XII

La residencia de los Ayakura en Azabu era una antigua mansión feudal, y a ambos lados de la verja principal sobresalían de la pared las ventanas con celosías de los puestos de guardia. Sin embargo, convertida ahora en una casa con pocos visitantes, no había ninguna señal de que esos puestos de guardia hubieran sido utilizados recientemente. La nieve no había bloqueado los caballetes en los tejados de tejas, sino que más bien parecía haberse ido moldeando en cada uno como un juego de figuras fantásticas.

Una mujer con paraguas, Tadeshina al parecer, estaba delante de una puerta, junto a la verja, pero al acercarse el ricksha de Kiyoaki desapareció. Cuando Kiyoaki llegó y se detuvo no pudo ver a nadie en el jardín.

Pronto, protegida por el paraguas de Tadeshina, apareció Satoko en la verja, con capa color púrpura. Al verla inclinar la cabeza antes de salir, con las manos junto al pecho, Kiyoaki sintió apretársele el corazón ante belleza tan extraordinaria, como si una nube de púrpura hubiese bajado a pintar de sangre la nieve que caía.

Ayudada por Tadeshina y los hombres del ricksha, Satoko fue a encontrarse con Kiyoaki, mientras él se adelantaba para levantar la capota del carricoche. Al encontrarse de súbito con aquella sonrisa cálida y resplandeciente, con copos de nieve adheridos al pelo y al cuello de la capa, quedó aturdido, como si le hubieran despertado de pronto de uno de sus sueños. El súbito vaivén del ligero cochecillo cuando Satoko subió a él fortaleció esta impresión, lo mismo que los pliegues púrpura del vestido, y el perfume, cuya fragancia parecía atraer la nieve hacia sus frías mejillas. Cuando Satoko entró en el ricksha, el ímpetu de la subida hizo que acercara su mejilla a la de Kiyoaki por un segundo, y cuando retiró la cabeza desconcertada, Kiyoaki fue alcanzado por la flexible fortaleza de su cuello, que le hizo pensar en el suave y blanco cuello de un cisne.

—¿Qué te ha ocurrido de pronto? —inquirió, tratando desesperadamente de mantener la voz firme.

—Mamá y papá tomaron el tren para Kyoto anoche. Uno de nuestros parientes está gravemente enfermo. Me dejaron sola y empecé a pensar en lo mucho que deseaba verte, Kiyo. Después de toda la noche, vi la nieve esta mañana, y deseé más que nada en el mundo salir a dar una vuelta por la nieve contigo. Nunca en mi vida he hecho una cosa como ésta. Espero que me perdones. ¿Lo harás, Kiyo?

Satoko hablaba con la respiración cortada, con voz infantil, totalmente distinta de la suya de siempre.

Habían empezado ya el paseo. Les acompasaban la marcha los gritos de los dos hombres del carruaje, uno empujando y otro tirando. La nieve se había ido pegando en la pequeña ventanilla del coche. En el interior, la luz titubeaba al compás del balanceo continuo.

Kiyoaki había llevado una manta verde que cubría las piernas de ambos. Desde los días olvidados de la infancia, era la primera vez que habían estado tan juntos, pero Kiyoaki estaba distraído con la luz que penetraba por las rendijas de la capota del ricksha, con la nieve que se filtraba, por las gotas de agua que caían en la manta, por el crujir de la nieve en el camino como si fueran hojas secas.

—Vaya a donde guste. Llévenos hasta donde puedan llegar —decía Kiyoaki, en respuesta al dueño del ricksha. Sabía que la opinión de Satoko coincidía con la suya.

Cuando los hombres levantaron las varas, dispuestos a partir, los dos se recostaron en sus asientos, con el cuerpo ligeramente tenso. Hasta el momento ninguno de los dos había intentado cogerse de las manos. No obstante, el contacto inevitable de las rodillas bajo la manta era como una chispa que ardiera bajo la nieve.

La duda de Kiyoaki persistía: ¿Era verdaderamente cierto que Satoko no había leído la carta?

«Tadeshina lo negó tan en serio —pensaba— que no pudo mentir. En ese caso, ¿es que Satoko está jugando conmigo, en la convicción de que carezco completamente de experiencia con las mujeres? ¿Cómo podría tolerarse tal insulto? Yo tuve deseos de que ella no leyera la carta, pero ahora quisiera lo contrario, porque encontrarme con ella de esta forma una mañana nevada podría significar un desafío ineludible para un hombre de mundo. El único problema está en que yo soy de hecho un inexperto, y supongo que no habrá forma de ocultarlo».

Los pensamientos de Kiyoaki iban y venían mientras él intentaba sujetarse dentro del ricksha en movimiento para no apretarse demasiado con Satoko. No quería mirarla. No le quedaba otra alternativa que fijar la vista en la nieve, que resplandecía tras la estrecha ventanilla de celuloide amarillo. Sin embargo, al final puso las manos sobre la manta, donde esperaban ya las de Satoko. Se sintió en posesión del anhelado refugio.

Un capo de nieve acertó a entrar y alojarse en la ceja de Kiyoaki. Esto hizo que Satoko riera de buena gana sin pensarlo y Kiyoaki la mirase sorprendido al advertir el frío cosquilleo en el párpado. Ella cerró los ojos. Kiyoaki miró aquella cara bellísima, cuyas facciones eran como una flor sostenida entre unos dedos temblorosos.

El corazón de Kiyoaki latía con violencia. Le parecía estar ahogándose con el cuello alto y duro de su uniforme. Nunca se había enfrentado con algo tan indescifrable como la cara de Satoko, con los ojos cerrados, en espera paciente. Debajo de la manta sintió que la mano de Satoko se apretaba ligeramente. Comprendió que le estaba diciendo algo, y que a pesar de su pretendido dominio por las pasiones algo suave pero irresistible le estaba arrastrando. Sin pensarlo más, le dio un apretado beso en los labios.

El balanceo del ricksha estuvo a punto de hacerles separar los labios, pero Kiyoaki hizo resistencia hasta que todo el cuerpo pareció tomar parte en el beso. Tuvo la sensación de que un abanico enorme, invisible y perfumado se abría muy despacio para él solo en los labios de Satoko.

Aunque totalmente absorto en su felicidad, estaba seguro de la belleza de Satoko y de la suya. Comprendió que era esta correspondencia la que disolvía todo recelo y les permitía coincidir tan fácilmente como las medidas de azogue. Todo lo que defraudaba procedía de algo ajeno a la belleza. Kiyoaki pensó que la resistencia fanática a la independencia era una enfermedad no de la carne, sino de la mente.

Una vez borrada su ansiedad, cada vez más seguro de la mujer que era fuente de su felicidad, su beso se hizo más intenso y apasionado. Los labios de Satoko se hacían más suaves, y cuando él empezó a temer que su misma esencia pudiera quemar la dulce fragancia de su boca, sus dedos no quisieron resistir al deseo de tocar la carne. Sacó la mano de debajo de la manta y la pasó alrededor de los hombros de Satoko, hasta llegar a la barbilla. Palpó los frágiles huesos de la pequeña mandíbula, acreditando la presencia física de alguien que no era él mismo, cuyo conocimiento contribuyó a intensificar la pasión de aquel beso.

Satoko empezó a llorar, cosa que él notó en la humedad de las mejillas. Sintió como una oleada de orgullo, que nada tenía que ver con su reciente actitud. El deseo de un amor furioso se había apoderado de él, a la vez que la actitud de Satoko perdía su anterior condescendencia. Al pasar las manos sobre su cuerpo, tocando primero el lóbulo de la oreja, luego sus pechos, la suavidad que percibía le excitó. Por fin, su sensualidad, como una neblina creciente, se había posado sobre algo tangible. Su mente estaba plena de su propio júbilo. Y esto, para Kiyoaki, era la cumbre de la entrega.

Cuando se separaron los labios, se produjo un profundo silencio, como si mil pájaros hubiesen suspendido repentinamente su canto. Separaron las miradas y las pusieron en el espacio.

El movimiento del ricksha, sin embargo, logró que el silencio no se hiciera demasiado opresivo. Al menos podían sentir alguna otra actividad vital.

Kiyoaki miró al suelo. Bajo la manta verde, el dedo gordo de un tabi de mujer asomaba tímidamente, como un ratón blanco y nervioso. Estaba cubierto ya con una ligera capa de nieve. Sintió que le ardían las mejillas, y con la espontaneidad de un niño tocó las mejillas de Satoko, y se llenó de satisfacción al descubrir que ardían con su mismo calor.

—Yo lo abriré.

Ella asintió con un movimiento de cabeza. Kiyoaki levantó la faldilla delantera del coche. La capa de nieve que se había recogido sobre ella se desmoronó sin hacer ruido.

Los hombres que llevaban el ricksha, al notar el movimiento dentro del coche se pararon repentinamente.

—¡No, no! ¡Sigan adelante! —gritó Kiyoaki. Espoleados por el tono de voz del joven, volvieron a correr—. ¡Sigan adelante! ¡Lo más de prisa que puedan!

El coche se deslizaba por la nieve, y los hombres se daban gritos de aliento uno al otro.

—Alguien podría vernos —dijo Satoko, recostándose en el respaldo del asiento, queriendo disimular los ojos todavía humedecidos por las lágrimas.

—No importa.

Kiyoaki se sorprendió por el acento de su propia voz. Comprendió súbitamente que lo que quería era desafiar al mundo.

El cielo parecía una furia blanca. La nieve se les deslizaba por la cara. Si abrían la boca, les entraba hasta la lengua. El ser enterrados bajo aquella tempestad podía ser algo sensacional.

—Ahora tengo nieve aquí —dijo ella; al parecer, se habían derretido algunos copos en el cuello y le había llegado el agua fría hasta el pecho. La nieve caía con la solemnidad uniforme de un rito. Kiyoaki sintió que se le enfriaban las mejillas y que el corazón empezaba a fallarle.

El ricksha había llegado a la cima de la colina, en el sector de Kasumi. La falda estaba bordeada por un campo de maniobras de los cuarteles del Tercer Regimiento de Azabu, que había abajo. En el campo de desfiles no se veía un solo soldado. De pronto Kiyoaki tuvo la ilusión de ver una enorme masa de soldados, como en el cuadro familiar de la ceremonia cerca del Templo Tokuri por los caídos en la Guerra ruso-japonesa. Con la cabeza inclinada, miles de soldados formaban alrededor de un blanco cenotafio de madera y un altar cubierto de blancos planos que se agitaban con el viento. Esta escena difería de la fotografía sólo en cuanto que los hombros de los soldados estaban cubiertos de nieve y las viseras de los cascos estaban blancas. En el momento que vio estos fantasmas, Kiyoaki entendió que habían muerto todos en el campo de batalla. Los millares de soldados se habían reunido no sólo para rogar por los camaradas caídos, sino también para lamentar sus propias desgracias.

En un momento, los fantasmas desaparecieron. Detrás de una cortina de nieve pasaron una escena tras otra. Las gruesas cuerdas que sostenían los pinos sobre el Foso Exterior llevaban un peligroso peso de nieve. Detrás de las ventanas bien cerradas, las luces ardían débilmente.

—Cierra —pidió Satoko.

Kiyoaki cerró la faldilla delantera, y los dos volvieron a encontrarse en la penumbra familiar. El éxtasis anterior, sin embargo, no se recuperaría fácilmente. Kiyoaki era como de costumbre presa de sus recelos y desconfianzas.

«Me pregunto cómo se sentía cuando yo la besaba —pensó—. Probablemente está enfadada por cómo lo hice. Ella sabe que me extasío demasiado, que estaba trastornado como un niño. Y es cierto. No podía pensar en otra cosa sino en lo maravilloso que me sabía todo aquello».

La voz de Satoko interrumpió sus pensamientos.

—¿Quieres que vayamos a casa? —dijo.

Aunque reñía consigo mismo sabía que se le estaba permitiendo pasar por un momento que tenía la oportunidad de cambiar el rumbo de las cosas. Podía replicarle: «No, no vamos a casa»; pero para hacerlo tenía que tomar las riendas, y sus manos inexpertas se helarían sólo con tocarlas. No estaba todavía preparado.