XIV

El padre de Kiyoaki le había confiado la llave de la biblioteca. Estaba instalada en un ángulo del lado norte de la casa principal, y se trataba de una habitación que de los Matsugae recibía escasa atención. El marqués no era hombre que dedicara mucho tiempo a los libros. Sin embargo, allí se conservaban los clásicos chinos, que habían pertenecido al abuelo de Kiyoaki, los libros occidentales que el marqués había encargado a Maruzen con su mejor deseo de aparentar ser un intelectual, y otras muchas obras recibidas como regalo. Cuando Kiyoaki ingresó en la escuela de segunda enseñanza, su padre le entregó la llave, como quien confiere la custodia de un tesoro, fuente de sabiduría. Por tanto sólo él tenía el privilegio de ir allí siempre que quisiera. Entre las obras de la biblioteca que menos suscitarían el interés del marqués, estaban las colecciones de clásicos japoneses y libros para niños. Con anterioridad a la publicación, los editores de cada obra solicitaban una breve recomendación del marqués, junto con una fotografía suya en traje de etiqueta, y luego, a cambio de este privilegio de «recomendado por su excelencia el marqués de Matsugae», en letras doradas en la cubierta de cada libro, le regalaban las colecciones.

El mismo Kiyoaki no era muy inclinado al uso frecuente de la biblioteca. Prefería sus propias fantasías a los libros. Sin embargo, para Iinuma, a quien Kiyoaki daba una vez al mes la llave de la biblioteca para hacer la limpieza, era el lugar más sagrado de la casa, santificado por la posesión de los clásicos chinos tan queridos del abuelo de Kiyoaki. Cuando hablaba de ella, nunca decía meramente la biblioteca, sino «la biblioteca de su excelencia», y cuando pronunciaba esas palabras su voz se llenaba de emoción.

La tarde después que Kiyoaki se reconcilió con Honda, llamó a su tutor, en un momento que Iinuma se disponía a partir para sus clases nocturnas, y dejó caer la llave de la biblioteca en su mano sin decirle una palabra. Había fijado un día para la limpieza mensual. Además, era una tarea que Iinuma nunca hacía de noche. ¿Cuál era la razón, se preguntaba, de darle la llave ahora, en día que no corresponde limpiar y además, de noche? La llave estaba en la palma de su mano como un caballito del diablo.

Iinuma recordaría este momento con frecuencia. Qué desnuda parecía la llave, como un cuerpo caliente en su mano. Permaneció algún tiempo tratando de decidir qué significaría todo aquello, pero no lo logró: Cuando al fin Kiyoaki lo explicó, hervía de rabia, no tanto por su amo, sino por sí mismo, que estaba a su merced.

—Ayer por la mañana no fui al colegio y me ayudaste. Esta noche me toca a mí ayudarte. Vete como si salieras para el colegio. Luego das la vuelta por la parte de atrás y entras por la puerta que hay frente a la biblioteca. Esa llave te abrirá, y puedes esperar dentro. Pero no enciendas la luz. Lo mejor y más seguro sería que cerraras la puerta por dentro. Tadeshina ha dado a Miné instrucciones completas. Telefoneará aquí, con un mensaje para ella preguntando cuándo se terminará el perfumador de Satoko. Esa será la señal. Miné es hábil en un trabajo tan delicado y la gente siempre le está pidiendo que haga algo así. La propia señorita Satoko le encargó que le hiciera un perfumador con brocados de oro. Así, esa llamada telefónica no levantará la menor sospecha. Una vez que Miné reciba el mensaje, esperará hasta el momento que se supone sales tú para el colegio, y luego irá a la biblioteca y llamará suavemente en la puerta, esperando que le abras. Y como esto será después de la cena, cuando todo el mundo esté afanoso de un lado a otro, nadie notará su falta hasta pasados treinta o cuarenta minutos. Tadeshina cree que una cita de vosotros dos fuera de aquí sería muy peligrosa y difícil de arreglar. Se precisarían toda clase de pretextos para que una doncella saliese sola sin dar lugar a que todo mundo encontrara algo que decir. De todos modos, me tomé la libertad de decidir ese asunto sin consultarte. Tadeshina va a llamar a Miné esta noche. Y por tanto tú debes ir a la biblioteca. Si no vas, Miné quedará contrariada.

Mientras escuchaba de pie, entre la espada y la pared, la mano de Iinuma se movió tan violentamente que casi dejó caer la llave.

* * *

La biblioteca estaba muy fría. Las tupidas cortinas de hilo de oro dejaban penetrar un poco de luz de los faroles que lucían en el jardín detrás de la casa, pero no era suficiente para descifrar los títulos de los libros. La habitación olía a moho, con el mal olor que se percibe en las márgenes de un canal obstruido.

La oscuridad no era obstáculo para Iinuma. Había aprendido de memoria el lugar de casi todos los libros de la biblioteca. Obras tales como los escritos de Han Feitzu, «El Testimonio de Seiken» y «Las dieciocho historias», llenaban las estanterías, incluyendo una edición, con encuadernación japonesa, de los «Comentarios sobre los Cuatro Clásicos», que había perdido la cubierta protectora. Era un libro que el abuelo de Kiyoaki había hojeado tantas veces que la cubierta estaba desgastada.

Un día que Iinuma volvía las páginas de uno de los libros a los que estaba quitando el polvo, le llamó la atención un poema de Kayo Honen. Era una colección de obras famosas japonesas y chinas, y Iinuma había cuidadosamente memorizado el lugar. Se titulaba «Canción de un Corazón Noble». Había un verso particularmente consolador para alguien que realizaba su trabajo de limpiar la biblioteca:

Aunque ahora barro una pequeña habitación,

No seguiré haciendo lo mismo para siempre.

¿Puede Kyushu sostener mi ambición?

¿Pueden las bandadas de parloteantes gorriones

¿Compartir la senda solitaria del águila?

Iinuma entendió ahora. Conociendo su profunda reverencia por la «biblioteca de su excelencia», Kiyoaki había deliberadamente escogido este lugar para la cita. No había duda de ello. Cuando explicaba el plan que tan minuciosamente había preparado, la fría satisfacción de su talante era prueba suficiente de que él se daba cuenta de todas las implicaciones que se derivarían. Quería que los acontecimientos siguieran su curso, con lo que Iinuma cometería un sacrilegio en lugar que tanto veneraba.

Cuando pensaba en ello le brotaba un silencioso deseo de venganza en Kiyoaki. Podía ser un deleite en el sacrilegio. Por consiguiente cuando Iinuma profanara lo que era tan precioso para él, Kiyoaki estaría tan satisfecho como si con un trozo de carne cruda hubiera manchado una tumba. En tiempos legendarios, el dios Susano, hermano de la diosa Sol, había encontrado satisfacción en forma semejante.

Desde que Iinuma se perdiera, el poder de Kiyoaki sobre él crecería inmensamente. Además, y para Iinuma la injusticia de esto era desconcertante, el mundo aceptaría como naturales y encantadores los placeres de Kiyoaki, mientras que condenaría los suyos con severidad inflexible como sórdidos. Cuando meditaba sobre esto, el desprecio a sí mismo de Iinuma se acentuaba.

Del techo de la biblioteca llegaban los crujidos de las ratas huidizas y algún chillido sordo ocasional. Cuando hizo la limpieza el mes anterior había extendido allá arriba castañas envenenadas, pero al parecer habían servido de poco. Súbitamente se estremeció, recordando lo que más deseaba olvidar.

Cada vez que veía la cara de Miné, por mucho que tratara de evitarlo, siempre se agitaba en su mente el mismo mal pensamiento. Ahora, cuando su cuerpo cálido iba a encontrarse con él en la oscuridad de la tarde, permanecía esclavo de esta misma ansiedad. Había algo que probablemente Kiyoaki conocía pero nunca había mencionado. El mismo Iinuma se había mantenido callado sobre el particular. En realidad era más bien un secreto a voces, que hacía el dolor de Iinuma cada vez más difícil de soportar. Le atormentaba como un centenar de ratas amontonadas sobre él. El marqués había dormido con Miné, y todavía lo hacía alguna que otra vez. Su imaginación se excitaba, pensando en las ratas que roían el techo con ojos ensangrentados y cuerpos repugnantes…

El frío era casi inaguantable. Aquella figura valiente de Iinuma, cuando salía para cumplir con sus devociones diarias, se estremecía con el frío que sentía en la espalda y que se apoderaba de él hasta enfriarle la piel como una compresa helada. Miné probablemente se demoraría hasta que hubiese una oportunidad de abandonar la mesa sin llamar la atención.

Mientras esperaba, su deseo crecía, agudo e insistente. Un conjunto de sentimientos desagradables se combinaba con el frío penetrante y el olor a podredumbre, para lastimar sus nervios. Sentía una extraña sensación, como si las aguas sucias de una zanja de desagüe le subieran hasta las rodillas manchando su fino hakama de seda.

—¿Es este el modo de encontrar el placer? —pensaba aquel hombre de veinticuatro años, capaz de grandes hazañas y maduro para los más altos honores.

Se oyó una ligera llamada en la puerta. Iinuma reaccionó con tal celeridad que tropezó con una estantería. Finalmente logró meter la llave en la cerradura. Miné se volvió ligeramente y se deslizó en la biblioteca. Cuando Iinuma volvió a cerrar con llave la cogió de los hombros y la empujó de manera nada ceremoniosa hacia la parte trasera de la habitación. Por la razón que fuere, su mente estaba fija en la nieve sucia que había visto acumulada a lo largo de la pared exterior de la biblioteca cuando pasó por allí. Aunque no tenía tiempo ni deseo de especular, estaba dominado por la necesidad de poseer a Miné en el ángulo más cercano a la nieve sucia.

Arrastrado al salvajismo por sus fantasías fue brutal con la chica. Cuanto más se compadecía de ella, más cruel se volvía. Y cuando en medio de todo aquello se dio cuenta que su vicio era pasión por vengarse de Kiyoaki, se vio asaltado por un sufrimiento indescriptible. Como el tiempo era corto y el silencio imperativo, Miné permitió a Iinuma satisfacer su deseo sin ofrecer ninguna resistencia. Pero la dulzura de aquella sumisión sólo contribuía a atormentar más a Iinuma, pues sus modales indicaban un sereno entendimiento de sí misma.

No obstante, ésta no era la única razón de aquella condescendencia. Miné era alegremente disipada. Y para ella, la total tosquedad de los modales de Iinuma, su intento de intimidarla con el silencio, sus manos torpes, probaban la realidad de su deseo. Nunca pensó ni soñó que pudiera él compadecerse de ella.

Tumbada en la oscuridad, Miné sintió repentinamente el frío, como una espada bajo su kimono. Mirando a través de la penumbra, logró ver estanterías cargadas de libros, cada uno en su estuche, apagado el brillo de los títulos por el paso de los años. Parecía que la presionara por todos lados. La rapidez era algo esencial. Tadeshina la había explicado hasta el último detalle, para que no tuviera dudas en ningún momento, y todo lo que se requería de ella era que actuara sin vacilación. Veía su papel en la vida como el de una persona preparada para entregar libremente su cuerpo al placer. Esto era demasiado para ella, pero su pequeño cuerpo maduro, con su carne firme, y su piel suave y sin mancha, se sentía contento de dar satisfacciones.

No sería exagerado decir que sentía afecto por Iinuma. Donde quiera que era deseada, Miné tenía un tacto maravilloso para descubrir las buenas cualidades de su pretendiente. Nunca había colaborado con las otras doncellas en sus burlas despectivas por Iinuma, y así la virilidad tanto tiempo hostigada y ridiculizada recibía por fin su recompensa en el corazón de aquella mujer.

De súbito tuvo la visión de un lugar con todos los fastuosos adornos de los días festivos: las luces de acetileno, con su olor irritante, los globos, los molinetes, los fuegos artificiales, los dulces y confituras con alegres colores…

Abrió los ojos en la oscuridad.

—¿Qué estás mirando? —preguntó Iinuma con evidente irritación.

Las ratas volvían a correr por el techo. Casi no se oían sus movimientos, pero había en ellos una nota de urgencia desesperada. Parecían precipitarse frenéticamente por sus dominios oscuros, en un frenesí que las llevaba de un extremo a otro.