VIII

La representación en el Teatro Imperial, desde mediados de noviembre hasta el diez de diciembre, no fue de ninguna obra moderna, sino de dos obras de Kabuki. Kiyoaki había elegido una obra del teatro clásico, porque creía que esta clase de entretenimiento sería más atractivo para sus invitados extranjeros. Pero como no sabía mucho acerca de Kabuki, le eran desconocidos los dos títulos de aquella noche: «La Subida y la Caída del Taira» y «La Danza del León». Persuadió a Honda para pasar la hora del almuerzo en la biblioteca, buscando estas obras, para poder explicar algo de ellas a los dos príncipes.

Éstos eran inclinados a no prestar más que una vaga atención a las obras extranjeras. Kiyoaki les había presentado a Honda, que regresó a casa del colegio con él. Y ahora, después de la comida, observó que no prestaban mucha atención al sumario en inglés que su amigo había hecho de las obras de teatro.

En tales circunstancias, la lealtad de Honda movió a Kiyoaki a sentirse culpable y compasivo al mismo tiempo. Ciertamente ninguno de los que acudían al teatro aquella noche estaba interesado por las obras en sí. Kiyoaki, por excepción, estaba preocupado. Satoko podía haber leído la carta después, y en consecuencia habría roto su compromiso de asistir.

El mayordomo entró para anunciar que el coche esperaba. Los caballos relinchaban. El cielo estaba negro y el ambiente ventoso. Kiyoaki disfrutaba viendo a los caballos, mientras escuchaba cómo sus cascos sonaban con toda claridad sobre el suelo helado. En un día cálido de primavera, un caballo al galope era claramente un sudoroso animal de carne y de sangre. Pero un caballo corriendo a través de una tormenta de nieve se identificaba con los propios elementos atmosféricos, en el viento del norte, en la respiración helada del invierno.

A Kiyoaki le gustaba ir en coche, especialmente cuando estaba deprimido por una preocupación. La marcha le hacía salir del ritmo obstinado de su inquietud. Los rabos sobresaliendo de las desnudas ancas cercanas al coche, las crines ondeando al viento, la saliva brillando entre los dientes. A Kiyoaki le gustaba saborear el contraste entre la fuerza bruta de los animales y los elegantes adornos del interior del coche.

Kiyoaki y Honda llevaban abrigo sobre el uniforme del colegio. Los príncipes, aunque con abrigos con cuello de piel, tiritaban miserablemente.

—Nosotros no estamos acostumbrados al frío —dijo el príncipe Pattanadid, con mirada triste—. Algunos primos nuestros estudiaron en Suiza, y ya nos avisaron de que hacía mucho frío. Pero nadie nos dijo nada sobre el Japón.

—Sin embargo, os acostumbraréis a ello en poco tiempo —dijo Honda para consolarles; tenían muy buenas relaciones, a pesar del poco tiempo que hacía que se conocían.

Como era el mes de diciembre, temporada de las tradicionales ventas de fin de año, las calles estaban iluminadas con carteles de anuncios, y repletas de compradores. Los príncipes preguntaban qué clase de festival se estaba celebrando.

En pocos días, la cara del príncipe Pattanadid y la del negligente e incorregible Kridsada, no pudieron disimular el aburrimiento y la nostalgia. Naturalmente tenían cuidado de no manifestarlo demasiado, pues no querían desairar la hospitalidad de Kiyoaki. No obstante, él sabía que los pensamientos de sus amigos estaban en otra parte, a la deriva, en algún océano abierto. Pero a él le satisfacía esta actitud, pues eran las ideas y emociones humanas inmóviles, ancladas en el cuerpo, lo que le resultaba insoportablemente opresivo.

Al pasar el Parque Hibiya y acercarse al foso del Palacio Imperial ya pudieron ver el edificio blanco del teatro a la luz tenue de aquella tarde de invierno.

Cuando entraron en el teatro, la obra primera en el programa estaba representándose. Kiyoaki localizó a Satoko junto a su fiel sirvienta Tadeshina. Los asientos estaban dos o tres filas detrás de los reservados para los jóvenes. Viéndola allí y recogiendo la indicación de una sonrisa fugaz, Kiyoaki estuvo ya dispuesto a perdonarla por todo.

Durante el resto de la primera obra, mientras dos generales rivales, en la era Kamakura, ordenaban sus tropas en el escenario, Kiyoaki miraba como si estuviera ensimismado. Todo lo del escenario palideció ante su buena opinión de sí mismo, liberado ahora de todo complejo.

«Esta noche Satoko está más hermosa que nunca —pensaba—. Ha puesto un cuidado especial en su peinado. Está tal como yo esperaba que estuviese».

Kiyoaki se sentía muy contento con el cariz que habían tomado las cosas. Se felicitó una y otra vez, seguro en su alegría, incapaz de volverse a mirar en dirección de Satoko, pero percibiendo el calor de su belleza cercana. No podía desear ninguna otra cosa.

Lo que él quería de ella era su presencia, petición que nunca le había hecho anteriormente. Reflexionando, se dio cuenta de que no se acostumbraba a pensar en Satoko sólo en términos amorosos. Aunque nunca la había considerado exactamente como un enemigo, sin embargo la consideraba como una fina seda que oculta y disfraza una aguja aguda, o como un rico brocado que esconde un puñal dañino. Sobre todo, era la mujer que le amaba sin haberse molestado en consultarle sobre el asunto. Esto es lo que no podía soportar Kiyoaki. No encajaba en su carácter la aceptación gratuita de favores no solicitados. Siempre había cerrado el corazón ante el sol naciente, por temor a que un rayo suelto pudiera penetrarlo.

Llegó el intermedio. Todo se desarrolló con naturalidad. Primero Kiyoaki se volvió a Honda y le susurró que, por una notable coincidencia, Satoko estaba allí. Y aunque el semblante de su amigo, después de mirar, no dejaba ninguna duda de que sospechaba en aquello algo más que pura coincidencia, aunque parezca sorprendente, no se turbó la complacencia de Kiyoaki en lo más mínimo. La actitud de Honda era acorde con el concepto de amistad que tenía Kiyoaki, que no exigía un exceso de honradez.

Siguió la natural confusión de conversaciones y paseos en el vestíbulo. Kiyoaki y sus amigos pasearon hasta encontrarse con Satoko y su doncella ante una ventana que daba al foso del castillo y los antiguos muros de piedra del castillo del shogun. Zumbándole los oídos por la excitación desacostumbrada, Kiyoaki presentó a Satoko a los dos príncipes. Comprendiendo lo inapropiado que sería un formalismo frío, observó todas las etiquetas, sin disimular por ello el entusiasmo cándido que había declarado cuando mencionó a Satoko por primera vez ante los príncipes.

Sabía que la oleada expansiva de emoción, el poder liberador de su recién ganado sentido de la seguridad, le capacitaban para adoptar una madurez extraña. Abandonando su melancolía característica, disfrutó y gozó en su libertad. Kiyoaki sabía que no estaba en absoluto enamorado de Satoko.

Tadeshina se había retirado detrás de una columna con gestos desaprobadores. A juzgar por su kimono color ciruela y su sonrisa podía llegarse a la conclusión de que había decidido tratar con circunspección a los extranjeros. Aquella actitud satisfizo a Kiyoaki.

Aunque los dos príncipes se mostraban complacidos de estar en compañía de una dama tan hermosa, Chao P. no quiso advertir la sonrisa de Satoko. No imaginando que Kiyoaki estaba superando su propia seriedad con un enorme esfuerzo de voluntad, el príncipe empezó a sentirle verdadero afecto, viéndole por primera vez comportarse como debía hacerlo siempre un joven como él.

Honda, mientras tanto, estaba embebido en la admiración hacia Satoko, quien aunque no hablaba una sola palabra de inglés mantenía un exacto equilibrio ante los dos príncipes. Rodeada de jóvenes, y vestida con kimono cuidadosamente formalista, se comportaba sin el menor nerviosismo y su belleza y elegancia se evidenciaban por sí mismas.

Cuando Kiyoaki hacía de traductor para los príncipes, que por turno se dirigían a Satoko, ella sonreía como si buscara su aprobación. Una sonrisa que parecía implicar mucho más de lo que exigían las circunstancias. Kiyoaki se inquietó.

—Ha leído la carta —pensó. Pero no. Si hubiera leído la carta, no se estaría comportando de aquella manera con él. En efecto, no habría acudido a la función de teatro. No había podido recibir la carta cuando él le telefoneó. Pero no había modo de saber si la había leído después de la llamada. No tenía objeto dirigirle una pregunta directa, porque sin duda lo negaría. Sin embargo, se sintió airado consigo mismo por no atreverse a hacerlo.

Tratando de aparentarlo como casual hizo cuanto pudo por descubrir en su voz alguna nota que difiriera del calor animoso de dos noches antes, o algún cambio sugestivo en su expresión. Una vez más la confianza en sí mismo se le estaba empañando.

Su nariz estaba tan bien moldeada como la de una muñeca de marfil. Su cara parecía brillar en una sombra suave, que alegraba el movimiento rápido y vivo de sus ojos. La mirada es usualmente considerada como un punto de prueba en las mujeres, pero Satoko tenía una forma de mirar irresistiblemente encantadora. Su sonrisa seguía íntimamente sus palabras, y su mirada a su sonrisa, ensalzando la elegancia de su expresión. Sus labios, un tanto delgados, finos, ocultaban una sutil voluptuosidad interior. Cuando reía, era siempre rápida en ocultar el brillo de sus dientes con los esbeltos y delicados dedos de una mano, pero no antes que los jóvenes advirtieran el destello blanco, que rivalizaba con el brillo de las lámparas colgadas del techo.

Cuando Kiyoaki traducía los cumplidos de los príncipes para Satoko, brotó un extraño rubor en ella. Casi ocultas por el cabello, sus orejas estaban formadas con la gracia de gotas de agua de lluvia.

Había una cosa en Satoko que trascendía de todo artificio. Era la intensidad de la mirada, el poder de sus ojos. Esta fuerza seguía anonadando a Kiyoaki como siempre. Se sentía penetrado por aquella misteriosa fuerza, cuyo poder le sugería la esencia de Satoko.

Sonó el timbre para anunciar el comienzo de «La Subida y Caída del Taira», y el auditorio empezó a ocupar de nuevo sus asientos.

—Es la mujer más bella que he visto desde mi llegada al Japón. ¡Qué afortunado eres! —exclamó Chao P. en voz baja, mientras caminaba junto a Kiyoaki por el pasillo. A juzgar por su mirada podía deducirse con facilidad que se había recuperado del anterior ataque de nostalgia por su patria.