunido algunas bellotas en los terrenos de la finca. Los hijos de Yamada habían salido para unirse con ellos, pero cuando los muchachos extranjeros les ofrecieron una parte de sus bellotas las rechazaron horrorizados. Su padre les había advertido muy severamente que no tocaran nada que perteneciera al amo. Los muchachos extranjeros no comprendieron su reacción, y posteriormente, el padre de uno de ellos fue a quejarse a Yamada. Cuando él se enteró de lo sucedido, reunió a sus hijos y les elogió por su conducta.

Pensando en esto se adelantó con determinación patética, en medio de sus invitados, agitando alrededor de sus piernas inseguras las faldas de su hakama, y les dirigió febrilmente hacia el escenario.

En este mismo momento, desde detrás de la cortina roja y blanca que en semicírculo cerraba el escenario, surgió el aviso de que el programa iba a comenzar.