V

Una tarde, diez días después, el marqués de Matsugae regresó a casa temprano, por lo que Kiyoaki pudo cenar con su padre y su madre, algo que acontecía raras veces. Como el marqués sentía predilección por la comida occidental, la cena se sirvió en el pequeño comedor de estilo europeo, y él mismo bajó a la bodega para elegir el vino. Llevó a Kiyoaki consigo y ambos recorrieron los largos pasillos conversando sobre las características de las distintas clases de vino depositados en las estanterías. Su padre le explicaba la clase de vino que iba bien con determinadas comidas, el que debía servirse sólo con ocasión de la visita de algún miembro de la Familia Imperial, y así sucesivamente. Se le estuvo notando la satisfacción todo el tiempo. El marqués nunca parecía tan dichoso como cuando prodigaba conocimientos útiles.

Mientras tomaban los aperitivos, su madre, que había ido dos días antes a Yokohama, describió el viaje como un acontecimiento de gran significación.

—Yo quedé sencillamente aturdida por cómo la gente miraba mis ropas occidentales, en Yokohama más que en ningún otro lugar. Algunos niños mugrientos corrían detrás del coche gritando: ¡Una dama extranjera! ¡Una dama extranjera!

Su padre apuntó la idea de llevar a Kiyoaki con él a la botadura del buque de guerra Hie, pero parecía como si diera por seguro que a su hijo no le interesaría aquello.

En este punto, padre y madre estaban en busca de temas viables de conversación, y empezaron a titubear dejando evidente, incluso para Kiyoaki, su desconcierto. Al final tocaron el simpático tema del Otachimachi de Kiyoaki, rito de adivinación, que había tenido lugar hacía tres años.

Esta antigua ceremonia tuvo su fecha el diecisiete de agosto, según el calendario lunar. Una gran vasija de madera con agua fue colocada en el jardín para recoger la luz de la luna, y se hicieron en su momento los ofrecimientos apropiados. Si el cielo apareciese nublado aquella noche de agosto de su quince cumpleaños se esperaría para él mala fortuna durante todos los días de su vida.

Oyendo a sus padres la escena pasaba por la mente de Kiyoaki con toda claridad. Vestido con su hakama, especie de falda, y el kimono con la insignia de la familia, había permanecido en medio del césped cubierto de rocío, con una vasija nueva llena de agua delante de él, y un coro de inquietos insectos zumbándole en los oídos.

Los árboles que rodeaban el oscurecido jardín, los tejados de la mansión al fondo, incluso la colina de arces… Todo esto, y aún más, se había fijado, en perfil recortado, dentro del círculo de agua definido por el borde de la vasija de madera de ciprés, convertido en una frontera donde terminaba este mundo y empezaba el otro. Como la ceremonia de su quince cumpleaños era para determinar la fortuna de toda su vida, Kiyoaki tenía la misma sensación que si su alma desnuda hubiera sido colocada sobre la húmeda hierba. La madera de la vasija expresaba por fuera su yo exterior, y el agua expresaba su yo interior.

Todos guardaban silencio, por lo que el zumbido de los insectos del jardín sonaba como nunca. Miró detenidamente dentro de la vasija. El agua era oscura al principio, como nubes densas, como algas marinas arracimadas. Un momento después las supuestas algas se agitaron y él creyó ver un débil resplandor sobre el agua, que en seguida desapareció. No podía recordar cuánto tiempo había esperado después. De súbito, el agua de la vasija, que había parecido impenetrablemente oscura, se aclaró, y en su mismo centro brilló el diminuto redondel de la luna llena.

Todos prorrumpieron en exclamaciones de satisfacción, y su madre, rígida todo el tiempo de la espera, se sintió aliviada y empezó a agitar el abanico para ahuyentar a los mosquitos, amontonados en enjambre.

—Oh, ¡me siento tan contenta! Ahora el muchacho tendrá una vida afortunada, ¿no es verdad? —exclamaba.

Después Kiyoaki fue felicitado por todos los presentes.

Pero sentía cierto temor. No tenía suficiente decisión para mirar hacia el cielo, a la misma luna, origen de la imagen en el agua. Seguía mirando a la vasija y al agua contenida, reflejo de su yo más íntimo, en la cual la luna, como una concha dorada, se había hundido tan profundamente. En aquel momento había entrado su alma en lo celestial, y brillaba como una mariposa de oro, atrapado en las redes del misterio.

Sin embargo, pensaba, ¿serían estas redes lo bastante finas? Una vez cogida la mariposa, ¿no se deslizaría y huiría volando? Aun a los quince años temía la pérdida de su alma. Su carácter estaba ya formado, y cada uno de sus triunfos encerraría este temor a despertar sin ellos. Habiendo ganado la luna, la vida sería insoportable en un mundo sin ella. Aun cuando esta luna no suscitase en él más que odio.

Dentro de la trivialidad, una sola carta desaparecida de la baraja puede trastocar el orden del mundo. Y en el caso de Kiyoaki la menor incongruencia tomaba proporciones de reloj sin espiral reguladora. El orden de su universo sucumbía y le dejaba atrapado en una oscuridad aterradora. La carta perdida, de ningún valor en sí misma, asumiría ante sus ojos la importancia de una corona, por la que los rivales, envueltos en dura lucha, llevarían al mundo a una agudísima crisis. Su sensibilidad estaba por tanto a merced de cualquier acontecimiento imprevisto, por trivial que fuera, y él no tenía a mano ninguna defensa.

Mientras pensaba en su Otachimachi, la noche del 17 de agosto, tres años antes, se estremeció súbitamente con la realidad de que Satoko había tropezado, en cierto modo, en su alma.

En aquel momento, para alivio de Kiyoaki, el mayordomo entró, con su fría hakama, en un crujir de seda de Sendai, para anunciar que la cena estaba preparada. Kiyoaki y sus padres pasaron al comedor, sentándose cada uno delante de su lugar, con excelente porcelana inglesa decorada con la insignia familiar. Desde su temprana edad, Kiyoaki había tenido que soportar las lecciones de su padre sobre los modales occidentales en la mesa. Su madre nunca se había acostumbrado al estilo occidental, y su padre aún se comportaba con la ostentación de un hombre ávido por parecer extranjero, por lo que era el único que comía con naturalidad y desahogo.

Cuando sirvieron la sopa, su madre no perdió tiempo en introducir un nuevo tema de conversación:

—En realidad, Satoko puede ser muy difícil. Esta misma mañana descubrí que los Ayakuras enviaron un mensajero con su negativa. Aunque Satoko había dado a todos la clara impresión de que había decidido aceptar.

—Tiene cumplidos los veinte años, ¿no? —replicó su padre—. Si continúa tan exigente puede encontrarse convertida en una doncella anciana. Estoy preocupado por ella, pero ¿qué puedo hacer?

Kiyoaki era todo oídos. Su padre continuó:

—Yo me pregunto qué es lo que le pasa. ¿Creen ellos que él está demasiado debajo de ella? Es cierto que los Ayakuras fueron muy nobles en otros tiempos, pero ahora su fortuna apenas les permite rechazar a un joven como ése, con un futuro brillante en el Ministerio del Interior. Deberían estar contentos con él, sin molestarse en averiguar la familia de la que procede.

—Eso es exactamente lo que pienso yo. Y esa es la razón por la que no me siento inclinada a hacer nada para ayudarla.

—Bueno, nosotros les debemos mucho, por todo lo que hicieron en favor de Kiyoaki. Me creo obligado a hacer todo lo que pueda para ayudarles a reconstruir su fortuna familiar. Pero ¿qué podemos hacer para encontrar un pretendiente que ella acepte?

—Yo me pregunto si existirá tal hombre.

A Kiyoaki se le levantó el ánimo mientras escuchaba. Su enigma estaba resuelto: «Kiyo, ¿qué harías tú si yo no estuviera aquí?». Sencillamente se había referido a la oferta de matrimonio pendiente. Por entonces había estado inclinada a aceptar, pero había dejado caer una preocupación en Kiyoaki. Ahora, diez días más tarde, se revelaba, por boca de su madre, que había rehusado formalmente. Y la razón quedaba clara. Había obrado así porque estaba enamorada de Kiyoaki.

Y con esto las nubes se disiparon del horizonte. Ya no se sentía asediado por ansiedades. El agua estaba clara otra vez. Durante diez días había estado excluido del santuario pacífico y pequeño que era su único refugio. Pero ahora podía volver a él y respirar tranquilo.

Kiyoaki estaba disfrutando de un singular momento de felicidad. Una felicidad que procedía de haber recuperado su claridad de visión. El naipe que había sido deliberadamente escondido reaparecía en su mano. La baraja estaba completa. Su felicidad resplandecía clara y sin daño. Por un momento, al menos, Kiyoaki había logrado romper el cerco de sus emociones.

El marqués y la marquesa de Matsugae, sin embargo, seguían mirándose el uno al otro, por encima de la mesa, cegándoles su insensibilidad para algo tan obvio como la súbita explosión de felicidad de su hijo. El marqués confrontó la clásica melancolía del rostro de su esposa, y ésta, a su vez, la tosquedad de él. Las facciones propias de un hombre de acción habían sido borradas por los estragos de su vida indolente.

A pesar del curso de la conversación de sus padres, Kiyoaki estuvo prevenido para el rito definido, algo como la ceremonia de Shinto, para ofrecer a los dioses una rama del sagrado árbol sakaki. Ceremonia en la que cada sílaba del conjuro es pronunciada tan meticulosamente como es seleccionada cada rama lustrosa.

Kiyoaki había observado este ritual innumerables veces, desde su más temprana edad. Ninguna crisis vehemente. Ninguna tormenta de pasión. Su madre sabía exactamente lo que venía luego. El marqués estaba enterado de que su esposa lo sabía. Sus expresiones de presciencia, de conocimiento del futuro, se deslizaron corriente abajo, como haz de ramas sobre las claras aguas para el definitivo salto sobre la cresta de la cascada.

De forma igualmente inesperada, el marqués dejó sin terminar el café y se volvió hacia su hijo:

—Ahora, Kiyoaki, ¿qué te parece una partida de billar?

—Bueno…, os pido que me excuséis —dijo la marquesa.

Kiyoaki, sin embargo, estaba tan feliz que esta especie de charada no le molestó lo más mínimo. Su madre regresó y él se fue con su padre a la sala de billares. Esta habitación era muy admirada por los visitantes, por sus entrepaños de roble estilo inglés, su retrato del abuelo de Kiyoaki y un gran mapa al óleo con las batallas navales de la guerra ruso-japonesa. Uno de los discípulos de sir John Millais, famoso por su retrato de Gladstone, había realizado el retrato de enorme parecido del abuelo de Kiyoaki, durante su estancia en el Japón. Y ahora la figura del abuelo surgía, en traje de ceremonial, desde las sombras.

La composición era simple, pero el artista había demostrado un alto grado de destreza en la acertada mezcla de idealización y realismo, para alcanzar una semejanza que expresaba no sólo el indómito aire esperado en un noble de la restauración, sino también los rasgos más personales y queridos en su familia. Hasta las verrugas de su mejilla. Según costumbre de la casa, siempre que llegaba una joven doncella desde la entrañable provincia de Kagoshima, era llevada delante del retrato para rendirle reverencia. Algunas horas antes de la muerte de su abuelo, aunque la sala de billar estaba vacía y era improbable que la cuerda que sujetaba el cuadro estuviera podrida, el retrato cayó al suelo con tal estrépito que hizo eco en toda la casa.

Había tres mesas de billar. Aunque el juego de las tres bolas había sido introducido en tiempos de la guerra, nadie lo jugaba jamás en la sala de billares de los Matsugae. Kiyoaki y su familia utilizaban cuatro bolas. El mayordomo había colocado ya las blancas y rojas sobre la mesa, en el debido orden, y entregó un taco al marqués y otro a su hijo. Kiyoaki miraba a la superficie de la mesa, al tiempo que ponía en la punta de su taco tiza italiana de ceniza volcánica comprimida. Las bolas de marfil estaban inmóviles en el tapete verde, despidiendo cada una de ellas una sombra redonda, como el caracol que asoma vacilante y en descubierto. No despertaban en él el más ligero interés. Tenía la sensación de estar solo, en una calle desconocida, en medio del día, cara a cara con extrañas figuras privadas de todo significado.

El marqués siempre se ponía nervioso ante el aburrimiento reflejado en la cara de su hijo. Feliz como se sentía esta noche Kiyoaki, sus ojos permanecían melancólicos.

—¿Sabías —dijo su padre buscando un tema de conversación— que dos príncipes de Siam van a venir al Japón a la Escuela de los Nobles?

—No.

—Como serán destinados a tu clase podríamos invitarles aquí durante unos días. Ya he hablado de este propósito con el Ministerio del Exterior. Se trata de un país que ha logrado grandes progresos últimamente. Han abolido la esclavitud y están construyendo líneas de ferrocarril. No olvides esto cuando hables con ellos.

Su padre se dispuso a tirar. Kiyoaki permanecía detrás de él y le observaba. Le parecía como un leopardo gordo, girando el taco con muestras de ferocidad. Kiyoaki no pudo evitar una sonrisa. Su sensación de felicidad y la imagen de una misteriosa tierra tropical se fundían en su mente en un suave golpe seco, tan atrayente para él como el de las bolas de marfil blanco y rojo rodando sobre la mesa. Repentinamente, pasó su imaginación a la verde extravagancia de la jungla.

El marqués era un experto en el juego del billar, y Kiyoaki nunca fue competidor para él. Después de que cada uno realizó cinco tiros, su padre se retiró con la sugerencia que Kiyoaki había estado esperando tanto tiempo.

—Creo que daré un paseo. ¿Qué dices tú a esto?

Kiyoaki no contestó. Entonces, su padre le hizo una pregunta totalmente inesperada.

—Puedes ir hasta la verja, ¿no? Tal como hacías cuando eras niño.

Sobresaltado, Kiyoaki miró con ojos encendidos a su padre. En todo caso, el marqués se había apuntado un tanto por sorpresa.

La amiga de su padre estaba instalada en una de las casas levantadas fuera de la verja. Familias europeas tenían alquiladas las otras dos. Cada casa tenía su propia verja en la valla que la separaba de la finca de los Matsugae. Los chicos europeos eran libres para aprovechar esta oportunidad y jugaban todos los días en los terrenos de la finca. La única verja con cerrojo echado y cubierto de moho era la de la casa de su amiga.

Desde la puerta delantera de la casa principal hasta la verja había media milla. Cuando Kiyoaki era niño su padre le llevaba de la mano y paseaba con él hasta allí, de camino hacia la casa de su amiga. Se separaban, y un criado regresaba con Kiyoaki.

Cuando su padre iba de negocios, invariablemente usaba el coche. Por tanto, cuando salía a pie su destino era obvio para todos. Acompañar a su padre en estas ocasiones había sido doloroso para Kiyoaki. Mientras cierto instinto sincero e inocente de su poca edad le instaba a detener a su padre por el bien de su madre, el conocimiento de su propia impotencia producía en él una amarga frustración. Su madre, naturalmente, no sentía complacencia alguna en que Kiyoaki acompañara a su esposo en estos paseos vespertinos. Pero cuanto más se ofendía ella, mayor era la insistencia de su marido en llevar a Kiyoaki de la mano. Kiyoaki había sido rápido en descubrir el deseo encubierto de su padre para convertirle en cómplice de su traición para con la madre.

Este paseo, sin embargo, en una noche fría de noviembre fue algo completamente nuevo. Cuando su padre se puso el abrigo que le ofrecía el mayordomo, Kiyoaki salió de la sala de billares para coger el abrigo de uniforme con botones de metal que usaban en la escuela. Como siempre, el mayordomo esperaba a la puerta con el habitual regalo envuelto en crepé púrpura. Luego siguió a su amo, a la acostumbrada distancia de diez pasos atrás.

La Luna lucía resplandeciente, y el viento gemía entre las ramas de los árboles. Aunque su padre no se molestó en volver la vista a la figura espectral de Yamada, el mayordomo, Kiyoaki estaba lo suficiente preocupado para mirarle más de una vez. Yamada seguía detrás, tambaleándose ligeramente sobre sus piernas inseguras, en las manos guantes blancos como siempre, acariciando el paquete de envoltura púrpura. Sus gafas tenían brillo de escarcha a la luz de la Luna. Kiyoaki admiraba a este hombre, leal por encima de toda duda, que no dejaba salir de sus labios casi ni aire. ¿Cuántas pasiones yacían ocultas dentro de su cuerpo como una maraña de alambres enmohecidos? Mucho más que el jovial y extrovertido marqués, su reservado y al parecer indiferente hijo era capaz de detectar la profundidad de los sentimientos de los demás.

El siseo de los búhos y el silbido del viento recordaban a Kiyoaki viejas fotografías inquietantes. Mientras caminaban en la noche desapacible e invernal su padre soñaba con el calor y la intimidad de la carne rosada que le esperaba, mientras los pensamientos de su hijo se dirigían hacia la muerte.

El marqués avanzaba animado por el vino, apartando las piedras con la punta de su bastón. Se volvió de súbito a Kiyoaki:

—Tú no eres persona a quien guste divertirse, ¿verdad? No podría decirte el número de mujeres que yo tenía a tu edad. Mira, supón que te llevo conmigo la próxima vez. Cuidaré de que haya allí un buen número de geishas a tu disposición. Y puedes traer contigo, si quieres, algunos amigos tuyos de la escuela.

—No, gracias.

Kiyoaki se estremeció al pronunciar estas dos palabras. Sintió los pies como pegados de repente a la tierra. Ante esta observación de su padre, su regocijo se desparramó como el agua de una vasija que se rompe contra el suelo.

—¿Qué pasa?

—Por favor, ¿quieres excusarme? Buenas noches.

Kiyoaki volvió sobre sus pasos y caminó rápidamente, pasando ante la entrada tenuemente iluminada de la casa occidental, en dirección de la residencia principal, cuyas luces distantes resplandecían débilmente entre los árboles.

Kiyoaki fue incapaz de dormir aquella noche. Pero no le turbó ningún pensamiento de su padre o de su madre. Por el contrario, todo su propósito estaba en vengarse de Satoko.

«Ella ha sido lo bastante cruel para engañarme y meterme dentro de una trampa. Me ha tenido sufriendo durante diez días. Sólo tiene un pensamiento: mantenerme en la incertidumbre. No puedo consentir que se salga con la suya. Pero tampoco puedo competir con ella cuando se trata de inventar formas de atormentar a la gente. ¿Qué puedo hacer? Lo mejor sería convencerla de que yo no tengo más respeto por la dignidad femenina que mi padre. Si pudiera decir o escribir algo que resultara ultrajante para ella, habría hecho blanco. Pero la dificultad está en que yo siempre me encuentro en desventaja, ya que no tengo suficiente valentía para dejar que la gente se entere de lo que siento. No sería suficiente decirle que no tengo el menor interés por ella. Eso le dejaría un amplio margen para intrigar. Tengo que herirla. Tengo que humillarla, tanto que no le queden ganas de volver más. Eso es lo que tengo que hacer. Por primera vez en su vida se sentirá apenada por lo hecho».

A pesar de todo, las resoluciones de Kiyoaki eran débiles. No se le ocurría ningún plan específico.

Un par de biombos triples había a ambos lados de su cama, decorados con poemas de Han Shan. A los pies de la cama había un papagayo esculpido en jade, mirando desde su percha a una estantería de madera de sándalo. Sin ganas de dormir, se puso a mirar fijamente al papagayo. Cada detalle en el jade verde, incluso el fino tallado de las alas, parecía brillar con singulares luces. De esta forma la figura del pájaro parecía revolotear, liberada del cuerpo de piedra, en la oscuridad, como una imagen fantasmal, que inquietaba a Kiyoaki. Al darse cuenta de que todo el fenómeno era debido a un rayo de Luna que penetraba por la ventana, abrió la cortina por completo en un movimiento brusco. La Luna estaba alta en el cielo, y su luz llegó hasta la cama.

Era bastante clara para sugerir frivolidad más que solemnidad. Pensó en el brillo frío de la seda del kimono de Satoko. Vio sus ojos en la Luna. Aquellos espléndidos y grandes ojos que él había visto tan cerca de los suyos. El viento había dejado de soplar.

El calor del cuerpo de Kiyoaki no podía explicarse sólo por la temperatura de la habitación, y en los lóbulos de su oreja parecía brillar una señal de fiebre. Echó la manta a un lado y abrió el cuello de su bata de dormir. El fuego seguía dentro de su piel. Le pareció que encontraría alivio si se quitara la bata de dormir y expusiera su cuerpo a la fría luz de la Luna. Finalmente, fatigado con sus pensamientos, se encogió y permaneció con la cabeza sepultada en la almohada, la espalda desnuda bajo la luz de la Luna, y la sangre caliente latiéndole en las sienes.

Y así permaneció, con la luz de la Luna bañando la suavidad de su espalda, resaltando su brillo las líneas graciosas de su cuerpo, descubriendo la insinuación sutil pero penetrante de una firme masculinidad, que dejaba bien claro que no se trataba de la carne de una mujer, sino la de un joven aunque todavía inmaduro.

La Luna ponía su resplandor sobre el costado izquierdo de Kiyoaki, donde la carne pálida se movía suavemente siguiendo el ritmo de los latidos de su corazón. Había allí tres manchas pequeñas, casi invisibles. Y del mismo modo que las tres estrellas del cinto de Orión ceden a la luz de la Luna llena, las tres pequeñas manchas quedaban casi borradas por aquel reflejo suave y misterioso.