IV

Esta era una antigua estratagema de Satoko para desconcertar a la gente. Quizá de modo inconsciente, pero en verdad nunca se permitía la más ligera insinuación de travesura en el tono de su voz, para tranquilizar a su víctima. En tales momentos, aquella voz era tensa y patética, como si confiara el más grave de los secretos.

Aunque Kiyoaki debía estar ya acostumbrado no pudo resistirse a hacer esta pregunta:

—¿No vas a estar aquí más tiempo? ¿Por qué?

A pesar de todos sus esfuerzos para mostrar un estudiado desinterés, Kiyoaki reveló su inquietud. Era lo que Satoko buscaba.

—No puedo decirte por qué —respondió, dejando triste el corazón de Kiyoaki, sin darle tiempo a levantar sus defensas.

Él dirigió una mirada de indignación. Siempre había sido así y por tal razón la aborrecía. Sin el más ligero aviso era capaz de causarle insoportables ansiedades. Y la gota de tinta se extendía en el agua nublando su corazón.

Satoko le observaba intensamente, y sus ojos, que habían estado tristes, de pronto centellearon.

Al regreso, el mal talante de Kiyoaki sorprendió a todos, y dio motivo de habladurías entre las mujeres de la casa de los Matsugae.

* * *

Kiyoaki tendía a exacerbar las mismas preocupaciones que le estaban royendo. De haberse aplicado a asuntos amorosos su tenaz persistencia, habría sido como cualquier otro joven. Pero su caso era diferente. Tal vez por esto, Satoko sembraba en él deliberadamente semillas de flores espinosas, en vez de otras de brillantes colores. Ciertamente, él había sido siempre campo fértil para tales semillas. A ella le satisfacía entregarse al cultivo de su ansiedad.

Satoko había acaparado su interés. Aunque prisionero voluntario de su descontento, estaba enfadado con Satoko, que siempre tenía a mano una serie de nuevas ambigüedades y enigmas para desconcertarle. Y también estaba enfadado con su propia indecisión, enfrentado con el problema de hallar una solución contra aquella burla.

Cuando Honda y él descansaban sobre la hierba, había dicho que estaba buscando «algo absolutamente definitivo». No sabía todavía qué, pero siempre que esta certeza parecía resplandecer a su alcance, las mangas fluctuantes del kimono de Satoko se interponían, atrapándole una vez más en las arenas movedizas de la indecisión. Aunque él había sentido algo como una ráfaga de intuición distante e inalcanzable, que le empujaba hacia ella, quería creer que Satoko era la barrera que le impedía dar un solo paso.

Era aún más irritante tener que admitir que su orgullo le separaba de todos los medios posibles de hacer frente a los enigmas de Satoko y a la ansiedad que le provocaban. Si por ejemplo, fuera ahora a preguntar a alguien qué quería decir Satoko con «no estar allí más», sólo revelaría su profundo interés por ella.

«¿Qué podía hacer yo? —pensaba—. No importa convencerles de que no estoy interesado por Satoko y que se trata tan sólo de una ansiedad abstracta mía, porque nadie me creerá».

Una multitud de pensamientos semejantes pasaban por su imaginación. De ordinario, la escuela en estas circunstancias ofrecía a Kiyoaki cierto alivio. Pasaba las horas del almuerzo con Honda, aún cuando la conversación de Honda tomaba, últimamente un giro tedioso. El día de la visita de la abadesa, Honda había acompañado a los otros a la casa principal. Allí su reverencia les había pronunciado un sermón, que se había adueñado completamente de él.

Era curioso que mientras el sermón había dejado al romántico Kiyoaki del todo indiferente, había afectado al racionalista Honda con fuerza de evidencia.

El Templo de Gesshu, en las afueras de Nara, era un convento, cosa extraña dentro del Budismo Hosso. El tema del sermón había afectado poderosamente a Honda, y la abadesa había cuidado de introducir a sus oyentes en la doctrina de Yuishiki, fundamental del Budismo Hosso que determina que toda la existencia está basada en la cautela subjetiva, usando ejemplos sencillos, no sofisticados.

—Luego su reverencia contó una parábola que dijo habérsele ocurrido cuando vio el cuerpo del perro colgando sobre las cascadas —dijo Honda, completamente hundido en sí mismo—. Yo no creo que haya la menor duda del afecto que ella siente por tu familia. Y luego su forma de contarlo, con frases mezcladas con el antiguo dialecto Kyoto. Es un lenguaje evasivo, lleno de expresiones sutiles. Ciertamente, ese lenguaje contribuyó en gran parte a aumentar el impacto. Recuerda que la historia se sitúa en Tang China. Un hombre llamado Yuan Hsaio está de camino hacia el famoso monte Kaoyu, para estudiar las enseñanzas de Buda. Cuando cayó la noche, le aconteció encontrarse junto a un cementerio, por lo que se acostó a dormir entre las sepulturas. Luego, en mitad de la noche despertó con una sed terrible. Extendiendo la mano cogió un poco de agua de un hoyo que había a su lado. Al volverse a dormir pensó que nunca el agua le había sabido tan fresca y tan pura. Pero al llegar la mañana vio qué había bebido. Por increíble que parezca, lo que le había sabido tan delicioso, era agua recogida en un cráneo humano. Tuvo náuseas y se puso enfermo. Sin embargo, la experiencia enseñó algo a Yuan Hsaio. Comprendió las reservas profundas almacenadas durante todo el tiempo que esté operando en un hombre un deseo consciente. Pero si uno es capaz de suprimir ese deseo, estas reservas se disuelven y el hombre estará tan satisfecho con el agua de una calavera como con la de cualquier otra vasija. Pero lo que me interesa es lo siguiente: Una vez que Yuan Hsaio hubo sido ilustrado de esta manera; ¿volvería a beber de aquel agua, y a tenerla por pura y sabrosa? ¿Y no crees que esto mismo sería verdadero en relación con la castidad? Si un muchacho es cándido puede venerar incluso a una prostituta, pero una vez se da cuenta de que esa mujer es una cualquiera y que él ha estado viviendo una ilusión que sólo era reflejo de su propia pureza, ¿será capaz de amar a esta mujer otra vez de la misma forma? Si lo consigue, ¿no sería algo maravilloso? ¿No lo sería tomar el propio ideal y doblegar al mundo hacia él? ¿No sería una fuerza notable, como sujetar en la mano la clave secreta de la vida? ¿No te parece?

La inocencia de Honda se igualaba con la de Kiyoaki, quien por consiguiente era incapaz de refutar sus argumentos. Sin embargo, obstinado, creyó que era distinto de Honda, que tenía ya la clave de la existencia en sus manos, como un derecho heredado. No sabía qué le daba esta confianza. Apuesto y soñador, y no obstante convertido en presa de la ansiedad, estaba seguro de que de algún modo era el depósito de un tesoro, que a veces parecía irradiar un esplendor enteramente físico, con el orgullo del hombre marcado con una rara enfermedad. Aunque sabía que él no sufría ningún achaque, ninguna inflamación dolorosa.

Kiyoaki no sabía nada de la historia del Templo de Gesshu y no veía ninguna necesidad de remediar esta falta. Honda, por contraste, que no tenía ningún lazo personal con todo aquello, se había tomado la molestia de hacer alguna investigación en la biblioteca. Descubrió que el Templo de Gesshu era relativamente nuevo, construido a principios del siglo dieciocho. Una hija del emperador Higashiyama, para observar en plenitud un período de luto por su padre, que había muerto en la flor de su vida, se consagró a la adoración de Kannon, la Diosa de la Clemencia, en el Templo de Kiomizu. Muy pronto quedó profundamente impresionada por los comentarios de un anciano sacerdote del Templo de Joju, sobre el concepto Hosso de la existencia, y en consecuencia se convirtió a esta secta. Después de la tonsura ritual se negó a aceptar los beneficios reservados para las princesas imperiales, decidiendo, en su lugar, fundar un nuevo templo, en el que sus monjas se dedicarían al estudio de las escrituras. Y todavía se conservaba como único convento de la secta Hosso. La tía de Satoko, sin embargo, aunque sí aristócrata, era la primera abadesa no princesa imperial.

Honda se volvió súbitamente a Kiyoaki.

—¡Matsugae! ¿Qué es lo que te pasa estos días? No has prestado la menor atención a cuanto te he dicho, ¿verdad?

—No me pasa nada —fue la respuesta defensiva de Kiyoaki, cogido fuera de la guardia. Sus ojos claros y bonitos se volvieron para mirar a su amigo. Si Honda le creía insolente, a Kiyoaki no le importaba lo más mínimo. Sólo temía que su amigo se diese cuenta de su angustia. Sabía que si daba a Honda la menor pista en este sentido, no quedaría nada sobre él que Honda no conociera. Como esto sería una imperdonable violación, habría perdido a su único amigo.

Honda se puso inmediatamente sobre aviso ante la tensión de Kiyoaki. Sabía que para mantener su afecto debía controlar la impensable tosquedad que la amistad permitía a veces. Tenía que tratarle tan cautelosamente como a una pared recién pintada, sobre la que el más ligero toque descuidado dejaría una huella indeleble. Si las circunstancias lo exigían tendría que disimular que conocía la mortal angustia de Kiyoaki. Honda podía incluso amar a Kiyoaki, acudir a la súplica muda de sus ojos. Su mirada parecía contener una petición: deja las cosas como están, indefinidas como la línea de la costa. Por primera vez la compostura de Kiyoaki estuvo a punto de derrumbarse; estaba suplicando. Honda se transformó en un silencioso observador del fenómeno. Los que consideraban a Kiyoaki y a Honda como amigos no estaban equivocados, pues la amistad daba a cada uno exactamente lo que deseaba.