VII

Al día siguiente en el colegio, Kiyoaki pidió a Honda que se reuniera con él y los príncipes siameses en el Teatro Imperial a la noche siguiente; Honda se sintió complacido y aceptó al instante, aunque no sin una vaga sensación de temor. Kiyoaki, naturalmente, no contó a su amigo la parte del plan que planteaba la oportunidad de encontrarse con Satoko.

En casa, aquella noche, durante la cena, Honda habló a sus padres de la invitación de Kiyoaki. Su padre tenía ciertas reservas acerca del teatro, pero creyó que no debía restringir la libertad de un joven de dieciocho años en cuestiones de tal especie.

Su padre era juez en el Tribunal Supremo. Cuidaba de que en su casa reinara una atmósfera de decoro. La familia vivía en una extensa mansión de Hongo, con muchas habitaciones, algunas de ellas decoradas con estilo occidental, popular en la era Meiji. Entre sus criados había estudiantes, y por todas partes se encontraban libros. Llenaban la biblioteca y el despacho, y hasta los pasillos.

Su madre también era lo opuesto de la frivolidad. Desempeñaba un puesto en la Liga de las Mujeres Patrióticas, y estaba un tanto apenada de que su hijo hubiera hecho una amistad tan íntima con el hijo de la marquesa de Matsugae, dama que no tenía ninguna afición por actividades tan meritorias. Sin embargo, aparte de eso, el expediente escolar de Shigekuni Honda, su diligencia, su salud y sus invariables buenos modales eran fuente de orgullo de su madre, que nunca se cansaba de cantar las alabanzas de su hijo ante otras personas.

Todo en la casa de Honda, hasta el utensilio más trivial, tenía que ajustarse a un plan exigente. Comenzando con el sofá de la entrada principal, el biombo con un ideograma chino, la pitillera y los ceniceros en el salón, el mantel de la mesa, el arca para el arroz en la cocina, el toallero del baño, los portaplumas del despacho, e incluso los pisapapeles: cada cosa era perfecta en su género.

Y este mismo cuidado se extendía a la conversación. En casa de los amigos de Honda, siempre se esperaba que una o dos personas mayores contaran historias absurdas. Por ejemplo, podían con toda seriedad hablar de la noche en que aparecieron dos lunas en la ventana, una de ellas, un tejón disfrazado, que sería echado a patadas. Y siempre habría auditorio apropiado. Pero en su casa, una sola mirada de su padre dejaría bien patente, incluso para la más anciana de las doncellas, que creer semejantes tonterías ignorantes estaba allí fuera de cuestión.

En su juventud, su padre había pasado algunos años estudiando Derecho en Alemania, y reverenciaba el respeto de los alemanes por la lógica.

Cuando Shigekuni Honda comparaba su propio hogar con el de Kiyoaki, le divertía particularmente un aspecto del contraste. Aunque los Matsugae parecían llevar una vida occidentalizada y su casa estaba llena de objetos del extranjero, la atmósfera de la casa era sorprendente y tradicionalmente japonesa. En cambio en su casa, el estilo de la vida diaria podía ser japonés, pero el ambiente tenía mucho de occidental en espíritu. Y luego la consideración de su padre por la educación de sus criados estudiantes estaba en marcado contraste con la actitud del marqués de Matsugae para con los suyos.

Como de costumbre, una vez acabada su tarea, que esta noche era de francés, su segundo idioma extranjero, Honda pasó a algunas recopilaciones legales. Estaban escritas en alemán, francés e inglés, y él tenía que ordenarlas. Las leía todas las noches, anticipándose a las demandas futuras del trabajo de la Universidad, y también, más significativamente, porque tenía una inclinación natural a buscarlo todo en sus fuentes de origen. Últimamente había empezado a perder interés por el Derecho europeo que tanto le había fascinado. Desde el sermón de la abadesa de Gesshu, cada vez se daba más cuenta de las imperfecciones del sistema.

Comprendía, sin embargo, que aunque la ley natural había sido descuidada en los últimos años, ningún otro sistema del pensamiento había mostrado mayor capacidad de sobrevivir. Había florecido en formas diferentes, ajustadas a cada una de las muchas épocas de dos mil años de historia, desde sus aparentes orígenes en Sócrates y su poderosa influencia en la formulación del Derecho Romano, a través de los escritos de Aristóteles, a su complicado desarrollo y codificación durante la Edad Media cristiana, y su renovada popularidad en el Renacimiento. Con toda probabilidad, fue esta filosofía la que preservó la fe tradicional europea en el poder de la razón. Sin embargo, Honda no podía menos de pensar que a pesar de la tenacidad de dos mil años de humanismo fuerte y brillante, apenas habían bastado para alejar los ataques del oscurantismo y la barbarie.

De cualquier forma que fuere, Honda no estaba necesariamente adherido a la escuela histórica influida por el romanticismo del siglo XIX, sino a la escuela étnica. Ciertamente, el Japón de la era Meiji necesitaba un tipo de ley nacionalista, que tuviera sus raíces en la filosofía de la escuela histórica. Pero las preocupaciones de Honda eran otras. En primer lugar trataba de aislar el principio esencial que hay detrás de toda ley. Un principio que él creía absolutamente necesario. Y por esta razón le había fascinado algún tiempo el concepto de la ley natural. Pero ahora estaba más interesado en definir los límites exteriores de la ley natural, señalados por sus pretensiones de universalidad. Disfrutaba dando rienda suelta a su imaginación en este camino. Si la ley natural y la filosofía habían impuesto límites a la visión del hombre desde los principios antiguos, para pasar luego a un principio más universal (en el supuesto de que tal principio exista), ¿no se alcanzaría un punto en que la ley misma, tal como la conocemos, dejaría de existir?

Este era, por supuesto, un pensamiento peligroso, que seducía a la juventud. Dadas las circunstancias de Honda, con la estructura geométrica de la ley tradicional encumbrándose para proyectar su sombra sobre la ley operativa moderna que estaba estudiando, no era de extrañar que encontrara la ortodoxia un tanto aburrida. De vez en cuando dejaba a un lado los códigos legales del Japón de la era Meiji, tan escrupulosamente basados en los modelos occidentales, y volvía los ojos en dirección de las tradiciones legales más amplias y más antiguas de Asia.

En su presente momento escéptico, una traducción francesa, hecha por Delongchamps, de las Leyes de Manu, que acababa de llegar de la librería Maruzen en momento muy oportuno, contenía cosas que resultaban atractivas.

Las Leyes de Manu, recopiladas probablemente entre los años 200 antes de Cristo al 200 después de Cristo, eran la base de la ley india. Y entre los fieles hindúes conservaba su autoridad como código legal hasta el presente. Dentro de sus doce capítulos y sus 2.684 artículos estaba condensado un inmenso cuerpo de preceptos sacados de la religión, las costumbres, la ética y la ley. Pasaba del origen del Cosmos a los castigos por robo y las normas para dividir la herencia. Estaba imbuida de filosofía asiática, en la que todas las cosas son, en cierto modo, una sola, en notable contraste con la ley natural y el punto de vista universal de la Cristiandad, con pasión por hacer distingos basados en un macrocosmo y un microcosmo.

Sin embargo, la ley romana incorporaba un principio que se contradecía con el concepto moderno del Derecho. Del mismo modo que sostenía que los derechos caducan cuando no hay posibilidad de aplicación, así también las Leyes de Manu, de acuerdo con las normas de procedimiento en vigor en las grandes cortes de los rajás y los brahmanes, restringían, por ejemplo, los juicios, en determinados casos de deudas impagadas.

Honda estaba fascinado por el estilo vivo de las Leyes. Incluso detalles tan prosaicos como los procedimientos de la Corte estaban encubiertos bajo metáforas y símiles llenos de colorido. Durante el curso de un juicio, por ejemplo, el rajá debía determinar la verdad o falsedad del asunto presentado ante él, «del mismo modo que el cazador busca la guarida del venado herido siguiendo el rastro de la sangre». Y en la enumeración de sus obligaciones, el rajá era exhortado a dispensar favores a su pueblo, «como Indra deja caer las aguas vivificadoras de abril». Honda leyó hasta el final, incluyendo el último capítulo, que trataba de temas filosóficos que desafiaban la clasificación como leyes.

El imperativo postulado en la ley occidental estaba inevitablemente basado en el poder de la razón del hombre. Las Leyes de Manu, sin embargo, tenían su raíz en la ley cósmica, impermeable a la razón, con la doctrina de la transmigración de las almas. Por supuesto todo esto estaba especificado en las Leyes:

«Los hechos proceden del cuerpo, del discurso y de la mente, y resultan en el bien o en el mal.

»El que procede del alma del hombre dará forma a su alma; el que procede de su discurso dará forma a su discurso, y los hechos que proceden de su cuerpo darán forma a su cuerpo.

»El que peca con el cuerpo será un árbol o una hierba en la siguiente vida, el que peca en el discurso será un pájaro o una bestia, y el que peca en el alma volverá a nacer en el nivel de raza más bajo.

»El hombre que retiene una guardia apropiada sobre su discurso, sobre su mente y sobre su cuerpo con relación a todas las cosas, el hombre que domina su lujuria y su ira, alcanzará la culminación. La liberación total será suya.

»Es conveniente que cada hombre emplee su sabiduría para discernir hasta qué punto el destino de su alma depende de su adhesión o separación de la ley, y que debe ejercitarse con todas sus fuerzas en la fiel observancia de esta ley».

Aquí, lo mismo que en la natural, la observancia de la ley y la realización de obras buenas eran tomadas como una misma cosa. Pero la ley se basa en el principio de la transmigración de las almas, doctrina que cercena la investigación racional normal. Y más que hacer una llamada a la razón humana, las Leyes parecían actuar bajo amenaza de sinrazón. De tal forma, como doctrina de ley, depositaba menos confianza en la naturaleza humana que la ley romana en los poderes de la razón.

Honda no tenía ningún deseo de gastar su tiempo meditando en problemas como éste, ni de empaparse de la sabiduría de los antiguos. Siendo estudiante de Derecho estaba inclinado a apoyar el establecimiento de la ley, pero turbado por dudas y recelos acerca del sistema operativo, que era su tema. Sus pugnas con aquella estructura legal penosamente complicada y enredada le habían enseñado que algunas veces era necesario un punto de vista más amplio. Punto que debía hallarse no sólo en la ley natural, con su apoteosis de razón, en el meollo de la ley operativa, sino también en la sabiduría de las Leyes de Manu. Desde este punto ventajoso podía disfrutar de dos mundos: el azul claro del mediodía, o la noche cuajada de estrellas.

El estudio de la ley era ciertamente una disciplina extraña; una red con malla muy fina, capaz de atrapar los incidentes más triviales de la vida cotidiana, mientras su vasta extensión en el tiempo y en el espacio alcanzaban a la vez hasta los movimientos eternos del sol y las estrellas. Ningún pescador en busca de capturas podría ser más codicioso que el estudiante de leyes.

Perdido durante tanto tiempo en la lectura y olvidado del tiempo, Honda se dio cuenta de que lo mejor sería irse a la cama, si no quería estar exhausto cuando se viera con Kiyoaki en el Teatro Imperial a la noche siguiente. Cuando pensó en su amigo, tan arrogante y difícil, y consideró lo improbable de su propio futuro, no pudo contener un ligero estremecimiento. Perezosamente revolvió en su mente los triunfos con que sus compañeros de colegio tan orgullosamente le regalaban, tales como la utilización de un cojín hecho una bola, para jugar al rugby en un salón de té con un grupo de jóvenes geishas.

Luego se acordó de un episodio en su propia casa, en la primavera, que habría carecido de importancia en un ambiente más mundano, pero que produjo ecos en la casa de Honda. Se había celebrado un funeral conmemorativo del décimo aniversario de la muerte de su abuela, en el templo de Nippori, donde estaban enterrados los restos de la familia. Al final, los parientes inmediatos compartirían la hospitalidad de la familia. Fusako, la prima segunda de Shigekuni, era a la vez la más joven de los invitados y la más bonita. En la juiciosa familia de Honda, sus ruidosas carcajadas dieron lugar a que algunas cejas se alzaran.

A pesar del tono religioso del día, el recuerdo de la muerte no fue suficiente para impedir la alegre charla entre los parientes que no se habían visto desde hacía algún tiempo. Y así, sacaron a colación a la abuela muerta, de vez en cuando, pero estuvieron mucho más interesados en contarse unos a otros noticias de los hijos, orgullo de cada familia.

Los treinta invitados recorrieron la casa de una habitación a otra, asombrados de encontrarse con libros en todas partes. Algunos pidieron ver el despacho de Shigekuni y admiraron el escritorio. Luego salieron, hasta que quedó Fusako sola con él.

Los dos jóvenes se sentaron en un sofá junto a la pared. Shigekuni llevaba su uniforme del colegio, y Fusako un kimono formalista color púrpura. Una vez que se dieron cuenta de que estaban solos, se sintieron un tanto embarazados y las carcajadas de Fusako cesaron.

Shigekuni se estaba preguntando si sería apropiado enseñar a Fusako un álbum de fotografías o algo por el estilo, pero desgraciadamente no lo tenía a mano. Para empeorar las cosas, Fusako pareció repentinamente disgustada. Hasta ahora, no había sido particularmente atractiva hacia él, con su exceso de energía física, sus risotadas largas y sonoras, su costumbre de importunarle aunque era un año mayor que ella, y con su constante actividad. Al parecer, Fusako tenía la sangre como la flor del verano, pero Shigekuni había tomado ya una decisión: no tomaría como esposa a una mujer así.

—Estoy muy cansada, ¿sabes? ¿No estás cansado también, Shige?

Antes de que él pudiera contestar, ella cayó hacia él, como un muro que de súbito se desploma. Un instante después su cabeza estaba sobre el regazo de Shigekuni, y éste contemplaba tan fragante regalo sobre sus rodillas.

Estaba totalmente confuso. Miraba a la carga inusitada en su regazo, y las cosas siguieron así durante lo que pareció un tiempo interminable. Se sentía impotente para mover ni siquiera un solo músculo, y Fusako, una vez apoyada la cabeza sobre el azul uniforme de su primo, no daba señal alguna de pensar en quitarla de allí.

Pero la puerta se abrió repentinamente, y aparecieron su madre, una tía y un tío. Aquélla palideció, y el corazón de Shigekuni empezó a latir con fuerza. Fusako, sin embargo, miró despacio en la dirección de los recién llegados, y luego alzó la cabeza muy lánguidamente:

—Estoy cansada y tengo dolor de cabeza.

—Válgame el cielo. Hay que poner remedio a eso. ¿Quieres que te traiga alguna cosa?

Por algo trabajaba la madre en la Liga de las Mujeres Patrióticas, e inmediatamente se sintió enfermera voluntaria.

—No, gracias, no creo que la cosa sea tan grave.

Este episodio añadió un considerable sabor a la conversación de los parientes, y aunque afortunadamente no llegó a oídos de su padre, su madre se encargó de reprenderle con severidad. En cuanto a Fusako, a pesar de ser su prima, jamás volvió a ser invitada a la casa. Honda, sin embargo, nunca olvidaría aquellos breves momentos.

Aunque había sostenido toda la parte superior del cuerpo, fue la cabeza y el cabello lo que más le había atraído. Aquella masa le había sugestionado con la fuerza del incienso humeante. El paño azul de sus pantalones no podía anular el calor que le penetraba. Era como un fuego lo que causaba su inquietud. Fuego irradiado de ella, como brasas en una exquisita vasija de porcelana. Todo sugería que el afecto de Fusako por él era grave. Y ¿no había sido también punzante la presión de su cabeza?

¿Y los ojos de Fusako? Mientras su mejilla reposaba sobre su regazo, había mirado sus ojos grandes y negros. Eran resplandecientes como gotas de agua de lluvia, como mariposas. El movimiento de sus largas pestañas era un aleteo maravilloso, luminosas como las pupilas de sus ojos, tan cercanos de él y sin embargo tan indiferentes, tan listos para saltar. Él nunca había visto ojos como aquellos, que miraban con evidente inquietud.

Pero ella no estaba coqueteando. Su semblante expresaba más serenidad que unos minutos antes cuando estaba charlando alegremente. Sus ojos parecían comunicar algo distinto a una fuerte pasión. El poder de semejante fragancia nacía de algo mucho más elemental que un coqueteo.

¿Cuál era entonces el verdadero sentido de aquellos momentos de contacto físico, que habían parecido prolongarse una eternidad?