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Poco después del año nuevo, Iinuma fue llamado a la habitación de Kiyoaki. Allí se encontró con la anciana y fiel Tadeshina, a la que conocía como doncella de Satoko.

La misma Satoko había visitado la casa de los Matsugae para el intercambio de felicitaciones con motivo del Año Nuevo, y hoy, aprovechando la ocasión de llevar algún obsequio tradicional, como regalo, Tadeshina había entrado en la habitación de Kiyoaki. Aunque Iinuma sabía quién era Tadeshina, por primera vez se veía con ella, y no estaba claro para él la razón de aquel encuentro.

El Año Nuevo se celebraba pródigamente en la casa de los Matsugae. Llegaban de Kagoshima veinte o más personas de la familia y después de dirigirse a la residencia del tradicional jefe del clan, para rendirle sus respetos, eran agasajados en la casa de los Matsugae. Las comidas de Año Nuevo, cocinadas según el viejo estilo de Hoshigaoka y servidas en el salón principal no muy iluminado, eran famosas, sobre todo por los postres de crema helada y melón, manjares casi nunca saboreados por la gente del campo. Este año, sin embargo, como todavía no había pasado el período del luto por el emperador Meiji, no acudieron de Kagoshima más que tres invitados; entre ellos, el director de la escuela secundaria de Iinuma, caballero que tuvo el honor de conocer al abuelo de Kiyoaki.

El marqués de Matsugae había organizado cierto ritual para el viejo maestro. Cuando Iinuma le rindiese respetos en el banquete, el marqués diría afablemente al anciano: «Iinuma ha actuado bien aquí». Este año, también, había sido invocada la fórmula, y el director había murmurado las habituales palabras corteses tan sabidas como las fórmulas que se estampaban en un documento de rutina. Pero este año, quizás porque había pocos invitados presentes, la ceremonia sorprendió a Iinuma como un formulismo insincero y superficial.

Por supuesto, Iinuma jamás se había presentado a ninguna de las ilustres damas que iban a visitar a la marquesa, por lo que quedó perplejo al encontrarse en el despacho de su joven amo con un invitado que era mujer.

Tadeshina llevaba un kimono negro, y aunque estaba sentada en su silla con extrema propiedad, el whisky que Kiyoaki le había hecho ingerir había surtido cierto efecto. Junto a su cabello gris, primorosamente recogido en un moño, la piel de su frente resplandecía a través del maquillaje como la sombra de la flor de ciruela sobre la nieve.

Después de saludar a Iinuma con una breve mirada, volvió a la historia que estaba contando sobre el príncipe Saionji.

—Según lo que todo el mundo decía, el príncipe usaba del tabaco y del alcohol desde los cinco años. Las familias samurai están desde siempre muy interesadas en criar a sus hijos impecablemente. Sin embargo, entre las familias nobles, y usted me entiende, joven amo, los padres nunca someten a excesiva disciplina a sus hijos. ¿Está de acuerdo? Después de todo, sus hijos reciben al nacer los honores que les corresponda, que les califica ya para formar parte del séquito de su majestad imperial. Fuera de este servicio al emperador, los padres no se atreven a ser duros con los hijos. Y en casa de un cortesano nadie dice nada sobre su majestad imperial que no sea prudente. Lo mismo que quien pertenece a la casa de un lord se atreverá jamás a murmurar abiertamente de su señor. Y así son las cosas. También mi ama tiene este mismo respeto profundo para su majestad imperial, que por supuesto no extiende a los señores extranjeros.

Estas últimas palabras fueron una punzada de ironía que Tadeshina dirigía a la hospitalidad prodigada a los dos príncipes siameses por los Matsugae.

—Luego —siguió la anciana— gracias a vuestra amabilidad, tuve el privilegio de volver a presenciar una función de teatro, después de no sé cuanto tiempo. Creí que el suceso me daría nuevos ánimos para vivir.

Kiyoaki dejó que Tadeshina divagara a su gusto. Al pedirle que acudiera a su despacho había preparado algo muy bien definido. Quería verse libre de la molesta duda que le asediaba desde aquella noche. Y así, después de rogar a Tadeshina que bebiera más whisky, le preguntó bruscamente si Satoko había recibido su carta y la había arrojado al fuego sin abrir, como él le había pedido.

—Oh, sí. La señorita habló conmigo inmediatamente después de la conversación telefónica con usted. Así cuando llegó la carta al día siguiente, la cogí y la quemé sin abrir. Todo se cumplió escrupulosamente y usted no tiene que preocuparse lo más mínimo.

Al oír esto, Kiyoaki se sintió como el hombre que ha luchado durante horas entre matorrales enmarañados y al fin consigue salir al descubierto. Una multitud de perspectivas maravillosas se dibujaba ante sus ojos. El que Satoko no hubiera leído la carta significaba dos cosas: No sólo restituía los hechos a su equilibrio anterior, sino que Kiyoaki podía estar feliz y confiado porque había abierto una nueva perspectiva en su vida.

Satoko había hecho ya una insinuación cuyas implicaciones serían maravillosas. Su visita anual de Año Nuevo para intercambiar felicitaciones coincidía con un día tradicionalmente dedicado por el marqués a los hijos de sus parientes. Se reunirían todos en su casa. Niños y muchachos de tres a veinte años. Y en este único día, él hacía el papel de padre bondadoso, escuchando amablemente lo que cada uno de ellos tenía que decirle, y dando consejos cuando se le pedían. Este año, Satoko había llevado algunos niños para que vieran los caballos.

Kiyoaki les llevó al establo donde los Matsugae tenían sus cuatro caballos. Estaba vestido para las fiestas con el atuendo tradicional. Los caballos, de cuerpo poderoso, de suave musculatura, retrocediendo repentinamente y pateando contra las tablas, sorprendieron a Kiyoaki, quien encontró en ellos reservas de vida para el Año Nuevo. Los chicos estaban encantados. Preguntaron al mozo de cuadra los nombres de cada caballo. Luego, apuntando a los enormes dientes amarillos, les arrojaron trozos de dulce desmenuzados con las manos. Las bestias les miraron con ojos inyectados de sangre. Esto llenó de júbilo a los chicos, tanto más cuanto que estas miradas siniestras eran prueba de que los caballos los consideraban como adultos.

Satoko, sin embargo, estaba asustada de la espuma que salía de las bocas de los caballos, y se retiró al refugio de una siempreviva, a cierta distancia. Kiyoaki fue a unirse con ella, dejando los chicos al cuidado del lacayo.

Eran evidentes en todo los efectos del clima festivo tradicional en Año Nuevo. Los gritos de júbilo de la chiquillería podrían haberse atribuido también a este estímulo. De todos modos, cuando Kiyoaki llegó junto a ella le miró sin ningún recato, y empezó a hablar con ritmo excitado en su voz.

—Yo era muy feliz aquella noche, ¿comprendes? Me presentaste como si fuera tu novia. Estoy segura de que sus altezas quedaron totalmente sorprendidos de que yo fuera tan vieja. Pero ¿sabes cómo me sentía entonces? Si hubiera tenido que morir en aquel mismo momento no habría tenido ningún pesar. Mi felicidad está en tus manos. Cuídala. ¿Lo harás? Ningún año nuevo he sido tan feliz como éste. Nunca miré con tanta ilusión a lo que el año pudiera traerme.

Kiyoaki no sabía qué decir. Finalmente, con voz forzada exclamó:

—¿Por qué me estás diciendo todo esto?

—Oh, Kiyo, cuando soy dichosa mis palabras salen amontonadas como palomas. Kiyo, lo entenderás muy pronto.

Para empeorar las cosas, Satoko terminó con esta frase inquietante para irritar a Kiyoaki: «Kiyo, lo entenderás muy pronto».

«¡Qué orgullosa está y qué satisfecha consigo misma!» —pensó Kiyoaki.

Todo esto había tenido lugar días antes. Y hoy, después del relato de Tadeshina sobre la suerte de la carta, Kiyoaki perdió sus recelos, confiado en que se embarcaba en el nuevo año bajo los auspicios más favorables. Se vería libre de los sueños melancólicos que habían atormentado sus noches. Estaba decidido a que a partir de ahora sus sueños fueran dichosos. Siempre estaría de buen talante, y como se vería libre de la depresión y de las preocupaciones trataría de comunicar su propio bienestar a todos los demás. Dispensar benevolencia a los otros es asunto arriesgado, en el mejor de los casos, que requiere un considerable grado de madurez y sabiduría. Pero Kiyoaki estaba movido por una extraordinaria sensación de urgencia.

No obstante, cualquiera que fuera su intención no había llamado a Iinuma sólo por deseo de disipar la tristeza de su tutor y ver su cara transformada por la felicidad. El saké que había bebido provocaba la temeridad de Kiyoaki. Tadeshina, a pesar de sus modales pudorosos y su cortesía agudísima tenía cierto aire especial, que hacía pensar en la propietaria de un burdel, si bien, burdel de antigua y honorable reputación. Una sensualidad inconfundible y destilada parecía estar adherida a las arrugas de su cara.

—Dentro del nivel de colegio, Iinuma me ha enseñado toda clase de cosas —dijo Kiyoaki, dirigiéndose deliberadamente sólo a Tadeshina—. Sin embargo, quedan cosas que él no me ha enseñado. En realidad, es que hay muchas que ni él las sabe. Y por esta razón, a partir de ahora, tú, Tadeshina, tendrás que hacer de profesora para Iinuma, ¿comprendes?

—Joven amo, agradezco todo lo que usted quiere significar con esas palabras —dijo Tadeshina con una profunda reverencia—. Este caballero es un sabio universitario, y yo sólo un ser viejo e ignorante.

—Exacto; pero estoy hablando de cosas que no tienen que ver nada con lo que se aprende en la escuela.

—¡Vaya, vaya! ¡No está bien burlarse de una anciana!

Continuó la conversación, dejando fuera de ella a Iinuma. Como Kiyoaki no le había indicado que tomara asiento, continuaba de pie, mirando al estanque. El día estaba nublado, y una bandada de patos nadaba cerca de la isla, desde la que surgían las verdes copas de los pinos. La hierba seca que cubría la isla le recordaba a Iinuma el impermeable de paja de un campesino.

Finalmente, con permiso de Kiyoaki, Iinuma se sentó en una silla. Hasta entonces, Kiyoaki no quiso advertir su presencia junto a la puerta, cosa que parecía extraña. Quizá, pensó, su amo hacía demostraciones de su autoridad delante de Tadeshina. De ser así, se trataría de algo nuevo en Kiyoaki que le satisfacía como maestro suyo.

—Muy bien, Iinuma, veamos. Tadeshina ha chismorreado con nuestras doncellas, y por casualidad, ha oído…

—¡Joven amo, por favor! ¡No lo diga! —Agitando las manos Tadeshina trató de evitarlo pero no sirvió de nada.

—Acertó a oír que las doncellas están convencidas de que cuando tú vas al sepulcro todas las mañanas, llevas en tu mente algo más que mera devoción.

—¿Mas que devoción, amo? —los músculos de la cara de Iinuma se tensaron y sus manos crispadas en su regazo empezaron a temblar.

—Por favor, joven —gimió Tadeshina—. No siga. —Se dejó caer como una muñeca, pero a pesar de sus manifestaciones de dolor había en sus ojos un brillo inconfundible.

—Para ir al sepulcro tienes que pasar por el ala trasera de la casa, ¿no es cierto? Lo que quiere decir, por supuesto, que pasas por delante de las ventanas de la residencia de las doncellas. Y en tu paseo de todas las mañanas has estado cambiando miradas con Miné. Y el otro día, le pasaste una nota por la celosía. Al menos eso dicen: ¿es verdad o no?

Antes que Kiyoaki terminara, Iinuma se había puesto de pie. Su cara pálida reflejaba desesperación, mientras se esforzaba por dominarse. Era como si dentro de él se estuviera formando una bomba que fuese a explotar en un momento. Kiyoaki estaba encantado ante la expresión de la cara de Iinuma, tan distinta de la torpe expresión flemática a que le tenía acostumbrado. Aunque Iinuma pasaba por momentos de verdadera angustia, para Kiyoaki aquella expresión de máscara fea era divertida.

—Si el amo tiene la bondad de excusarme ahora… —dijo Iinuma haciendo un rápido giro hacia la puerta. Pero antes de que pudiera dar un segundo paso, Tadeshina saltó del asiento para detenerle, con celeridad que sorprendió a Kiyoaki. En un instante se había cambiado, de anciana decrépita a leopardo dispuesto a atrapar su presa.

—¡No debe irse! ¿No ve lo que me sucederá si me deja aquí? He servido a los Ayakuras durante cuarenta años, pero si descubren que soy culpable de que alguien sea despedido de casa de los Matsugae por una indiscreción mía, harán lo mismo conmigo. Por favor, tenga un poco de piedad de mí. Piense en lo que sucedería. ¿Comprende lo que digo? La gente joven es demasiado temeraria. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es uno de los atractivos de la juventud. —Tadeshina se agarró a la manga de Iinuma y habló con sencillez y acierto, con la autoridad de sus años.

Su aire de confianza se había fortalecido en el transcurso de toda una vida. Había llegado al convencimiento de que el dominio de la voluntad era indispensable para la marcha del mundo. Sus facciones habían vuelto a componerse ahora. Irradiaban la seguridad de quien está acostumbrado a dirigir los acontecimientos desde bastidores. En medio de alguna ceremonia solemne un kimono podría rasgarse, alguien dejar olvidado su copia del discurso tan penosamente compuesto. Tadeshina conjuraba ésta y otras muchas crisis con eficiencia imperturbables. Cosas que para la mayoría de la gente eran rayos caídos del cielo, para ella constituían el pan nuestro de cada día. Y así, con su destreza para eludir catástrofes, había vindicado repetidamente su papel en la vida. Esta serena anciana sabía que ninguno de los asuntos humanos resultaría jamás tal como se había preparado. Una golondrina solitaria en un cielo azul sin nubes podía ser aviso de una tormenta.

Por tanto, Tadeshina, con sus reservas de experiencia no tenía ningún recelo.

Iinuma tendría mucho tiempo para reflexionar, más tarde. Con frecuencia, la vida de un hombre cambia de curso en un momento de vacilación. Ese instante es como un pliegue en una hoja de papel: la cara inferior se convierte en superior, y lo que antes era visible queda oculto.

De pie, en la puerta del despacho de Kiyoaki, sujetado por Tadeshina, Iinuma experimentó este grave momento, y con ello le perdió. Joven e inexperto como era, la incertidumbre penetró en él del modo que la aleta del tiburón corta la superficie del agua. ¿Se habría reído Miné de su nota y la habría enseñado a todo el mundo? ¿O había sido hallada por otra persona causándole una gran vergüenza? Sentía unos deseos desesperados de saberlo.

Kiyoaki le estudió cuando volvió a sentarse. Había ganado una victoria, pero le daba pocos motivos de orgullo. Abandonó toda esperanza de extender su benevolencia a Iinuma. Creyó que no quedaba otra cosa que hacer sino dar rienda suelta a su felicidad y elaborar los detalles a medida que fuese avanzando. Tenía una nueva sensación de poder, y se sentía en condiciones de comportarse con el refinamiento que da la madurez.

—No saqué a colación este tema para causarte tristeza, ni para ponerte en ridículo. ¿No te das cuenta que tanto Tadeshina como yo estamos tratando de elaborar un plan que te convenga? No voy a decir una palabra a mi padre, y cuidaré de que no llegue a sus oídos la noticia. En cuanto a nuestra acción inmediata, estoy seguro de que los enormes conocimientos y experiencia de Tadeshina en estos asuntos nos serán de gran ayuda. ¿No es cierto, Tadeshina? No cabe duda de que Miné es una de las doncellas más bonitas de la casa, y eso presenta algún problema, pero deja las cosas en mis manos.

Los ojos de Iinuma brillaban como los de un espía cogido en la trampa. Estaba pendiente de cada palabra que pronunciaba Kiyoaki, temeroso de hacer el menor ruido. Cuando trató de penetrar las palabras de Kiyoaki, le parecía estar dando suelta a un diluvio de ansiedades. Por otro lado, las palabras de Kiyoaki parecían clavarse en su alma.

Iinuma nunca había visto una expresión tan autoritaria en el rostro de aquel joven, que continuaba hablando con acentos totalmente fuera de su carácter. Su gran esperanza, por supuesto, había sido que Kiyoaki adquiriese algún día ese equilibrio que ahora reflejaba. Pero nunca había soñado que esto sucediera en circunstancias como las presentes. Se preguntaba si no sería la lujuria la que le había derrotado en aquel negocio. Y después de la breve vacilación de hacía unos momentos, ¿no era natural decidir que su persecución del placer quedaba ligada con la lealtad y el servicio a su amo? Esa era la trampa que tan inteligentemente le habían tendido. Sin embargo, aún en su actual situación de humillación insoportable, una puerta pequeña y dorada se le había abierto en convenio tácito.

Después que Kiyoaki terminara, habló Tadeshina en tono suave:

—Es exactamente como dice el joven amo. Tiene una sabiduría muy por encima de la lógica a sus años.

Iinuma siempre había considerado que la sabiduría de Kiyoaki era precisamente todo lo contrario pero escuchaba las observaciones de la anciana Tadeshina sin manifestar la menor sorpresa.

—Y ahora, a cambio, Iinuma —volvió a decir Kiyoaki— tienes que dejar de darme lecciones, y unir tus fuerzas con las de Tadeshina para prestarme alguna ayuda. Si lo haces, yo te corresponderé. Los tres podemos constituir una fortísima muralla de amistad.