En casa inventó la historia de que había salido del colegio temprano debido a un súbito resfriado. Su madre subió rápidamente a la habitación para tomarle la temperatura. A todo esto, Iinuma anunció que Honda estaba al teléfono. Kiyoaki tuvo gran dificultad para persuadir a su madre de que no atendiera la llamada, y cuando lo consiguió y bajó él al teléfono, iba envuelto en una manta por imposición de su madre.
—Es muy sencillo: la historia consiste en que fui al colegio pero regresé temprano. Nadie sabe otra cosa distinta. ¿Mi resfriado? —Inquieto por la puerta que tenía a la espalda, continuó con voz baja y apagada—: No te preocupes por eso. Mañana iré al colegio y te contaré. No empieces a llamar sólo porque no estuve en clase. ¡No seas exagerado!
Cuando colgó, Honda se sintió airado por la respuesta fría de Kiyoaki a su preocupación, adivinando algo más que su tono antipático de siempre. Honda nunca había puesto a Kiyoaki en situación de tener que compartir un secreto.
Sin embargo, empezó a pensar:
«Telefonear sólo porque no estuvo hoy en el colegio no es cosa mía».
Ciertamente, algo más que la preocupación por el amigo le había llevado a telefonear tan precipitadamente. Cuando cruzó el patio cubierto de nieve hasta la oficina de la Administración, para hacer la llamada, durante el recreo, se había apoderado de él un presentimiento que no podía desechar.
El pupitre de Kiyoaki había estado vacío toda la mañana. Honda experimentó de pronto la sensación de espanto de un hombre cuyos peores temores se ven confirmados. El viejo pupitre, con sus cicatrices bajo la capa de barniz, reflejaba el resplandor de la nieve que llegaba por la ventana. Le hizo pensar en un ataúd cubierto de blanco, como los usados para enterrar sentados a los antiguos guerreros.
Su melancolía persistió hasta después de llegar a casa. Iinuma fue a verle con un mensaje de Kiyoaki: lamentaba la forma con que le había hablado. Si le enviaba un ricksha, ¿aceptaría una visita? El tono de Iinuma le deprimió. Se negó cortésmente y dijo que podían discutir sus cosas cuando Kiyoaki estuviera lo suficientemente bueno para volver al colegio.
Cuando Iinuma transmitió este mensaje, Kiyoaki sintió las molestias de una verdadera enfermedad. Después, llamó a Iinuma más tarde, aquella misma noche, pero en lugar de ordenarle hacer algo, le sorprendió contándole sus preocupaciones.
—Satoko no me causa más que problemas. Es cierto lo que dicen, que la mujer destruye la amistad de los hombres. Si Satoko no se hubiera comportado tan caprichosamente, yo no habría dado a Honda motivos para enfadarse.
Durante la noche dejó de nevar, y el día siguiente amaneció despejado y agradable. Contra la voluntad de su madre y del resto de la casa Kiyoaki partió para el colegio. Quería estar allí antes que Honda y ser el primero en darle los buenos días. Pero a medida que el sol subía, el esplendor de la mañana invernal experimentó un cambio. Él estaba afectado por una felicidad profunda, que le había transformado, pero cuando llegó Honda a la clase y correspondió a su sonrisa con otra bastante fría, Kiyoaki abandonó la intención inicial de contarle todo lo ocurrido el día anterior.
Honda le había dirigido una sonrisa sin palabras. Después de poner la cartera sobre su pupitre, se apoyó en el alféizar de la ventana unos momentos y miró a la nieve. Tras echar una rápida mirada al reloj, que indicaba que tenían treinta minutos a su disposición antes de comenzar la clase, se volvió sin decir una palabra, y salió. Kiyoaki se sintió impulsado a seguirle.
Pequeños espacios ajardinados estaban colocados geométricamente junto al colegio. En medio había una glorieta. No lejos, el terreno descendía bruscamente, y un pequeño sendero conducía hasta un estanque rodeado de árboles. Kiyoaki pensó que Honda no bajaría al estanque, ya que la nieve blanda haría el camino difícil. Tal como había supuesto, Honda se detuvo en la glorieta, apartó la nieve de uno de los bancos y se sentó. Kiyoaki se encaminó hacia donde estaba Honda.
—¿Por qué me estás siguiendo? —inquirió el amigo.
—Ayer me comporté muy mal —se excusó Kiyoaki cortés.
—No importa. Tu resfriado fue sólo una excusa, ¿verdad?
—Así es.
Imitando a Honda, Kiyoaki limpió la nieve del banco y se sentó. Debido al brillo del sol, los dos tenían que mirarse de soslayo, lo que reducía grandemente la carga emocional ambiente. El estanque quedaba oculto, pero sólo tenían que ponerse en pie para verlo a través de las ramas de los árboles cargadas de nieve. Estaban cercados por el gotear del agua, prueba de que los montoncillos de nieve del tejado del colegio, de la enramada de la glorieta y de los árboles se estaban derritiendo. La capa helada que cubría los macizos había desaparecido, dejando aislados trozos de hielo que resplandecían como granito pulimentado.
Honda esperaba que Kiyoaki revelara algún secreto, pero no quería admitir que sentía curiosidad. Casi deseaba que Kiyoaki no dijera nada. Cualquier confidencia que partiese, aun netamente, de la condescendencia, sería desagradable.
Fue, pues, Honda quien habló primero, deseando sólo encontrar tema de conversación que no guardara ninguna relación con el asunto que mediaba entre los dos.
—Últimamente he estado pensando mucho en nuestra personalidad. Los tiempos en que vivimos, este colegio, esta sociedad… Yo me siento ajeno a todo ello. Al menos me gustaría creerlo así. Y lo mismo puede decirse con relación a ti.
—Sí, por supuesto —replicó Kiyoaki, con su tono desinteresado y distante de siempre, aunque con una dulzura nueva.
—Pero déjame que te pregunte esto: ¿Qué sucederá después de cien años? Sin tener nada que decir en la cuestión, todas nuestras ideas quedarán agrupadas bajo el título general de: «El pensamiento de la época». Toma la historia del Arte, por ejemplo: esto prueba mi punto de vista, te guste o no te guste. Cada período tiene su propio estilo, y ningún artista que viva en una era puede elevarse por encima del estilo de ella, cualquiera que sea su personal perspectiva.
—¿Tiene nuestra era su estilo también?
—Creo que me inclinaría a decir que el estilo de la era Meiji está muriendo. ¿Pero cómo puedo saberlo? Vivir en medio de una era supone no participar conscientemente de su estilo. Tú y yo, entiéndeme, estamos inmersos en un estilo de vida determinado, pero somos como carpas que nadan en una pecera sin siquiera darse cuenta de ello. Piensa en ti mismo: tuyo es todo un mundo de sentimientos. Tú apareces diferente de la mayoría, y estás completamente seguro de que jamás has permitido que tu personalidad quede comprometida. Sin embargo, no existe ningún medio de probar eso. El testimonio de tus contemporáneos no tiene el menor valor. ¿Quién lo sabe? Debe ser que tu mundo interior es en realidad el estilo de esta era en su forma más pura. Pero, otra vez, no hay forma de saberlo.
—Entonces, ¿quién decide?
—El tiempo. El tiempo es lo que importa. A medida que el tiempo pase seremos arrastrados inexorablemente dentro de la corriente de nuestra era aun cuando seamos ignorantes de que lo es. Y cuando digan que los jóvenes de la antigua era Taisho pensaban, vestían y hablaban de tal o cual forma estarán hablando de ti y de mí. Nosotros seremos considerados en conjunto. Tú detestas a ese grupo del equipo de kendo, ¿no es verdad? Los desprecias, ¿no es así?
—Sí —repuso Kiyoaki, inquieto porque el frío le iba penetrando por los pantalones; tenía la mirada puesta en unas hojas de camelia en la enramada. Recién liberadas de la nieve derretida, tenían un fulgor deslumbrante—. Sí, no sólo me disgustan, sino que además los desprecio.
Sin apartarse del tema, Honda prosiguió:
—Está bien. Ahora imagina esto si puedes: dentro de unas pocas décadas la gente te verá a ti y a la gente que desprecias como uno y lo mismo, entidad única. A tus amigos torpes y estúpidos, con sus sentimentalismos, su mente estrecha y viciosa que condena y acusa de afeminado a todo el que no es como ellos, su menosprecio a los de menor cultura, su veneración fanática al general Nogi, el encuadre mental que les permite tener la satisfacción increíble de barrer el suelo todas las mañanas alrededor del sakaki plantado por el general Meiji; tú con toda tu sensibilidad serás unido con toda esa gente cuando alguien se detenga a estudiar nuestros tiempos en los años venideros. Ahí tienes la forma más sencilla de establecer la esencia de nuestra era, tomando el denominador común más bajo. Una vez que el agua agitada se calme podrás ver en ella un arcoiris brillante. Y así será. Después que hayamos muerto será fácil analizarnos y aislar nuestros elementos básicos. Naturalmente, esta esencia, el pensamiento fundamental de nuestra era, será sumido en la oscuridad de aquí a cien años. Entonces tú y yo no podremos librarnos del veredicto, no tendremos modo de probar que no compartimos los desacreditados puntos de vista de nuestros contemporáneos. ¿Y qué nivel aplicará la historia a esa perspectiva? ¿Qué crees tú? ¿El de los genios de nuestra era? ¿El de los grandes hombres? En absoluto. Los que vengan detrás de nosotros, para decidir qué había en nuestras mentes, adoptarán el criterio de tus amigos del equipo de kendo. En otras palabras, se agarrarán a los credos más primitivos y populares de nuestros días. No olvides que toda era ha sido siempre caracterizada en términos de semejantes necedades.
Kiyoaki no estaba seguro de adonde quería llegar Honda con todo aquello, pero mientras escuchaba empezó a germinarle un pensamiento. Varios compañeros de clase asomaban a las ventanas abiertas del aula del segundo piso. Las ventanas de las otras habitaciones estaban cerradas, reflejando el resplandor del sol y el azul del cielo. Una escena mañanera familiar. Cuando pensó en los acontecimientos del día anterior, le pareció que había sido arrastrado contra su voluntad desde un mundo de excitación sensual a los campos claros de la razón.
—Bien, esta es la historia —dijo. Se sentía confuso por sus observaciones, en contraste con las de Honda, pero estaba haciendo un esfuerzo para ponerse a la altura del pensamiento del otro—. En pocas palabras: lo que pensamos, esperamos o sentimos no tiene la menor relación con el curso de la historia. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Eso es exactamente. Los europeos creen que un hombre como Napoleón puede imponer su voluntad sobre la Historia. Nosotros los japoneses creemos lo mismo de los hombres como tu abuelo y sus contemporáneos, que trajeron la Restauración Meiji. ¿Pero es eso realmente cierto? ¿Obedece la Historia alguna vez a la voluntad de los hombres? Cuando te miro me hace reflexionar esa cuestión. Tú no eres un gran hombre, ni un genio. Pero hay en ti una característica que te coloca totalmente aparte: no tienes fuerza de voluntad. Y por tanto, me fascina pensar en ti como sujeto de la Historia.
—¿Hablas con sarcasmo?
—En absoluto. Pienso en términos de participación inconsciente en la Historia. Por ejemplo, digamos que yo tengo fuerza de voluntad.
—Ciertamente la tienes.
—Supongamos que yo quiero alterar el curso de la Historia y dedico todas mis energías y recursos a este fin. Utilizo todas las fuerzas que poseo a inclinar la Historia hacia mi voluntad. Digamos que tengo el prestigio y la autoridad necesarios para llevar esto a cabo. Nada aseguraría que la Historia procedió según mis deseos. Luego, por otro lado, quizá cien, doscientos, hasta trescientos años más tarde, la Historia virará bruscamente para tomar un curso en consonancia con mis ideales, y todo sin yo tener nada que ver con ello. Quizá la sociedad asumiría una forma que fuese la réplica exacta de mis sueños de cien o doscientos años antes. La Historia con fría condescendencia se mofaría de mi ambición.
—Pero cada cosa tiene su momento de madurez, ¿no es así? —preguntó Kiyoaki—. Al fin llegaría el de tu visión, eso es todo. Tal vez no tarde cien años. Tal vez sólo treinta o cincuenta. Eso sucede con frecuencia. Y quizá después de tu muerte sirva tu voluntad como línea invisible que ayude a realizar lo que querías ver cumplido en tu vida. Tal vez si alguien como tú no hubiera vivido jamás, la Historia no habría tomado ese giro, no importa el tiempo que tarde.
Aun cuando tales abstracciones frías y poco atractivas suponían un duro esfuerzo para él, Kiyoaki se sentía arrastrado por una excitación, de la que tenía que dar las gracias a Honda. Era reaccionario a reconocer que la satisfacción procedía de tal fuente, pero cuando miró en derredor y contempló los campos, las ramas desnudas de los árboles, y el sonido claro del goteo del agua, se dio cuenta de que era dichoso por haber iniciado Honda esta discusión. Aunque debía saber que Kiyoaki todavía estaba absorto en la memoria de la felicidad del día anterior, Honda había decidido ignorarlo. Decisión adecuada a la pureza de la nieve. En aquel momento, parte de ella se desprendía del tejado, dejando al descubierto algunas tejas húmedas ennegrecidas.
—Y así —continuó Honda—, si la sociedad se vuelve como yo quiero ahora después de un centenar de años, ¿tú llamarías a eso una consecuencia de mi voluntad?
—Debe de serlo.
—¿De qué?
—De tu voluntad.
—Estás bromeando. Yo estaría muerto. Como acabo de decirte, todo sucederá sin tener yo nada que ver con ello.
—Bueno, ¿vas a decir entonces que es el cumplimiento de la voluntad de la Historia?
—¿Es que la Historia tiene voluntad? Siempre es peligroso tratar de personificar a la Historia. Por lo que a mí concierne, la Historia no tiene voluntad propia, y además tampoco tiene la menor preocupación por mi voluntad. Así si no hay ninguna voluntad implicada en el proceso no puedes hablar de realización posterior de propósitos previos. Y todos los llamados cumplimientos de la Historia lo prueban. Apenas se han logrado cuando empiezan a desmoronarse. La Historia es un testimonio de la destrucción. Siempre hay que dejar espacio para el siguiente cristal. Para la Historia, construir y destruir son la misma cosa.
—Conozco perfectamente esto. Aunque lo comprendo no puedo ser como tú y dejar de ser un hombre con determinación. Supongo que es una exigencia de mi carácter. Nadie puede darlo por seguro, pero yo me atrevo a decir que toda voluntad tiene en su esencia el deseo de influir en la Historia. No estoy diciendo que los deseos humanos afecten a la Historia, sino que tratan de hacerlo. Luego, también algunas formas de voluntad están ligadas con el destino, pero este concepto es anatema para la voluntad.
—A la larga toda voluntad humana está condenada a la frustración. Es una realidad que las cosas resultan contrarias a nuestras intenciones. ¿Y qué conclusión saca de esto un occidental? «Mi voluntad, dice el occidental, es la única fuerza racional implicada; el fracaso viene por casualidad».
—Hablar de casualidad es negar la posibilidad de toda ley de causa y efecto. La casualidad es la única irracionalidad aceptable para la libre voluntad.
—Sin el concepto de casualidad la filosofía occidental de voluntad libre nunca habría surgido. La casualidad es el refugio crucial de la voluntad. Y sin ella el mismo pensamiento sería inconcebible, del mismo modo que el occidental no tiene forma de racionalizar los repetidos reveses y frustraciones que tiene que soportar. Yo creo que este concepto de casualidad, de juego, es la misma sustancia del Dios de los europeos, y así tienen una deidad cuyas características derivan de ese refugio tan vital para la libre voluntad que es la casualidad, única clase de Dios que inspiraría la libertad de la voluntad humana.
—Pero ¿qué sucedería si negáramos la existencia de la casualidad? ¿Qué sucedería si, aparte la victoria o la derrota, uno tuviera que excluir todo posible papel de la casualidad? En este caso se estaría destruyendo todo el refugio de la libre voluntad. Si se prescinde de la casualidad se minarán los apoyos ocultos bajo el concepto de voluntad.
—Figuremos la escena en una plaza al mediodía. La voluntad está en el centro completamente sola. Pretende que permanece íntegra por la virtud de su propia fortaleza, y está engañándose a sí misma. El sol cae con fuerza. No hay árboles, ni hierba, nada, en la inmensa plaza, que le haga compañía, salvo su propia sombra. En ese momento, una voz atronadora llega de las alturas de un cielo sin nubes: «La casualidad está muerta. No existe tal cosa. Escúchame, Voluntad, tú has perdido tu defensora para siempre». La Voluntad siente entonces que su sustancia empieza a desmoronarse y disolverse. Su carne se corroe y se le cae. En un instante queda al descubierto su esqueleto, y los propios huesos pierden su solidez y se desintegran. La Voluntad sigue con los pies firmemente fijos en el suelo, pero el esfuerzo es inútil. En ese momento, el firmamento se ve turbado por un terrible rugido, y el dios de lo Inevitable lo mira todo desde el vacío.
—Pero no puedo menos de eliminar la posibilidad de un miedo para este dios terrible, y eso se debe sin duda a mi propia inclinación, pues si la Casualidad deja de existir, la Voluntad pierde todo su significado, y se queda en no más que la mancha de herrumbre de la cadena enorme de la causa y el efecto que sólo miramos de vez en cuando. Hay una sola forma de participar en la Historia, y es la de no tener voluntad en absoluto, de funcionar sólo como un átomo hermoso y resplandeciente, eterno e inmutable. Nadie debe buscar otro significado en la existencia humana.
—Es probable que no veas las cosas de ese modo. Yo no espero que suscribas semejante filosofía. Las únicas cosas en que pones tu voluntad, y eso sin pensarlo mucho, son tu propio buen aspecto, tu individualidad, pero no con un carácter fijo, sino por el contrario, con carencia de él. ¿Tengo razón?
Kiyoaki no encontraba una respuesta. A falta de otra cosa mejor, sonrió sabiendo que Honda no intentaba insultarle.
—Y eso para mí es el enigma más grande —dijo Honda, mirando con tanta seriedad que parecía casi cómico. Su respiración provocó una nubecilla helada revoloteando un segundo en el aire de la mañana, y a Kiyoaki le pareció adivinar una manifestación secreta en la preocupación que Honda sentía por él. Sumido en sí, su sensación de felicidad se intensificaba.
Sonó la campana anunciando el comienzo de las clases, y los dos jóvenes se pusieron en pie. Entonces, alguien, desde la ventana del segundo piso, tiró una bola de nieve, que fue a caer delante de ellos en una explosión de fragmentos destellantes.