Todo el correo que llegaba a casa de los Matsugae era entregado de acuerdo con el ritual establecido: el mayordomo, Yamada, se hacía cargo de él y lo colocaba en una bandeja de oro, grabada con el emblema familiar. Luego pasaba a presencia del marqués y de la marquesa. Como Satoko conocía este procedimiento, había tenido la precaución de confiar su nota a Tadeshina, quien a su vez la pasaría a manos de Iinuma.
Pero Iinuma, preocupado con los estudios para su examen final, tomó tiempo primero para verse con Tadeshina y luego para entregar la carta amorosa de Satoko a Kiyoaki.
«Aunque la mañana, después de la nevada, era clara y resplandeciente no pude menos de pensar con angustia en lo que había sucedido el día anterior. En mi corazón parecía que la nieve seguía cayendo todavía. Los copos al fundirse dibujaban la cara de Kiyo. ¡Cuánto daría por vivir en alguna parte, donde la nieve cayera todos los días del año, para que jamás dejara de pensar en ti, Kiyo!
»Si estuviéramos en otros tiempos habrías compuesto un poema en mi honor, ¿verdad? Y yo habría ofrecido en respuesta otro poema mío. Me sorprende pensar que aunque he estado estudiando waka desde la infancia, a estas alturas todavía no soy capaz de escribir un poema para expresar mis sentimientos. ¿Será porque carezco de talento?
»¿Por qué crees que soy tan dichosa? ¿Sólo porque he encontrado alguien lo bastante amable para no sentirse contrariado por lo que yo digo o hago, por caprichoso que sea? Eso sería lo mismo que pensar que disfruto tratando a Kiyo de cualquier forma, y nada podría producirme mayor dolor que saber que crees esto.
»No, lo que realmente me hace dichosa es tu gentileza. Tú fuiste capaz de ver a través del antojo mío del otro día. Supiste ver lo desesperada que me sentía en mi interior. Y sin una palabra de reproche viniste conmigo en aquel paseo por la nieve, e hiciste realidad el sueño que yo tenía dentro de mí con tanto embarazo. Eso es lo que yo quiero deducir de tu gentileza.
»Kiyo, aún ahora, recordando lo que sucedió, siento que el cuerpo me tiembla de júbilo y vergüenza. Aquí, en Japón, pensamos en el espíritu de la nieve como en una mujer, el Hada Nieve. Pero recuerdo que en occidente los cuentos de hadas siempre tienen como elementos decisivos a un apuesto joven. Así pienso yo en Kiyo, como en el espíritu de la nieve, tan masculino como tú. Pienso que me estás empujando a sentirme disuelta en tu belleza hasta morir en la nieve. Ningún destino podría ser más dulce».
Al final, Satoko había escrito lo siguiente:
«Por favor, te ruego que no olvides de echar esta carta al fuego, una vez leída».
Hasta esta línea final, el estilo era suave y gracioso, pues Satoko nunca se expresaba sino con elegancia. Sin embargo, Kiyoaki quedó sorprendido por el vigor apasionado que parecía asomar en cada palabra.
Después de leerla, su inmediata reacción fue considerar que era la clase de carta que podía transportar a un hombre hasta el éxtasis. Sin embargo, reflexionando parecía también un ejercicio de elegancia epistolar de la estudiante Satoko. Advirtió que quizá quería enseñarle que la elegancia está por encima de toda cuestión de indecencia.
Si los dos se habían enamorado aquella mañana de nieve, ¿cómo podían soportar un día sin verse siquiera un momento? ¿Qué cosa más natural? No obstante, Kiyoaki no era inclinado a seguir sus impulsos de tal forma. Curiosamente, vivir sólo para las propias emociones, como una bandera obediente a la dirección de la brisa, exige rebelarse contra el curso natural de los acontecimientos, pues esto implica estar completamente subordinado a la naturaleza. La vida repele toda limitación, cualquiera que sea su origen, que limite su propio sentido instintivo de la libertad.
Kiyoaki volvió a demorar la visita a Satoko. No se guiaba por el conocimiento de las sutilezas que sólo están abiertas a los que están ya experimentados en el arte del amor. Su comportamiento era simplemente el resultado de su imperfecta sabiduría del arte de la elegancia. Todavía estaba tan falto de madurez que envidió la serena libertad de Satoko, hasta su impudicia, y llegó a sentirse inferior.
Del mismo modo que la corriente vuelve a su cauce normal después de la inundación, la predilección de Kiyoaki por el sufrimiento comenzó a reafirmarse. Su naturaleza soñadora podía ser tan exigente como caprichosa, tanto más cuanto que estaba enfadado y frustrado por la falta de obstáculos para su amor. La colaboración intrigante de Tadeshina y de Iinuma proporcionó un blanco fácil, y llegó a considerar sus maniobras como enemigas de la pureza de sus sentimientos.
Su orgullo quedó herido cuando comprendió que esto era todo lo que podía esperar cuando el dolor y la agonía del amor empezaran a hilar su destino. El dolor podía ser material apropiado para tejer un tapiz, pero Kiyoaki sólo disponía de un telar familiar sin más materiales dolorosos que puro hilo blanco.
—¿A dónde me están llevando —se preguntaba— en este momento, cuando me estoy enamorando?
Pero aunque admitiera que lo que sentía era amor, su naturaleza se resistía a ceder una vez más.
Para cualquier joven, el recuerdo del beso de Satoko, habría sido suficiente para elevarle a éxtasis de júbilo y satisfacción. Pero para éste era un recuerdo que producía dolor de corazón.
Aparte de todo, la felicidad que había sentido en aquel momento tenía el fuego brillante de una joya preciosa. No había duda de ello. Estaba grabado en su memoria. En medio de un desierto nevado, informe y sin colorido, con sus emociones alborotadas, no sabiendo cómo se había embarcado en el viaje ni cómo terminaría, el resplandor cálido de esa joya había sido como un horizonte claro.
Su sentido de la discrepancia entre la memoria de esa felicidad y su presente dolor de corazón creía y profundizaba. Finalmente cayó en la negra melancolía tan suya de siempre. El beso le atormentaba como recuerdo de una burla humillante de Satoko.
Decidió escribir una respuesta a su carta, lo más fría que pudiera. Rompió varios trozos de papel en el intento, empezando de nuevo cada vez. Cuando al fin había compuesto lo que creía su billetito amoroso, y dejó a un lado la pluma, se dio cuenta de la extensión de su logro. Sin intentarlo, había dado con el estilo de un hombre de gran experiencia mundana, basándose en la carta que en otra ocasión le enviara. Esta vez, el mismo pensamiento de franca decepción era tan doloroso que todavía le hacía empezar otra carta. En ella, sin intento por su parte, reflejó el júbilo de haber saboreado un beso por primera vez. Estaba lleno de pasión juvenil. Cerró los ojos al meterla en un sobre, y pasó la punta de la lengua por el borde del sobre. La goma tenía un sabor vagamente dulce, como una medicina.