Kiyoaki cogió el diario de sus sueños, y escribió:
«Aunque no hace mucho tiempo que conozco a los príncipes, he soñado con Siam recientemente. Estaba yo sentado en un espléndido sillón en medio de una gran sala. Me parecía que estaba sujeto, incapaz de moverme. A través del sueño sentí dolor de cabeza, debido a que llevaba puesta una corona de oro alta y puntiaguda adornada con piedras preciosas. Sobre mi cabeza colgaban muchos pavos reales en un laberinto de vigas debajo del techo. Y de vez en cuando caían sobre mi corona blancos excrementos.
»Fuera hacía un sol abrasador. Sus rayos quemaban un jardín abandonado. Todo estaba sereno y en silencio, salvo el débil zumbido de las moscas y los leves ruidos de los pavos reales al mover las alas. El jardín estaba rodeado de un alto muro de piedra, con grandes aberturas como ventanas. A través de estas ventanas yo podía ver los troncos de las palmeras, y detrás, unas nubes blancas amontonadas, deslumbrantes e inmóviles.
»Luego miré mi mano y vi en ella un anillo de esmeraldas. Por supuesto, era el anillo de Chao P., que de alguna forma había ido a parar a mi dedo. El diseño era ciertamente el mismo: las dos caras fantásticas de los dioses guardianes, los yaksha, labradas en oro.
»Miré fijamente al anillo, que resplandecía con los rayos del Sol que penetraban del exterior, atraídos mis ojos por una luz blanca, pura, inmaculada, que brotaba del centro de la esmeralda. En aquel momento advertí el rostro de una mujer joven que había ido formándose maravillosamente dentro de la hermosa piedra. Me volví, pensando que fuese el reflejo de alguien situado detrás de mí, pero no había nadie. El rostro se movió ligeramente y cambió de expresión. Donde antes había seriedad, hubo una sonrisa. Empezó a picarme el dorso de mi mano. Se posaron allí millares de moscas. Molesto, sacudí la mano para librarme de ellas y volví a mirar al anillo. Pero el rostro de la mujer había desaparecido. Y entonces, cuando empezaba a sentir una sensación de amargura y desesperación me desperté…».
Kiyoaki nunca se tomó la molestia de agregar alguna interpretación personal a esos relatos de sus sueños. Ponía todo su esfuerzo por recordar con exactitud lo que había sucedido, y luego lo pasaba a su diario lo más completo posible, registrando los sueños felices y los desagradables tal como habían sido. Quizás esta disposición de no buscar significados específicos en los sueños, y este celo por la descripción exacta, apuntaban a algún oscuro rincón de la vida preocupada de Kiyoaki. Comparado con la inestabilidad emocional que experimentaba despierto, su mundo de los sueños parecería más auténtico. Nunca estaba seguro de que sus emociones cotidianas fuesen parte de su verdadero yo, pero sí sabía, al menos, que el Kiyoaki de los sueños era real. El primero resistía todos los intentos de definición, mientras que el segundo tenía una silueta y un carácter reconocibles. Tampoco usaba Kiyoaki el diario para expresar su descontento con las irritaciones derivadas del mundo que le rodeaba. Ahora, por primera vez en su vida, la realidad inmediata correspondía exactamente con sus deseos.
Iinuma, rota su resistencia, había ofrecido obediencia ciega a su amo. Junto con Tadeshina, servía frecuentemente de intermediario para preparar encuentros entre Kiyoaki y Satoko. Esta dedicación era suficiente para satisfacer a Kiyoaki, y además, le hacía pensar si la amistad es en realidad tan importante. Porque, sin darse plena cuenta de ello, se iba separando cada vez más de Honda. Esto entristecía a Honda, aunque siempre había sido consciente de que era sólo una necesidad marginal en la vida de Kiyoaki. Sabía que la relación entre ambos había carecido de elemento vital para convertirse en amistad. Por consiguiente, el tiempo que había gastado en la ociosidad, con Kiyoaki, lo emplearía en sus libros. Además de su estudio de la ley en alemán, francés e inglés, dedicaba mucho tiempo a la literatura y la filosofía. Y aunque no seguía al gran líder cristiano Kanzo Uohimura, sí leía y admiraba el Sartor Resartus de Carlyle.
Una mañana nevada, cuando Kiyoaki se disponía a salir para el colegio, Iinuma llegó a su despacho con cautela evidente. Su expresión melancólica y su aspecto no habían experimentado ningún cambio, pero su actual sumisión y servilismo hacían que aquellas formas de su carácter no molestaran a Kiyoaki.
Acababa de recibir, dijo, una llamada telefónica de Tadeshina. El mensaje era éste: Satoko está tan ilusionada con la nieve, que le gustaría que Kiyoaki no fuera al colegio, y en su lugar la acompañara a pasear en ricksha.
Nadie había hecho jamás a Kiyoaki una petición tan caprichosa. Listo para acudir al colegio, con la cartera de los libros en la mano, se quedó mirando fijamente a Iinuma.
—¿Qué es esto? ¿De verdad Satoko ha sugerido tal cosa?
—Sí, señor. Lo oí directamente de boca de Tadeshina. No puede haber error.
Curiosamente, cuando confirmaba esta noticia, Iinuma se parecía más a su antigua imagen y parecía disponerse a dar lecciones a Kiyoaki si se le insistiera.
Kiyoaki dirigió una rápida mirada al jardín, donde estaba cayendo la nieve. Esta vez, los métodos expeditivos de Satoko no hirieron su orgullo. Por el contrario, sintió una sensación de alivio, como si un bisturí le hubiera extirpado un tumor maligno.
—Haré lo que ella quiere —dijo mirando reflexivo a la nieve que caía. Aunque todavía no muy densa, había cubierto ya la isla y la colina con un resplandeciente sudario blanco.
—Está bien, telefonea a la escuela en mi nombre. Diles que he cogido un catarro y que estaré ausente hoy. Asegúrate de que de esto no se enteren ni mi padre ni mi madre. Luego vete al puesto de los rickshas y alquila uno grande tirado por dos hombres. Asegúrate también de que esos hombres sean de fiar. Yo llegaré a pie.
—¿Con esta nieve?
Iinuma observaba la cara de su joven amo ruborizada con un leve color de sangre. Como Kiyoaki estaba de espaldas a la ventana su cara estaba en la sombra, pero su rubor no era por eso menos evidente. El joven no era en absoluto inclinado al heroísmo, pero Iinuma se sorprendió del brillo que había en los ojos de Kiyoaki. En otro tiempo, Iinuma había sentido desprecio por su joven amo y su forma de ser, pero cualquiera que fuera la intención de Kiyoaki ahora, parecía adivinarse en él una determinación oculta que antes no se había manifestado nunca.