En 1910, el rey Rahma VI había sucedido a su fallecido padre, Rahma V, en el trono de Siam. Uno de los príncipes que venían a estudiar al Japón era su hermano menor, el príncipe Pattanadid, cuyo nombre titular era Praong Chao. Su compañero, de dieciocho años como él, y su mejor amigo, era su primo el príncipe Kridsada, nieto del rey Rahma IV, cuyo nombre titular era el de Mon Chao. El príncipe Pattanadid le llamaba cariñosamente «Kri», pero él, por respeto al lugar de Pattanadid en la línea de sucesión, le decía respetuosamente «Chao P».
Ambos príncipes eran fervientes budistas. Pero no sólo vestían la mayor parte del tiempo como jóvenes caballeros británicos, sino que hablaban el inglés con fluidez. En realidad el nuevo rey estaba preocupado de tan excesiva occidentalización, y por ello había decidido escoger Japón para los estudios universitarios de los príncipes. Ninguno había hecho objeción, a pesar del aspecto desafortunado que llevaba aquello consigo. Abandonar Siam suponía la separación de Chao P. y la hermana menor de Kri.
El amor de esta pareja era público en la Corte, puesto que su compromiso, para el final de los estudios de Chao P., estaba decidido de antemano, y su futuro asegurado en todos los sentidos. No obstante, la aflicción de Chao P. era tan intensa que dio origen a alarmas en un país cuyas costumbres no encajan con exageradas expresiones de sentimientos tan personales.
El viaje por mar y la simpatía de su primo habían contribuido a aliviar el dolor del joven príncipe, y cuando llegaron a casa de los Matsugae, Kiyoaki les encontró iluminados de felicidad.
Los príncipes estaban en libertad para seguir la rutina del Colegio como gustaran, hasta que empezasen las vacaciones de invierno. Aunque iban a comenzar las clases en enero, se decidió que no se inscribirían oficialmente hasta el nuevo curso, que empezaba en primavera, que ya habrían tenido tiempo para aclimatarse y estudiar el idioma intensamente.
Mientras permanecieran con los Matsugae, los príncipes ocuparían dos habitaciones contiguas de huéspedes, del segundo piso de la casa, que había sido equipada con un sistema de calefacción a vapor importado de Chicago. El tiempo inmediatamente anterior a la cena con la familia Matsugae reunida era embarazoso para Kiyoaki y sus invitados, pero cuando los tres jóvenes quedaban solos, después de la comida, el riguroso formulismo se suavizaba repentinamente y los príncipes empezaban a enseñar a Kiyoaki fotografías de los templos dorados y de los paisajes exóticos de su país. Kiyoaki advirtió que el príncipe Kridsada no era más joven que su primo y sin embargo tenía ciertos caprichos infantiles.
Una fotografía era la vista general del monasterio de Wat-Po, famoso por su enorme escultura de Buda recostado. Un artista hábil había retocado con delicadeza la foto, por lo que verla era casi como tener el templo delante de los ojos. Las palmeras se elevaban graciosamente, cada detalle de ellas, cuidadosamente recortadas contra un fondo de cielo azul, contrastaba con el blanco puro de las nubes. Los edificios del monasterio eran increíbles, anonadaban al espectador con sus brillantes colores de oro, escarlata y blanco. Dos dioses guerreros hacían guardia a ambos lados de la verja escarlata. Un bajorrelieve delicadamente esculpido ascendía por los muros y columnas del templo, para formar una especie de friso en la cima. Luego, el tejado, con sus pináculos, cada uno a su vez cubierto con un intrincado bajorrelieve de oro. Desde la casa del tesoro los capiteles de la triple torre se elevaban al azul luminoso del cielo.
Los príncipes estaban encantados con la sincera admiración de Kiyoaki. El príncipe Pattanadid empezó a hablar. Había un aire distante en sus ojos delicados, grandes, sesgados, cuya mirada profunda contrastaba con su cara suave y redonda.
—Este templo es de especial significado para mí. Durante el viaje he soñado frecuentemente con él. Sus tejados parecían flotar en la noche del mar. El barco se movía, y aun cuando el templo es enteramente visible, seguía estando todavía a una larga distancia en mi corazón. Habiendo surgido de las olas brillaba bajo las estrellas, como la luz de la Luna nueva brilla en la superficie de las aguas. En la cubierta del barco, junté las manos y le hice una reverencia. Como sucede en los sueños, aunque era de noche y el templo estaba tan alejado, podía descubrir los más pequeños detalles de su decoración escarlata y oro. Conté a Kri este sueño y me contestó que el templo quería seguirnos hasta el Japón. Pero luego se rió de mí, y dijo que lo que me estaba siguiendo no era el templo, sino alguna otra cosa. En aquel momento me enfurecí, pero ahora me inclino a estar de acuerdo con él. Todo lo sagrado tiene la sustancia de los sueños y los recuerdos, y así experimentamos el milagro de que lo que está separado de nosotros por el tiempo o la distancia se haga repentinamente tangible. Los sueños, los recuerdos, lo sagrado, todo es semejante en cuanto que está más allá de nuestro alcance. Una vez que nos separamos de lo que podemos tocar, ese objeto se santifica; adquiere la belleza de lo inalcanzable, la cualidad de milagroso. Todo, realmente, tiene esta cualidad, pero nosotros podemos profanarlo tocándolo. ¡Qué extraño es el hombre! Su contacto mancha, y sin embargo él es la fuente de los milagros.
—De verdad que lo está poniendo complicado y dificultoso —apuntó el príncipe Kridsada, conteniendo el aliento—. Pero es que está pensando en una chica de Bangkok a la que ama. Chao P., enseña a Kiyoaki su fotografía.
El príncipe Pattanadid se ruborizó pero su piel oscura ocultaba el rubor en sus mejillas. Viendo el desconcierto de su invitado, Kiyoaki cambió la conversación al tema anterior.
—¿Sueñas a menudo así? —preguntó—. Yo tengo un diario de mis sueños.
Los ojos de Chao P. centellearon de interés.
Kiyoaki comprendió que acababa de comunicar a Chao P. su fascinación por los sueños, algo que nunca se había atrevido a intentar ni siquiera con Honda. Cada vez se sentía más identificado con Chao P. Sin embargo, la conversación fue languideciendo, y Kiyoaki, notando un guiño malicioso en los ojos del príncipe Kridsada, recordó que no había insistido en ver la fotografía, que era lo que Chao P. quería que hiciera.
—Por favor, enséñame la foto del sueño que te siguió desde Siam —se apresuró a solicitar.
—¿Te refieres al templo o a la chica? —intervino Kridsada, tan jovial como siempre.
Y aunque Chao P. le reprendió por sus modales frívolos, él no pareció arrepentirse. Cuando por fin su primo sacó la foto, indicó con picardía:
—La princesa Chantrapa es mi hermana menor. Su nombre significa «Luz de Luna», pero nosotros la llamamos Ying Chan.
Mirando a la foto, Kiyoaki quedó decepcionado. Se trataba de una chica mucho más sencilla de lo que él había imaginado. Llevaba ropas occidentales: un vestido de encajes blancos. El pelo, atado con una cinta blanca, y lucía un collar de perlas. Su mirada no era sofisticada. Cualquier estudiante en el Colegio podría llevar la foto de una chica como aquélla. La caída graciosa de su pelo sobre los hombros podía ser signo de coquetería. Pero las cejas, más bien fuertes, sobre unos ojos grandes y tímidos; los labios ligeramente partidos como los pétalos de una flor exótica antes de las lluvias; sus facciones; todo daba la impresión inconfundible de la inocencia de su propia belleza. Por supuesto todo eso tenía su encanto, algo así como el pájaro recién salido del nido, del todo ignorante de su poder para volar.
«Comparada con esta chica —pensó Kiyoaki—, Satoko es cien, mil veces más mujer. ¿Y no es el hecho de que sea tan mujer la razón por que resulta tan odiosa para mí? Además, ella sabe que es hermosa. Desgraciadamente no hay nada que no sepa, incluso lo inmaduro que soy yo».
Chao P., viendo como Kiyoaki examinaba la foto de su novia, y quizá sintiéndose ligeramente alarmado de que resultara demasiado atractiva para él, alargó súbitamente su mano de piel de ámbar y retiró el retrato. Al hacerlo, la mirada de Kiyoaki advirtió el resplandor de algo color verde, y por primera vez se dio cuenta del precioso anillo de Chao P. Su piedra era una rica esmeralda, y en ambos lados tenía labradas en oro dos bestias feroces, un par de yaksha, dioses guerreros. En conjunto, era un anillo de tal calidad que para Kiyoaki haber pasado por alto el anillo era prueba de lo poco inclinado que era a observar a los demás.
—Yo nací en mayo. Es mi piedra de nacimiento —explicaba el príncipe Pattanadid, ligeramente desconcertado—. Ying Chan me lo dio como regalo de despedida.
—Pero si llevaras algo como esto a la Escuela te mandarían detener —avisó Kiyoaki.
Perplejos, los dos príncipes empezaron a conferenciar seriamente en su idioma nativo, pero pronto se dieron cuenta de su descortesía involuntaria y empezaron a hablar en inglés, en atención a Kiyoaki. Kiyoaki les dijo que hablaría con su padre para que les arreglara que tuvieran una caja de seguridad en un Banco. Después de esto, y vuelta otra vez la atmósfera cordial, el príncipe Kridsada sacó una pequeña foto de su propia novia. Y luego ambos príncipes instaron a Kiyoaki a que hiciera lo mismo.
—En Japón no estamos acostumbrados al intercambio de fotos —dijo presurosamente, bajo el acicate de una vanidad juvenil—. Pero sin duda os la voy a presentar en persona muy pronto. —No tuvo valor de mostrarles las fotos de Satoko que llenaban el álbum que conservaba desde su infancia.
Repentinamente se le ocurrió a Kiyoaki que aunque su semblante había provocado el elogio y la admiración durante toda su vida, había llegado casi a los dieciocho años, dentro de los confines sombríos de la finca familiar, sin ninguna otra joven amiga más que Satoko.
Y Satoko era más enemiga que cualquier otra cosa. Estaba lejos de ser el ideal de lo femenino, de la dulzura y del afecto que los dos príncipes admirarían. Kiyoaki sintió su rabia contra las frustraciones que le tenían cercado. Lo que su padre, un tanto ebrio, le había dicho durante «aquel paseo de la tarde» en tono muy amable, ahora le parecía, en retrospectiva, un desprecio velado.
Las mismas cosas que su sentido de la dignidad le había hecho pasar por alto, repentinamente surgían para humillarle. Todo lo relativo a estos alegres príncipes jóvenes, su piel morena, la virilidad centelleante en sus ojos, sus largos y delicados dedos de ámbar, ya experimentados en las caricias, todo parecía vilipendiar a Kiyoaki.
—¿Cómo? A tu edad, ¿todavía no has tenido ningún trance amoroso?
Sintiendo que perdía el equilibrio, Kiyoaki, con sus últimas reservas de elegancia exclamó aceleradamente: —pronto os la voy a presentar.
Pero ¿cómo iba a arreglar las cosas, a mostrar la belleza de Satoko ante sus amigos extranjeros? El día antes, después de una larga vacilación, Kiyoaki había por fin enviado a Satoko una carta insultante.
Cada frase de aquella carta, cuyos insultos habían sido elaborados con el más exquisito cuidado, estaban vivos en su mente. Había comenzado con estas palabras:
«Siento decir que tu desfachatez para conmigo me obliga a escribir esta carta. —Y a partir de este brusco preámbulo añadía—: Cuando pienso en las muchas veces que me has obsequiado con enigmas sin sentido, reteniendo toda pista para hacerlos parecer más serios de lo que son en realidad, el entorpecimiento se apodera de esta mano mía que sostiene la pluma, hasta debilitarme. No dudo de que tus caprichos emocionales te han llevado a hacerme esto. En tu método no ha habido ninguna delicadeza, obviamente ningún afecto de ninguna clase, ningún indicio de amistad. Hay unas motivaciones muy profundas en tu conducta despreciable, a las que tú estás ciega, pero que te están llevando a un objetivo que es obvio. Sin embargo, la decencia me impide decir más al respecto. Pero todos tus esfuerzos y planes se han convertido ahora en una espuma sobre las aguas. Pues yo, a pesar de lo desdichado que fui en tiempos, he pasado ya una de las etapas claves de la vida, transición por la que te debo cierta gratitud, por indirecta que sea. Mi padre me invitó a acompañarle en una de sus excursiones, y he cruzado una barrera que debe cruzar todo hombre. Para decirlo sin rodeos, he pasado la noche con una geisha que mi padre había escogido para mí. Ha sido uno de esos ejercicios que la sociedad sanciona para los hombres. Afortunadamente, una sola noche ha sido bastante para causar en mí un cambio completo. Mis antiguos conceptos sobre las mujeres se han desvanecido. He aprendido a ver en una chica poco más que un pequeño animal sonrosado y lascivo, una compañera de juegos de alcoba. Esta es la maravillosa revelación encontrada en la sociedad que frecuenta mi padre. Y no habiendo tenido ninguna simpatía para con su actitud hacia las mujeres, ahora la apoyo por completo. Todas las fibras de mi cuerpo me están diciendo que soy hijo de mi padre. Tal vez puedas creer que debo estarte agradecido, por haber sobrepasado sin tu colaboración los objetivos muertos de la antigua era Meiji en favor de otros puntos de vista más ilustrados. Y quizá te estés riendo, segura de que mi amor con mujeres pagadas servirá para enaltecer mi estima por damas puras como tú. ¡Pues no! Permíteme que te indique que debes abandonar tal idea. Desde aquella noche he roto con todos esos moldes, para pasar a un territorio donde no hay ninguna restricción. Geisha o princesa, virgen o prostituta, empleada de fábrica o artista, no hay distinciones. Toda mujer es mentirosa, y «un pequeño animal sonrosado y lascivo». Todo lo demás no es más que maquillaje y vestidos. Y debo decir que te veo igual que a todas las demás. Por favor, créeme, aquel chico a quien considerabas tan dulce, tan inocente, tan maleable, ha desaparecido para siempre».
Los dos príncipes debieron quedar confusos cuando Kiyoaki les dio las buenas noches y salió precipitadamente de su habitación, apenas entrada la noche.
—¿Cómo es que en momentos como éste nunca aparece nadie en quien confiar? —murmuraba Kiyoaki por el largo pasillo. Pensó en Honda, pero sus exigentes normas de amistad le aconsejaron olvidar tal posibilidad.
El viento de la noche silbaba contra las ventanas y los faroles. Súbitamente, temeroso de que alguien pudiera verle y extrañarse de que corriera de aquella forma, se detuvo, y mientras descansaba, con los codos apoyados en el marco de la ventana, intentó poner en orden sus pensamientos. A diferencia de los sueños, la realidad no era tan fácil de manipular. Tenía que concebir un plan, nada vago e incierto, sino firme y compacto como una píldora, y con resultados seguros e inmediatos. Estaba oprimido por su propia debilidad, y después del calor en la habitación el frío del pasillo le hacía estremecerse.
Apretó la frente contra el cristal azotado por el viento y miró fijamente al jardín. No había Luna. La isla y la colina formaban una masa en la oscuridad. A la luz tenue de los faroles pudo distinguir la superficie del estanque rizada por el viento. Imaginó que las tortugas voraces habían sacado la cabeza del agua y estaban mirando hacia él. Este pensamiento le hizo temblar.
Cuando volvió a casa, ya a punto de subir la escalera a su habitación, se encontró con su tutor Iinuma, quien le miró muy fríamente.
—¿Se han retirado ya sus altezas, señor?
—Sí.
—¿Y el joven amo se va a retirar también?
—Tengo que estudiar unas cosas.
Iinuma tenía veintitrés años y estaba en el último curso de su escuela. En efecto, acababa de regresar de clase, ya que llevaba algunos libros bajo el brazo. El ser joven no parecía tener otro efecto sobre él que profundizar su característica melancolía. Aquella enorme musculatura acobardaba a Kiyoaki.
Cuando el muchacho regresó a su habitación no se molestó en encender la estufa, y empezó a pasear ansiosamente, planteándose un plan tras otro.
«Lo que haga debo hacerlo pronto —pensaba—. ¿Es ya demasiado tarde? De algún modo tendré que presentar a los príncipes una chica que esté en los más afectuosos términos conmigo. Pero a ella acabo de enviarle esa carta. Y además hay que evitar las murmuraciones».
El periódico de la tarde, que no había podido leer por falta de tiempo, estaba sobre la silla. Sin ningún fin determinado, Kiyoaki lo cogió y lo abrió. Le llamó la atención el anuncio de una obra de Kubuki en el Teatro Imperial, y repentinamente empezó a darle golpes el corazón.
«Eso es. Llevaré a los príncipes al Teatro Imperial. Y en cuanto a la carta, todavía no habrá llegado a su destinataria, ya que la eché ayer. Hay esperanzas. Mis padres no permitirán que Satoko vaya a una función conmigo, pero si nos encontramos accidentalmente nada se opondrá a mis propósitos».
Kiyoaki salió velozmente de su habitación y bajó las escaleras hasta la sala donde estaba el teléfono. Antes de entrar miró cautelosamente hacia la habitación de Iinuma, de donde salía luz. Debía de estar estudiando.
Kiyoaki cogió el auricular y dio el número deseado. Le latía el corazón con fuerza. Su habitual abulia había desaparecido.
—Por favor, ¿es la residencia Ayakura? ¿Puedo hablar con la señorita Satoko? —dijo Kiyoaki, después de oír la voz familiar de una anciana. Desde el distante Azabu, la voz llegaba con evidente desagrado.
—Es el joven amo Matsugae, ¿verdad? Lo siento, pero me temo que sea demasiado tarde.
—¿Se ha acostado la señorita Satoko?
—Bueno, no, no creo que se haya retirado todavía.
Tras la insistencia de Kiyoaki, Satoko finalmente acudió al teléfono. Su voz cálida y clara le animó inmensamente.
—Kiyo, ¿qué diablos quieres a estas horas de la noche?
—Bueno, para decir la verdad, te envié ayer una carta. Ahora quiero pedirte algo. Cuando llegue a tus manos, por favor, no la abras. Prométeme que la arrojarás inmediatamente al fuego.
—Bueno, Kiyo, no sé de qué me estás hablando…
Algo en la voz aparentemente serena de Satoko dijo a Kiyoaki que ella había empezado a tejer su usual red de ambigüedades.
—Comprendo que no lo sepas —dijo Kiyoaki con impaciencia—. Por tanto te ruego que me escuches y me lo prometas. Cuando llegue mi carta échala al fuego inmediatamente sin abrirla. ¿Lo harás?
—Supongo que sí.
—¿Lo prometes?
—Está bien.
—Y ahora hay otra cosa que quiero preguntarte…
—Parece ésta la noche de las solicitudes, ¿no es así, Kiyo?
—Tú puedes hacer lo que te pido. Consigue entradas para la función de pasado mañana en el Teatro Imperial para ti y para tu doncella.
—¡Una función de teatro…!
El silencio brusco en el otro extremo del hilo hizo temer a Kiyoaki que Satoko pudiera negarse, pero luego se dio cuenta de que en su apresuramiento había olvidado algo. Dadas las actuales circunstancias de los Ayakuras, el precio de un par de entradas representaría un auténtico despilfarro.
—No, espera, perdona. Yo haré que te envíen las entradas. Si tus asientos están contiguos de los nuestros, la gente hablará, pero yo lo arreglaré para que estén cerca aunque no al lado. A propósito, te diré que voy a ir con dos príncipes de Siam.
—¡Eres muy amable, Kiyo! Estoy segura de que a Tadeshina le dará mucha alegría. Me encantará ir —terminó Satoko, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su satisfacción.