La finca de los Matsugae era muy famosa por su exhibición otoñal de hojas de arce, pero también lo era por sus flores de cerezo. Los cerezos y los pinos formaban las largas filas de árboles que flanqueaban la calzada, hasta la verja principal, en más de media milla. El mejor panorama se contemplaba desde el balcón del segundo piso de la casa occidental. Podía abarcarse de una sola mirada todos los cerezos en flor de la hacienda de los Matsugae. Algunos florecían a lo largo de la calzada, varios se hallaban entre los enormes gingko del jardín, otros rodeaban la pequeña loma donde había tenido lugar el ritual Otachimach de Kiyoaki, y unos pocos crecían en la colina más allá del estanque. Muchos observadores preferían este panorama a un despliegue abrumador de flores en un jardín.
Desde la primavera hasta principios de verano, los tres acontecimientos principales de la casa de Matsugae eran el Festival de Muñecas en marzo, la contemplación de las flores de cerezo en abril, y el festival Shinto en mayo. Pero como todavía no había transcurrido el año de luto ordenado tras la muerte de su alteza imperial, se decidió que este año los festivales de marzo y abril se limitarían estrictamente a ceremonias familiares, con gran desilusión para las mujeres de la casa. A lo largo del invierno, como sucedía todos los años, se habían filtrado toda clase de rumores desde las esferas superiores acerca de los planes para el Festival de la Muñeca y la contemplación de las flores de almendro, entre ellos, la llegada de un grupo de artistas profesionales. La casa estaba siempre llena de historias, especulación que suponía un gran aliento para las almas sencillas, acostumbradas a entretener sus pensamientos con la esperanza constante de la primavera.
Era famosa la celebración, en puro estilo kagoshima, del Festival de la Muñeca en casa de los Matsugae. Gracias a los distinguidos visitantes extranjeros invitados al correr de los años, era conocida ahora en el extranjero también, hasta el punto de que todos los años un gran número de americanos y europeos que estaban en Japón en tiempo de dicho festival hacían uso de todas sus influencias para conseguir invitaciones.
Las mejillas pálidas de las dos muñecas de marfil que representaban al emperador y a la emperatriz brillaban a la luz fría de principios de primavera, a pesar del fulgor de las velas que las rodeaban y el reflejo de la alfombra escarlata que había debajo. La muñeca representante al emperador iba vestida con las espléndidas ropas de ceremonia de un importante sacerdote Shinto, y la emperatriz con un traje de corte de la era Heiana, extravagantemente rico. A pesar de sus incontables faldas, la vestidura se abría graciosamente por la espalda para revelar la translúcida palidez de su cuello y su nuca. La alfombra escarlata cubría todo el suelo del gran salón principal de recepciones. De las vigas colgaban innumerables bolas de madera, forradas de una tela ricamente bordada, y las paredes estaban cubiertas con grabados y bajorrelieves representando muñecas populares. Una anciana llamada Tsuru, famosa por su destreza en esta clase de grabados, acudía a Tokio todos los años en febrero, para dedicarse plenamente a esos preparativos. Su refrán favorito consistía en un susurro, «como la señora desee».
Aunque el Festival de la Muñeca de este año carecía de la alegría habitual, las mujeres estaban animadas por la perspectiva de la temporada de la flor del cerezo. No se observaría públicamente, pero se celebraría con mucha mayor fastuosidad de lo que se había creído en principio. Esta esperanza iba garantizada por una comunicación de su alteza el príncipe, aunque en privado.
También esto había alentado al marqués. Era muy feliz, aunque la extravagancia, la ostentación y las restricciones de la sociedad pesaban fuertemente en su naturaleza. Si el primo del emperador creía conveniente hacer la vista gorda a la observación del luto, nadie osaría criticar al marqués.
Como su alteza Huruhisa Toin había sido representante personal del emperador en la coronación de Rahma VI, y en consecuencia era conocido personalmente en la familia real de Siam, el marqués decidió que sería adecuado incluir a los dos jóvenes príncipes entre los invitados.
Años antes en París, durante los Juegos Olímpicos de 1900, el marqués había llegado a intimar con el príncipe, al prestarle un servicio valioso, como guía en la vida nocturna de la ciudad. El príncipe gustaba recordar aquellos días, con referencias que sólo el marqués entendía.
—Matsugae —diría— ¿recuerdas aquel lugar con una fuente que manaba champán? ¡Fue una noche inolvidable!!
El seis de abril era el día fijado para la contemplación formal de las flores de cerezo, y tan pronto como el Festival de la Muñeca terminara, el compás de vida en la casa se aceleraría con los preparativos.
Sin embargo, Kiyoaki, no hizo nada durante su vacación de primavera. Sus padres le instaban a que hiciera un viaje a algún sitio, pero aunque no veía a Satoko con frecuencia, no estaba en forma para abandonar Tokio mientras ella quedara allí.
A medida que la primavera se acercaba, a pesar del frío agudo, Kiyoaki luchaba con una serie de premoniciones inquietantes. Finalmente, cuando el aburrimiento se hizo insoportable, decidió hacer algo que sólo hacía muy raras veces: una visita a la casa de su abuela en la finca. Su abuela parecía incapaz de abandonar la costumbre de toda su vida de tratarle como a un niño, y ésta, junto con su afición a catalogar los defectos de su madre, era razón más que suficiente para su aversión a visitarla. Desde la muerte del abuelo, su abuela había vuelto completamente la espalda al mundo y comía poco más de un puñado de arroz todos los días, como si viviera en anticipación la muerte, que esperaba no tardaría en llegar. Sin embargo, tuvo éxito con esta dieta.
Cuando la gente llegaba de Kagoshima para visitarla, les hablaba en el dialecto de la región donde había nacido, indiferente a lo que pudieran pensar los demás. No obstante, con Kiyoaki y su madre hablaba al estilo de Tokio, aunque con dificultad. Kiyoaki estaba convencido de que su abuela conservaba cuidadosamente su acento de Kagoshima como condena implícita de la fácil fluidez de las propias inflexiones de su nieto en Tokio.
—Así que va a venir a ver las flores de cerezo el príncipe Toin, ¿eh? —dijo sin más preámbulo, cuando entró Kiyoaki. Se estaba calentando los pies en el kotatsu.
—Sí, eso es lo que dicen.
—Yo no pienso ir. Tu madre me lo pidió, pero prefiero estar aquí lejos de todos.
Luego, mostrando preocupación por su ociosidad, pasó a preguntarle si no se sentía inclinado a dedicarse al judo o a la esgrima. En tiempos había habido en la misma finca un salón para practicar, pero había sido derribado para dejar espacio. Hizo el comentario sarcástico de que aquella destrucción había marcado el comienzo de la decadencia de la familia. Esta era, sin embargo, una opinión que congeniaba con su forma de pensar. A él le gustaba la palabra «decadencia».
—Si vivieran tus dos tíos, tu padre no llevaría el camino que está llevando. Por lo que a mí respecta, este estar en términos familiares con la familia imperial y derrochar dinero en entretenimientos es una ostentación. Siempre que pienso en mis dos hijos muertos en la guerra, sin ni siquiera haber conocido lo que era el lujo, creo que no tengo que ver nada con tu padre y el resto de los suyos, flotando en la vida, no pensando más que en divertirse. En cuanto a la pensión que recibo, la dejo al lado del altar de la casa sin siquiera tocarla. Me parece que su majestad imperial me la concedió en atención a mis hijos y por la sangre que ellos derramaron tan galantemente. Sería un grave error hacer uso de ese dinero.
Su abuela disfrutaba haciendo pequeños sermones como éste, pero en verdad el marqués era generoso, sin límites, en concederle todo lo que deseara, ya fuese ropas, comida, dinero para gastar o criados. Kiyoaki se preguntaba muchas veces si tal vez estuviera avergonzada de sus orígenes campesinos y esto la llevara a evitar toda clase de vida social.
No obstante, siempre que la visitaba, y sólo entonces, creía estar escapándose de sí mismo y del ambiente artificial que le ahogaba. Disfrutaba del contacto con una persona que tan ligada estaba a él, pero que retenía el vigor de sus antecesores.
Todo lo relacionado con su abuela estaba en física armonía con la imagen que él tenía de su carácter: sus manos largas y los dedos embotados; las líneas de su cara parecían dibujadas con trazos firmes y seguros de pluma de escribir; y los labios sugerían una resolución firme. Alguna vez, sin embargo, quería dejar una nota ligera en su conversación. Ahora, por ejemplo, acarició la rodilla de su nieto, bajo la mesa que cubría el calentador para los pies.
—Siempre que vienes por aquí, mis mujeres se aturden y yo no sé qué hacer con ellas. Me temo que para mí sigues siendo un muchachito con la nariz humedecida, pero supongo que estas chicas ven las cosas de modo diferente.
Kiyoaki miró la foto descolorida de sus dos tíos, de uniforme, que estaba en la pared. El atuendo militar le pareció una barrera entre ellos y él. La guerra había terminado hacía sólo ocho años, pero la brecha entre ellos parecía definitiva.
—Yo jamás derramaré sangre real, ni heriré más que corazones —alardeaba consigo mismo, aunque no sin un ligero recelo.
Fuera, el sol brillaba sobre el biombo de shoji. La pequeña habitación se bañaba con un calor acogedor, haciéndole sentirse como si estuviera dentro de un enorme capullo blanco. Le pareció estarse calentando voluptuosamente bajo la luz directa del sol. Su abuela empezó a dormitar. En el silencio de la habitación se dio cuenta del tic-tac del enorme y antiguo reloj de pared. La cabeza de su abuela se inclinaba ligeramente hacia adelante. La frente asomaba bajo la línea del cabello corto, que llevaba salpicado con polvo de tinte negro. Advirtió el brillo sano de su piel. Hacía más de medio siglo, pensaba, el caluroso sol de Kagoshima debió haberla quemado todos los veranos de su juventud, y aún ahora parecía retener las marcas tostadas.
Estaba soñando de día y sus pensamientos, que se movían como el mar, cambiaron gradualmente del ritmo de las olas al del largo y lento paso del tiempo, y de ahí a lo inevitable de hacerse viejo. Repentinamente contuvo el aliento. Nunca había reflexionado sobre la sabiduría y otros beneficios de la edad madura. ¿Sería capaz de morir joven, y a ser posible libre de dolor? Una muerte graciosa, como un kimono rico que arrojado sobre una mesa pulida se desliza sin encontrar ningún obstáculo hasta la oscuridad del suelo. Una muerte marcada por la elegancia.
El pensamiento de la muerte le estimuló súbitamente, con el deseo de ver a Satoko siquiera un momento.
Telefoneó a Tadeshina, y luego salió de la casa. No había duda de que Satoko estaría llena de vida y de belleza, lo mismo que le sucedía a él. Estos dos hechos parecían ser un extraño giro de la fortuna, algo a que asirse en tiempo de peligro.
Siguiendo el plan de Tadeshina, Satoko pretendió salir a dar un paseo, para verse con Kiyoaki en un pequeño santuario Shinto, no lejos de su casa. La primera cosa que hizo fue darle las gracias por la invitación al festival de las flores del cerezo. Ella pensó obviamente que él había persuadido al marqués para que se anunciaran esas fiestas. De hecho esta era la primera noticia que tenía él sobre el particular, pero con su usual indiferencia no la apartó de su idea y aceptó las gracias de forma vaga y general.