XVII

Tras una lucha prolongada, el marqués de Matsugae logró hacer una lista rigurosa de invitados para el festival de la flor del cerezo. Su criterio consistía en invitar a las personas que se considerasen más apropiadas para tal ocasión, ya que el banquete con que concluía sería favorecido con la augusta presencia del príncipe imperial y de su esposa. Además de Satoko y sus padres, el conde y la condesa de Ayakura, incluyó en su lista a los dos príncipes siameses, y al barón Shinkawa y su esposa, que eran grandes amigos de los Matsugae. El barón era la cabeza del zaibatsu Shinkawa. Toda su vida estaba modelada sobre el esquema de un completo caballero inglés, que copiaba con escrupulosa atención en todos los detalles. La baronesa, por su parte, tenía amistad íntima con personas como la conocida feminista Raicho Hiratsuka y su círculo, y era también presidenta de «Las Mujeres del Mañana». En consecuencia se podía confiar en que su presencia añadiría colorido a la reunión.

El príncipe Toin y su esposa llegarían a la tres de la tarde, y serían acompañados a dar una vuelta por el jardín, después de un corto descanso en uno de los salones de la casa principal. Luego serían agasajados hasta las cinco de la tarde en una fiesta en el jardín, con geishas que se encargarían de ejecutar una selección de bailes de la fiesta de la flor del cerezo de la era Genroku.

Justo antes de la puesta del sol, la pareja imperial se retiraría a la casa occidental para los aperitivos. Después del banquete, habría una función final. Se había contratado un técnico para exhibir una nueva película extranjera. Este programa había sido ideado por el marqués, con la colaboración de Yamada, su mayordomo, después de ponderar los gustos de los huéspedes.

La elección de filmes dio al marqués algún disgusto. Había una película de Pathé, con Gabrielle Robín, la famosa estrella de la Comédie-Française, que era indiscutiblemente una obra maestra. El marqués la rechazó, sin embargo, temiendo que pudiera destruir el estilo de aquella fiesta, creado con tanto cuidado. Al principio de marzo, el Electric Theater de Asakusa había empezado a exhibir películas, rodadas en el Oeste, la primera de las cuales, «El Paraíso Perdido», se había hecho muy popular. Pero no tendría objeto presentar en un lugar como aquel una película que estaba prácticamente al alcance de cualquiera. Había otro film, un melodrama alemán lleno de acción violenta, pero que no era fácil que tuviera éxito con la princesa y las otras damas. El marqués decidió que la elección que más complacería a sus invitados era un film de cinco rollos, inglés, basado en una novela de Dickens. La película era un tanto melancólica, pero no le faltaba cierto refinamiento, sus recursos eran buenos, y los rótulos ayudarían a todos los huéspedes.

¿Pero qué pasaría si lloviese? En ese caso, el gran salón de la casa principal no ofrecería un adorno suficientemente variado de flores, y la única alternativa aconsejable sería trasladarse al piso segundo de la casa occidental. Después, las geishas ejecutarían allí sus danzas, y seguirían tal como estaba planeado, los aperitivos y el banquete formal.

Los preparativos seguían adelante con la construcción de un escenario provisional en un lugar cercano al estanque, justo al pie de la colina. Si el tiempo era bueno, el príncipe y su séquito harían sin duda un recorrido completo de la finca a fin de no perderse ninguna flor. Las cortinas tradicionales eran mucho mayores de lo requerido por acontecimientos ordinarios. El trabajo de decorar el interior de la casa con flores de cerezo, y la mesa del banquete, de forma que sugiriese una escena rural de primavera, exigía toda la atención de un crecido grupo de colaboradores. Finalmente, el día antes de la fiesta, entraron en actividad frenética los peluqueros y sus ayudantes.

Afortunadamente, el 6 de abril amaneció despejado, aunque el sol dejara algo que desear: Aparecía y se iba. Hasta había cierto frío en el aire de la mañana.

Una habitación no utilizada de la casa principal se destinó para que se cambiaran las geishas, y se llenó con todos los espejos disponibles. Picado por la curiosidad, Kiyoaki fue a echar un vistazo, pero la doncella que estaba a cargo de la sala le hizo salir rápidamente. Su imaginación, sin embargo, quedó prendada de una habitación recién fregada, que estaba siendo preparada para las mujeres que pronto iban a llegar. Se colocaron biombos, se pusieron almohadones por todas partes, y los espejos resplandecían tras las cortinillas brillantemente coloreadas de muselina de Yuzen. De momento no había la más débil indicación de cosméticos en el ambiente. Pero antes de media hora se operaría una transformación: la estancia se llenaría de voces encantadoras, de mujeres alrededor de los espejos, poniéndose y quitándose vestidos con la mayor naturalidad. Kiyoaki encontró aquella perspectiva fascinante. Quedó cautivado por la magia seductora de la ocasión, que no dimanaba del tosco escenario que ya había sido levantado en el jardín, sino más bien estaba concentrado con la promesa de la fragancia embriagadora que llegaría muy pronto.

Como los príncipes siameses tenían muy poca idea del tiempo, Kiyoaki les había pedido que vinieran tan pronto como acabara el almuerzo. Llegaron hacia la una y media. Les invitó de momento a que subieran a su estudio, confundido al descubrir que llevaban puestos los uniformes del colegio.

—¿Va a venir tu preciosa chica? —preguntó el príncipe Kridsada en voz alta, en inglés, antes de que cruzaran la puerta.

El príncipe Pattanadid, siempre gentilmente reservado, se molestó. Reprendió a su primo por su irreflexiva rudeza, y se excusó con Kiyoaki en un japonés vacilante.

Kiyoaki les aseguró que vendría. Le miraron sorprendidos cuando les pidió que se abstuvieran de hablar sobre él y Satoko delante de los huéspedes imperiales, de los Matsugae y de los Ayakura. Los príncipes habían supuesto, al parecer, que aquellas relaciones eran de conocimiento general.

Por ahora, los dos príncipes no mostraban señales de su anterior nostalgia, y parecían haberse acomodado al ritmo de la vida del Japón. Con sus uniformes escolares sorprendieron a Kiyoaki, por hacerlos casi indistinguibles de sus compañeros de clase. El príncipe Kridsada, que poseía grandes dotes de mímica, hizo un imitación del decano, lo bastante buena para hacer que Chao P. y Kiyoaki rieran a carcajadas.

Chao P. se acercó a la ventana y contempló un escenario completamente distinto del que se veía los días ordinarios. La cortina roja y blanca de la ventana era agitada por el viento.

—A partir de ahora hará más calor —dijo con aire de desesperación, con la voz llena de deseos por el sol cálido del verano.

Kiyoaki quedó totalmente arrebatado por este toque de melancolía. Se puso en pie, a punto de acercarse también a la ventana, pero al levantarse, Chao P. lanzó un grito súbito y juvenil que excitó a su primo y le hizo saltar de la silla.

—¡Ahí está! —exclamó en inglés—. Ahí está la preciosa dama que no debemos mencionar hoy.

Y ciertamente era Satoko, inconfundible con su kimono de manga larga, que caminaba por el sendero del estanque en dirección a la casa principal, acompañada de sus padres. Aun a distancia, Kiyoaki pudo ver que el kimono era de un bonito color rosa de flor de cerezo, que recordaba la fresca profusión de un prado en primavera. Al volver la cabeza momentáneamente señalando hacia la isla, pudo ver su perfil, la delicada palidez de sus mejillas resaltada por el brillante cabello negro.

En la isla no se habían colgado cortinas blancas y rojas. Era todavía demasiado temprano para ver los primeros indicios del verde de la primavera, pero las cortinas que señalaban el sendero tortuoso hasta la colina de arces lanzaban reflejos ondulantes sobre la superficie del agua, y sus coloridos hacían a Kiyoaki pensar en dulces rayados. Aunque la ventana estaba cerrada, creyó oír la voz dulce y viva de Satoko.

Dos jóvenes siameses y un japonés… formaban un trío junto a la ventana, conteniendo cada uno el aliento. Qué extraño, pensaba Kiyoaki. Cuando estaba con los dos jóvenes príncipes, ¿era que encontraba sus naturalezas apasionadas tan contagiosas que se creía ser lo mismo, y tenía deseos de manifestarlo abiertamente? En este momento, pudo decirse para sí mismo, sin el menor escrúpulo: «La amo. Estoy locamente enamorado de ella».

Seis años antes, había visto el perfil hermoso de la princesa imperial Kasuga, cuando ella se volvió a mirarle. Aquello había llenado su corazón de anhelos. Cuando Satoko salió del estanque volvió la cara hacia la casa principal, con un gracioso movimiento de cabeza, y aunque no miraba directamente a su ventana, Kiyoaki se sintió liberado repentinamente de su anterior obsesión. En un momento, había experimentado algo que lo superaba. Ahora, seis años más tarde, creía que había vuelto a captar un fragmento del tiempo, centelleante y cristalino, desde una perspectiva diferente. Satoko, caminando bajo el pálido sol de primavera, rió repentinamente, y al hacerlo, él la vio levantar un brazo para ocultar la boca tras la curva graciosa de su mano blanca. Su cuerpo esbelto parecía vibrar como un soberbio instrumento de cuerdas.