Dio unos golpecitos a Honda en el hombro y señaló en aquella dirección. Honda levantó la cabeza y miró hasta que localizó también a las mujeres. Y así, observaron desde su escondite como dos jóvenes francotiradores. Su madre salía a dar su paseo diario siempre que le venía en gana; pero hoy la compañía no había sido confiada a sus doncellas personales; dos invitadas, una joven y otra mayor, caminaban detrás de ella. Todas, excepto la joven, llevaban kimonos de colores apagados y discretos. Y aunque ella vestía de un azul pálido, el suyo estaba ricamente bordado. Cuando cruzó la blanca arena para caminar al borde del agua, aquel color resplandecía tan pálido y sedoso como el firmamento al romper el día. Las risas de las mujeres en el aire otoñal revelaban sus pisadas inciertas sobre los escalones de piedra con un eco artificial. Siempre irritaba a Kiyoaki oír a las mujeres de la casa reír de aquella forma, aunque se daba perfecta cuenta del efecto que producía en Honda, quien lo dejaba traslucir en la mirada, como el gallo alertado por el cloqueo de las gallinas. Las frágiles hierbas secas del otoño se doblaban bajo sus pechos.
Kiyoaki estaba seguro de que la joven con kimono azul nunca reiría de aquella forma. Con gran alborozo, las doncellas de su madre conducían a su señora y a las invitadas hacia la colina, por un sendero deliberadamente complicado, con laberinto de puentes de piedra, que formaban una red de idas y venidas en las pequeñas ensenadas. Kiyoaki y Honda pronto las perdieron de vista, tras la hierba alta en que estaban tendidos.
—Tú tienes un buen número de mujeres a tu alrededor en casa. Nosotros no tenemos más que hombres —dijo Honda, tratando de resaltar su interés por ir al otro lado de la isla.
Desde el refugio de los pinos podía seguirse la marcha de las mujeres. A su izquierda, una hondonada en la ladera albergaba cuatro de las cascadas. Luego la corriente seguía la curva de la colina, y finalmente caía a la piscina por debajo de las rocas de Sado. Las mujeres caminaban ahora por debajo de estas cascadas, asegurándose en cada pisada para no resbalar. Allí las hojas de los arces tenían una belleza especial, y eran tan abundantes que llegaban a cubrir la cinta blanca de las cascadas y colorear el agua con un tono escarlata. Las doncellas conducían a la joven del kimono color aguamarina por los puentecillos. Llevaba la cabeza inclinada hacia adelante, y a pesar de la distancia, era visible para Kiyoaki la blancura de su cuello. Le recordó a la princesa Kasuga y su cuello blanco, nunca alejado de su pensamiento.
Después que la senda cruzaba bajo las cascadas, subía siguiendo la línea donde la playa se acercaba a la isla. Kiyoaki había seguido la marcha de las mujeres con atención. Ahora vio el perfil de la mujer del kimono color aguamarina y reconoció en ella a Satoko. ¿Por qué no la había reconocido antes? Probablemente, por su idea de que aquella bella joven sería forastera.
Destruida su ilusión no había razón para seguir escondido. Limpiándose el kimono con las manos, Kiyoaki se puso en pie y separó las ramas bajas de los pinos.
—Hola —gritó.
La súbita exclamación tomó a Honda por sorpresa, y estiró el cuello para ver mejor. Sabedor de que el buen talante de Kiyoaki era una respuesta a la interrupción de sus sueños, a Honda no le importó que su amigo tomara la iniciativa.
—¿Quién es?
—Oh, es Satoko. ¿No te he enseñado nunca su fotografía? —respondió Kiyoaki.
Satoko, la joven de la playa, era ciertamente una belleza. Kiyoaki, sin embargo, parecía decidido a ignorar esto, porque sabía que Satoko estaba enamorada de él.
Esta repulsa instintiva a toda persona que le mostraba afecto, esta necesidad de reaccionar con frío desdén, era un fallo de Kiyoaki, que nadie podía conocer mejor que Honda, quien veía en este orgullo una especie de temor que se había apoderado de Kiyoaki cuando tenía trece años, y había hecho que la gente se confundiera con él y sus reacciones.
Quizás el atractivo peligroso que la amistad de Kiyoaki suponía para Honda estaba en ese mismo impulso. Otros muchos habían intentado hacerse amigos de Kiyoaki, viendo recompensados sus esfuerzos con burlas y desprecios. En el desafío a las reservas cáusticas de Kiyoaki, sólo Honda tenía suficiente experiencia para librarse del desastre. Tal vez estaba equivocado, pero se preguntaba si su propia antipatía por el tutor carientristecido de Kiyoaki no nacería de la expresión de perpetua derrota de este último.
Aunque Honda no se había encontrado nunca con Satoko, las historias de Kiyoaki estaban llenas de sus recuerdos. La familia Ayakura, una de las veintiocho de la nobleza con el alto rango de Urin, descendía de un Namba Yorisuke, experto jugador de kemari, versión del fútbol popular en la Corea Imperial en tiempos de los Fujiwaras. El jefe de la familia fue nombrado chambelán de la Corte Imperial, cuando estableció su residencia en Tokio, en tiempos de la restauración Meiji. Los Ayakuras se trasladaron a la ciudad y vivieron en una mansión de Azabu, ocupada anteriormente por uno de los asistentes del shogun. La familia sobresalió en el deporte del kemari y en la composición de waka. Y como el emperador consideró adecuado honrar al joven heredero de la familia con una categoría cortesana de quinto grado, incluso el puesto de Gran Consejero de Estado quedó dentro de su alcance.
El marqués de Matsugae, consciente de la falta de lustre de su propia familia, y en la esperanza de dar a la siguiente generación una oportunidad, había confiado el infante Kiyoaki a los Ayakuras, después de obtener el consentimiento de su padre. Y así, Kiyoaki había sido educado en el ambiente de la nobleza de la Corte con Satoko, que era dos años mayor que él y la prodigaba su afecto. Hasta que fue a la escuela, ella fue su única compañera y amiga. El propio conde de Ayakura, hombre afectuoso y tratable, que todavía conservaba su suave acento de Kyoto, enseñó al joven Kiyoaki caligrafía y waka. La familia jugaba al sugoroku entrada la noche, como era costumbre en la era Heiana, y los afortunados ganadores recibirían los premios tradicionales, entre ellos dulces regalados por la emperatriz.
Además, el conde Ayakura dispuso las cosas para que Kiyoaki continuara su formación acudiendo a palacio cada Año Nuevo, para asistir a la Ceremonia Imperial de Lectura de Poesías, en la que él mismo intervenía. Al principio, Kiyoaki había considerado esto como una obligación, pero a medida que se fue haciendo mayor, su participación en estos elegantes y antiguos ritos llegaron a proporcionarle indudable satisfacción.
Satoko tenía veinte años. Repasando el álbum de fotografías de Kiyoaki, podían verse los cambios experimentados en su desarrollo hasta la madurez, desde cuando era niña, con la mejilla afectuosamente apretada contra la de Kiyoaki, hasta el mes de mayo último, en que había tomado parte en el festival de Matsugae Omiyasama. A los veinte años había pasado la etapa que se suponía de mayor belleza de una joven, pero seguía soltera.
—Así que esa es Satoko. Y la otra, la mujer con la túnica gris, por la que todo el mundo se está preocupando tanto, ¿quién es?
—Oh, sí. Es la tía de Satoko, abadesa de Gesshu. Al principio no la reconocí por causa de esa curiosa capucha.
Su reverencia la abadesa resultaba, ciertamente, una inesperada novedad allí. Era su primera visita a los Matsugae, y de ahí la visita al jardín, algo que la madre de Kiyoaki no hubiera hecho sólo por Satoko. En cambio sí se sentía muy dichosa por hacerlo en honor de la abadesa. Siendo algo singular la visita de su tía a Tokio, Satoko no había dudado en llevarla a ver los arces. La abadesa había tomado mucho afecto a Kiyoaki cuando fue por primera vez con los Ayakuras, pero él no se acordaba ya. Posteriormente, cuando estaba en la escuela y la abadesa había hecho una visita a Tokio, él había sido invitado a casa de los Ayakuras, pero no había tenido más oportunidad que la de presentarle sus respetos. Aún así, el rostro pálido de la abadesa, con su aire de serena dignidad, y la autoridad templada en su voz, habían dejado en él una huella duradera.
La llamada de Kiyoaki había hecho que el grupo se detuviera bruscamente. Sorprendidos, miraron a la isla como si hubieran salido piratas de entre la hierba, junto a las decorativas grúas de hierro.
Sacando su pequeño abanico, la madre de Kiyoaki apuntó hacia la abadesa para indicar que esperaba un saludo respetuoso. Kiyoaki, en consecuencia, hizo una profunda reverencia desde donde estaba en la isla. Honda le imitó rápidamente y su reverencia les agradeció a los dos el gesto. Su madre, después abrió el abanico y lo agitó imperiosamente. Kiyoaki urgió a Honda para que se diera prisa, sabiendo que debían volver al instante.
—Satoko nunca pierde cualquier oportunidad para venir aquí. Se está aprovechando de su tía —gruñó Kiyoaki con aire de mal humor, mientras ayudaba a Honda a darse prisa para desamarrar el bote. Honda, sin embargo, contempló la celeridad de Kiyoaki y su descontento con cierto escepticismo. La forma con que Kiyoaki perdió la paciencia con los movimientos firmes y metódicos de Honda y agarró la cuerda áspera en sus manos blancas y desacostumbradas, para tratar de ayudarle en la desagradable tarea de desatar el bote, fue suficiente para crear dudas acerca de que fuera la abadesa la causa de su aturdimiento.
Cuando Honda remaba rumbo a la playa, Kiyoaki parecía muy aturdido, y en su cara se reflejaba el tono rojo de las hojas de arce que flotaban sobre el agua. Evitó nervioso la mirada de Honda, en un intento de negar su vulnerabilidad ante Satoko.
—¡Míster Honda! ¡Es usted un magnífico remero! —exclamó en tono admirativo la madre de Kiyoaki, cuando alcanzaron la playa. Su cara pálida tenía siempre un aire de melancolía, incluso cuando reía. No obstante, su expresión era una máscara más para sus profundas emociones. De hecho era una mujer casi insensible. Había educado a Kiyoaki contra la rústica energía de su padre, pero era totalmente incapaz de captar las complejidades de la naturaleza de su propio hijo.
Los ojos de Satoko se clavaron en Kiyoaki desde el momento que éste saltó del bote. Fuertes y serenos, afectuosos de vez en cuando, aquellos ojos acobardaban a Kiyoaki. Tenía la sensación de que había crítica y reproche en aquella mirada.
—Su Reverencia nos ha honrado con su visita hoy, y tendremos muy pronto el placer de escuchar sus palabras. Pero primero hemos querido enseñarle los arces. Pero, en primer lugar, ¿qué estabais haciendo en la isla?
—Oh, justo contemplando el firmamento —repuso Kiyoaki, mostrándose ante su madre lo más enigmático posible.
—¿Contemplando el firmamento? ¿Y qué hay que ver en el firmamento?
Su madre no se sentía lo más mínimo desconcertada por su fracaso al no captar la sutil sugerencia de Kiyoaki. Éste encontró cómico que su madre adoptara una expresión de tanta piedad por los sermones de la abadesa. A su vez, ésta mantenía su papel de invitada sonriendo modestamente. Él no miraría a Satoko, que tenía la vista fija en su pelo espeso, negro y despeinado.
El grupo avanzó ahora por el espinado sendero, admirando los arces mientras caminaban y distrayéndose con el intento de identificar los pájaros que cantaban en las ramas encima de sus cabezas. Sin embargo, por mucho que los dos muchachos trataban de controlar su paso, se adelantaron a cierta distancia, delante de las mujeres, que rodeaban a la abadesa. Honda aprovechó para discutir de Satoko por primera vez y admirar su belleza.
—¿Lo crees así? —replicó Kiyoaki, sabiendo muy bien que el hecho de que Honda hubiera encontrado antipática a Satoko habría sido un duro golpe para su orgullo, quiso hacer una demostración de fría indiferencia. Estaba firmemente convencido de que toda mujer joven tenía que ser hermosa lo reconociera o no.
Al fin, culminó el último ascenso por debajo la cascada más elevada, y desde allí estuvieron contemplando el paisaje. Justo cuando su madre recibía los cumplidos de la abadesa, que veía por primera vez las cascadas, Kiyoaki hizo un descubrimiento que transformó el carácter alegre del día.
—¿Qué es aquello? Allá arriba. Aquello que está cortando el curso del agua.
Su madre respondió al instante. Utilizando el abanico para proteger los ojos de la luz del sol que le llegaba entre las ramas miró hacia arriba. El paisajista había construido muros de roca en ambos lados, para asegurar una graciosa caída del agua, y nunca la corriente había intentado cambiar su curso tan torpemente. Una roca no podría nunca causar semejante trastorno en la corriente.
—No sé qué pueda ser. Parece que algo ha surgido allá arriba —dijo la madre de la abadesa, manifiestamente perpleja.
La abadesa, aunque consciente de que algo iba mal, no dijo nada y sonrió. Si alguien tenía que hablar claramente, sin tener en cuenta los efectos, tendría que ser Kiyoaki. Pero éste prefirió contenerse, temiendo el impacto de sus palabras en el carácter del grupo. Se dio cuenta de que en momentos todo el mundo habría reconocido de qué se trataba.
—¿No es un perro negro con la cabeza colgando? —dijo Satoko sin rodeos. Y las damas suspiraron, como si advirtieran por primera vez al perro.
El orgullo de Kiyoaki se sintió herido. Satoko, con un arrojo que pudiera ser considerado impropio de su sexo, señaló el cadáver del perro, ignorando sus implicaciones. Había adoptado un tono de voz convenientemente agradable y decidido, que atestiguaba su elegante educación. Tenía la frescura de una fruta madura. Kiyoaki estaba avergonzado de su vacilación y se sintió intimidado por la capacidad de iniciativa de Satoko.
Su madre dio algunas órdenes rápidas a las doncellas, que dejaron al instante de buscar con la mirada a los negligentes jardineros. Pero sus profusas excusas ante la abadesa por aquel espectáculo tan increíble, fueron dadas de lado por su reverencia, quien hizo una propuesta totalmente inesperada.
—Mi presencia aquí parece providencial. Si ustedes entierran a ese perro ahora, yo ofreceré una oración por él.
El animal estaría mortalmente enfermo o herido cuando se acercó a la corriente para beber, y cayó en ella. La fuerza del agua le había empujado formando una especie de cuña entre las rocas donde nacían las cascadas. El coraje de Satoko había excitado la admiración de Honda, al mismo tiempo oprimido por la vista del perro muerto. El pelo negro del animal resplandecía bajo la luz, y sus dientes blancos destacaban en las mandíbulas, enrojecidas.
Todos cambiaron rápidamente la atención hacia el entierro del perro. Las doncellas se emocionaron. Todas habían cruzado el puente, y estaban descansando cuando llegó el jardinero murmurando excusas. Sólo entonces trepó por la cara pendiente de la roca para sacar el cuerpo negro chorreando agua, y enterrarlo en lugar apropiado.
—Voy a coger unas flores, Kiyo, ¿quieres ayudarme? —dijo Satoko, descartando la compañía de las doncellas.
—¿Qué clase de flores se pueden coger para un perro? —replicó Kiyoaki, causando una explosión de risa en las mujeres.
Entretanto, la abadesa se quitó la túnica parda dejando ver el hábito púrpura que había debajo y la pequeña estola que colgaba de su cuello. Su presencia irradiaba gracia a quienes la rodeaban, y su viveza disipó la atmósfera de malos presagios.
—Válgame el cielo. El perro ha sido bendecido al ofrecer vuestra reverencia un réquiem por él. Seguramente volverá a encarnarse en un ser humano —exclamó la madre de Kiyoaki con una sonrisa.
Satoko no se molestó en esperar a Kiyoaki, y caminó por el sendero de la colina, empinándose de vez en cuando para coger alguna flor de genciana. Kiyoaki no encontró nada mejor que unas camomilas marchitas.
Cada vez que se agachaba para coger una flor, el kimono color aguamarina de Satoko era incapaz de disimular la redondez de sus caderas, sorprendentemente generosas en un talle tan esbelto. De pronto Kiyoaki se sintió inquieto, como un lago de agua clara súbitamente enturbiado por algún alboroto profundo bajo su superficie.
Después de recoger las gencianas necesarias para su manojo, Satoko se enderezó de súbito y se detuvo bruscamente ante Kiyoaki, mientras él hacía cuanto podía para mirar en otra dirección. Sus ojos enormes y brillantes, que nunca se había atrevido a mirar directamente, le enfrentaban ahora con un fantasma amenazador.
—Kiyo, ¿qué harías tú si de súbito yo desapareciera de aquí? —preguntó Satoko, pronunciando sus palabras como un susurro.