Iinuma, el tutor de Kiyoaki, había llegado a darse cuenta de que los seis años largos pasados en el servicio de la casa de los Matsugae no sólo habían marchitado las esperanzas de su juventud, sino que también habían disipado la consecuente indignación que había sentido al principio. Cuando reflexionó sobre sus circunstancias lo hizo con un resentimiento frío, totalmente distinto de la acalorada furia que había sentido en otros momentos. Por supuesto la atmósfera de la casa de los Matsugae, tan poco familiar para él, había contribuido en gran manera a los cambios en él operados. Desde el principio, sin embargo, la principal fuente de contagio había sido Kiyoaki, ahora con dieciocho años.
El muchacho cumpliría diecinueve el año próximo. Si Iinuma consiguiera al menos que se graduara en la Escuela con buenas notas y luego entrara en la Facultad de Derecho de la Universidad Imperial de Tokio, podría considerar que su responsabilidad quedaba adecuadamente descargada.
Pero por alguna razón que Iinuma no podía en modo alguno adivinar, el marqués de Matsugae nunca había considerado conveniente medir a su hijo por el expediente escolar. Y tal como estaban las cosas, existían pocas probabilidades de que Kiyoaki estudiara leyes en la Universidad de Tokio. Después de graduarse no parecía abierto para él otro camino que aprovecharse de sus privilegios de miembro de la nobleza y entrar en la Universidad Imperial de Kyoto o la de Tohoku sin tener que pasar el examen de ingreso. La actuación de Kiyoaki en el colegio había sido indiferente. No hizo ningún esfuerzo en sus estudios, ni tampoco compensó esta falta tratando de brillar en el atletismo. Si hubiera sido un estudiante destacado, Iinuma podría haber compartido esa gloria dando a sus amigos y parientes de Kagoshima motivo para estar orgullosos. Pero ahora, Iinuma tan sólo podría recordar sombríamente las fervientes esperanzas que había abrigado en su tiempo. Y además, pensó amargamente, pese a lo bajo que había quedado Kiyoaki en sus calificaciones, tenía la seguridad de un puesto en la Cámara.
La amistad entre Kiyoaki y Honda era otra fuente de irritación. Honda estaba muy cerca del primer puesto de la clase, pero no hizo ningún intento por influir en su amigo en este sentido, a pesar de la consideración de Kiyoaki para con él. De hecho hizo todo lo contrario. Se comportaba como un admirador ciego a todas las faltas de Kiyoaki.
Los celos, naturalmente, jugaban su parte en el resentimiento de Iinuma. Siendo amigo y compañero de clase, Honda estaba en posición de aceptar a Kiyoaki tal como era, mientras para Iinuma era un monumento eterno de su propio fracaso.
Los ademanes de Kiyoaki, su elegancia, su reserva, su complejidad, su aversión a todo esfuerzo, su languidez soñadora, su magnífico cuerpo, su piel delicada, sus largas pestañas sobre unos ojos soñadores, todos los atributos de Kiyoaki, conspiraban para traicionar las esperanzas de Iinuma con su gracia elegante y descuidada. Iinuma veía en su joven amo un reproche constante y escarnecedor.
Una frustración tan amarga, un sentido del fracaso tan mordaz, puede tras un largo período de tiempo transformarse en una especie de fervor casi religioso. Iinuma se enfurecía con cualquiera que tratara de menospreciar a Kiyoaki. Por una especie de intuición confusa pero profunda captó algo de la naturaleza del aislamiento casi impenetrable de Kiyoaki. La determinación de éste, en cambio, de mantenerse distante de Iinuma emanaba sin duda del hecho de que él percibía con toda claridad la naturaleza del fanatismo de su tutor.
De todo el personal de la casa de Matsugae, sólo Iinuma estaba poseído de este fervor por Kiyoaki, un tanto intangible, aunque evidente si se le miraba a los ojos. Un día preguntó un invitado:
—Perdone, ¿ese servidor suyo es socialista?
El marqués y su esposa no pudieron menos de prorrumpir en una sonora carcajada ante aquella observación, pues estaban bien enterados de los antecedentes de Iinuma, su actual conducta, y sobre todo, el celo con que un día tras otro hacía sus devociones junto al sepulcro de «Omiyasama». Este joven taciturno que no tenía las palabras para desperdiciarlas con nadie, seguía la costumbre de acudir al sepulcro familiar cada mañana muy temprano. Allí abría el corazón ante el famoso padre del marqués de Matsugae, a quien nunca había conocido. En los primeros días dirigía sus súplicas con rabia, pero a medida que fue tomando forma su descontento la rabia inicial había pasado a abarcar todos los aspectos de la vida propia y de las ajenas.
Era el primero que se levantaba por las mañanas. Se lavaba la cara y limpiaba la boca, luego se ponía el kimono y su Okura Hakama, y partía en dirección del sepulcro.
Iba por el camino que pasaba por delante de la residencia de las doncellas, en la parte trasera de la casa principal, y cruzaba por una arboleda de cipreses. En tiempo frío, como el de esta mañana, la escarcha endurecía los pequeños montoncillos de basura del camino, que al ser aplastados por el impacto brusco de los zuecos de madera de Iinuma se deshacían en fragmentos como cristales relucientes. El sol de la mañana, claro y diáfano, dorando las marchitas hojas que seguían adheridas a los cipreses, consolaba del helado aire invernal. Todo parecía quedar purificado. Los trinos de los pájaros llenaban el cielo azul pálido de la mañana. Sin embargo, a pesar del estímulo del aire frío, que azotaba vivamente su piel desnuda, bajo el kimono con el cuello abierto, algo atormentaba su corazón con un sentimiento amargo:
—Ojalá el joven amo viniera conmigo, aunque sólo fuera una vez —se decía.
Nunca había conseguido interesar a Kiyoaki en esta sensación de bienestar vigorosa y varonil. Nadie podía hacerle responsable de este fracaso. Obligar al muchacho a acompañarle en estos paseos matutinos era un disparate descartado, y sin embargo Iinuma seguía culpándose. En seis años no había sido capaz de persuadir a Kiyoaki de que participara al menos una vez en esta «práctica virtuosa».
En la meseta de la pequeña colina, los árboles daban lugar a un claro bastante amplio, de hierba ahora seco, en el que un sendero de grava llevaba hasta el sepulcro. Cuando Iinuma miró a plena luz del sol de la mañana los puntales de granito y los dos obuses colocados a ambos lados de los escalones de piedra, una sensación de poder se adueño de él. Allí, y en las primeras horas de la mañana, encontraba un clima de pureza fortificante, libre del lujo asfixiante que imperaba en la casa de los Matsugae. Le pareció estar en un ataúd nuevo de madera blanca y fresca. Desde su infancia, todo lo que le habían enseñado a reverenciar como honorable y hermoso habría de encontrarse en las proximidades de la muerte.
Después que Iinuma subió los escalones y tomó posición delante del sepulcro, vio un pajarillo rojo saltando entre las ramas de un sakaki. El animal, tras un chillido desapareció volando. «Debe ser un papamoscas», pensó Iinuma.
Unió las palmas de las manos, y como siempre invocó al abuelo de Kiyoaki llamándole «Reverendo Antecesor». Luego, en silencio, empezó a rezar:
—¿Por qué vivimos una era de decadencia? ¿Por qué el mundo desprecia el vigor, la juventud, las ambiciones honorables y la sinceridad? Una vez derribaste a los hombres con tu espada, fuiste herido por las espadas de los otros, soportaste los peligros más horribles, todo para fundar un Japón nuevo. Y finalmente, habiendo alcanzado un alto puesto y la estimación de todos, moriste como el héroe más grande de una era heroica. ¿Por qué no podemos volver a la gloria de tu tiempo? ¿Cuánto va a durar esta edad despreciable? ¿O todavía vendrá algo peor? Los hombres sólo piensan en dinero y mujeres. Se han olvidado de lo que es propio del hombre. Aquella gran edad de los dioses y los héroes pasó con el Emperador Meiji. ¿Volveremos a ver algo semejante? ¿Un tiempo en que la fuerza de la juventud no se malgaste?
Continuó tras una pausa:
—En los días presentes, cuando los lugares de diversión se extienden por todas partes, arrastrando a miles de personas ociosas, con dinero para derrochar; cuando los estudiantes de uno y otro sexo se comportan en los tranvías de modo tan desvergonzado que ha sido necesario segregarlos; cuando los hombres han perdido aquel fervor que llevó a nuestros antepasados a aceptar los más temibles desafíos; cuando no valen para otra cosa que para agitar sus manos afeminadas como hojas frágiles… ¿Por qué todo esto? ¿Cómo soportar una edad que ha manchado todo lo que en otros tiempos fue sagrado? Oh, reverendo antepasado, tu propio nieto, a quien yo sirvo, es en todos los sentidos un joven de esta era decadente, y me encuentro impotente para remediar nada sobre el particular. ¿Debo morir para expiar por mi fracaso? ¿O las cosas han tomado este curso en consonancia con algún gran designio tuyo?
Olvidado del frío con el fervor de sus oraciones, Iinuma seguía en pie, viril, con el pecho asomando por el kimono abierto. En verdad, lamentaba secretamente que su cuerpo no se correspondiera con la pureza de su entusiasmo. Por otro lado, Kiyoaki, a cuyo cuerpo miraba como vasija sagrada, carecía de la pureza sincera requerida en los hombres verdaderos.
Súbitamente, en la cumbre de su efusión, sintiendo cada vez más calor, a pesar del aire frío de la mañana, que silbaba por debajo de la falda de su hakama, empezó a sentirse sexualmente excitado. Inmediatamente cogió una escoba de debajo del piso, y se dedicó a barrer el sepulcro.