II

Apenas sorprendió entonces que a Kiyoaki, cumplidos los dieciocho años, sus preocupaciones le hubieran servido para alejarse cada vez más de lo que le rodeaba. Había crecido aislado, no sólo de su propia familia. Los profesores de la escuela habían inculcado en sus alumnos el noble y supremo ejemplo del general Nogi, suicidado para seguir a su emperador en la muerte; y cuando comenzaron a recalcar el significado de aquel acto, sugiriendo que la tradición habría sido muy pobre si el general hubiera muerto enfermo en su cama, una atmósfera de sencillez espartana comenzó a inundar la escuela. Kiyoaki, que sentía aversión a todo militarismo, llegó a detestar la escuela por esta sola razón.

Su único amigo era el compañero de clase Shigekuni Honda. Había por supuesto otros muchos que se habrían sentido satisfechos con ser amigos de Kiyoaki, pero a él no le gustaba la tosquedad juvenil de sus condiscípulos. Huía de sus formas ásperas, y se sentía más repelido por su crudo sentimentalismo cuando cantaban ruidosamente el himno del colegio. Kiyoaki se vio atraído sólo hacia Honda, por su temperamento tranquilo, ordenado, racional, inusitado en un muchacho de su edad. Aun así, ambos tenían poco en común en cuanto a aspecto y temperamento.

Honda parecía mayor de lo que era. Aunque de facciones ordinarias, asumía a veces un aire pomposo sin quererlo. Estaba interesado en estudiar Derecho, y dotado de una viva intuición, que trataba de disimular. Al mirarle, creíase que era indiferente a los placeres sensuales, pero había momentos en que parecía enardecido por alguna pasión profunda. En estas ocasiones, Honda, que mantenía la boca cerrada casi siempre, como mantenía encogidos sus ojos un tanto miopes, y las cejas fruncidas, abría los labios.

Kiyoaki y Honda eran quizá tan diferentes en su constitución como la flor y la hoja en una misma planta. Kiyoaki, incapaz de ocultar su verdadera naturaleza, estaba indefenso ante el poder de la sociedad para infligirle dolores. Su todavía no despertada sensualidad yacía latente en él, desvalido como un cachorrito bajo las lluvias de marzo, tintándole el cuerpo, con los ojos y la nariz azotados por el agua. Honda, por otro lado, había captado desde edad muy temprana dónde estaba el peligro, decidiendo protegerse de todas las tormentas, cualquiera que fuera su atractivo.

A pesar de todo esto, sin embargo, eran amigos íntimos. No contentos con verse en el colegio, pasarían también juntos los domingos en la casa del uno o del otro. Y como la hacienda de Matsugae tenía más que ofrecer en cuanto a paseos y otras diversiones, Honda ordinariamente iba a casa de Kiyoaki.

Un domingo de octubre, de 1912, el primer año de la era Taisho, una tarde en que los arces estaban casi en floración, Honda llegó a la habitación de Kiyoaki para sugerirle que podían dar un paseo en bote por el estanque. De haber sido un año como cualquier otro, habría habido un creciente número de visitantes para admirar los frondosos arces, pero como los Matsugae guardaban luto desde la muerte del emperador el verano anterior, habían suspendido todas las actividades sociales. En el parque dominaba una calma extraordinaria.

—Bueno, si tú lo quieres. El bote admite a tres. Llevaremos a Iinuma para que se encargue de los remos.

—¿Por qué hemos de necesitar a nadie que reme? Yo remaré… —dijo Honda, recordando la expresión dura del joven que acababa de escoltarle hasta la habitación de Kiyoaki, con obsequiosidad silenciosa e inflexible.

—No te simpatiza, ¿verdad, Honda? —sonrió Kiyoaki.

—No es que no me simpatice. Es que durante todo el tiempo que le conozco no he podido determinar aún qué hay dentro de esa cabeza.

—Lleva aquí seis años, por lo que yo le doy por tan inevitable como el aire que respiro. Ciertamente no nos miramos cara a cara, pero está dedicado a mí de todos modos. Es leal, estudia mucho y puedo confiar en él.

La habitación de Kiyoaki estaba en la segunda planta, mirando al estanque. Originalmente había tenido estilo japonés, pero luego volvió a ser decorada en estilo más occidental, con alfombra y mobiliario adecuados. Honda se sentó sobre el antepecho de la ventana. Desde allí alcanzaba a ver toda la extensión del estanque, la isla y la colina poblada de arces al fondo. El agua permanecía mansa bajo el sol de la tarde. Justo debajo de él, se veían los botes, en una pequeña ensenada.

Mientras lo miraba todo, meditaba sobre la falta de entusiasmo de su amigo. Kiyoaki nunca tomaba la iniciativa, aunque algunas veces accediera, con aire de manifiesto aburrimiento, sólo para disfrutar a su modo. Entonces el papel de guía siempre descansaba en Honda, cuando la pareja decidía hacer alguna cosa.

—Puedes ver los botes, ¿verdad? —preguntó Kiyoaki.

—Sí, desde luego que los veo —repuso Honda mirándole dubitativamente.

* * *

¿Qué quería decir Kiyoaki con su pregunta? Si fuera obligado aventurar una conjetura, habría que pensar que estaba intentando decir que no tenía interés por nada en absoluto. Se consideraba como una espina pequeña y ponzoñosa clavada en la mano de su familia. Y este sino, sencillamente, le había sido cargado sólo porque había adquirido una elegancia y educación algo más refinada. Sólo cincuenta años antes, los Matsugae habían sido una familia samurai recta, y nada más, llevando una sencilla vida en provincias. Pero en un breve período de tiempo su fortuna había aumentado. En tiempos de Kiyoaki las primeras trazas de refinamiento amenazaban adueñarse de una familia, que a diferencia de la nobleza cortesana había disfrutado siglos de inmunidad al virus de la elegancia. Kiyoaki, como la hormiga que presiente la inundación, estaba asimilando los primeros indicios del rápido y fatal colapso de su familia.

Su elegancia era la espina familiar. Y sabía muy bien que su aversión a la tosquedad, su deleite en los refinamientos, eran allí extraños, y que él era una planta sin raíces en su propia casa. Sin querer lastimar a su familia, sin querer violar sus tradiciones, estaba condenado a ser distinto de ellos por su propio natural. Y esto obstaculizaría el desarrollo de su propia vida, al tiempo que destruiría su familia. El apuesto joven creía que esta futilidad condicionaba su existencia.

Su convicción de no tener en la vida otro destino que actuar como irreversible veneno, era parte de su carácter de joven de dieciocho años. Había decidido que sus preciosas manos blancas jamás se ensuciarían ni sufrirían callos. Deseaba ser como una bandera en cada ráfaga de viento. Lo único que le parecía válido era vivir para las emociones, morir sólo para resucitar, mermando o subiendo sin dirección ni propósito.

Por el momento no le interesaba nada. ¿Montar en bote? Su familia había creído que el pequeño bote blanco y verde que habían importado del extranjero era elegante y muy de moda. Por lo que concernía a su padre, el bote era cultura tangible. Pero ¿qué importaba aquello? ¿Quién se preocupaba del bote?

* * *

Honda, con su intuición, entendió el súbito silencio de Kiyoaki. Aunque de la misma edad, Honda era más maduro. En efecto, deseaba llevar una vida constructiva y había tomado una decisión sobre su futuro. Con Kiyoaki siempre cuidaba de parecer menos sensible y sutil de lo que era, pues sabía que su amigo reaccionaba ante sus cuidadosos despliegues de inferioridad, único cebo que parecía interesar a Kiyoaki. Y esta línea era mantenida a través de su amistad.

—Te sentaría bien el hacer algún ejercicio —exclamó Honda bruscamente—. Sé que no has leído mucho, pero das la impresión de haberte tragado toda una biblioteca.

Kiyoaki respondió con una sonrisa. Honda tenía razón. No eran los libros los que le habían agotado la energía, sino sus sueños. Toda una biblioteca no podía haberle agotado tanto como sus sueños constantes, noche tras noche.

La anterior había soñado con su propio ataúd, de madera sin pintar. Estaba en medio de una habitación vacía, con grandes ventanas, y fuera, la oscuridad tomaba un color azul profundo. Todo estaba lleno del canto de los pajarillos. Una mujer joven estaba cogida al ataúd, cayéndole de la cabeza inclinada su largo cabello negro, y con los delicados hombros encogidos por los sollozos. Quiso ver la cara de aquella mujer pero no pudo alcanzar más que su frente pálida, agraciada por los finos mechones de pelo negro. El ataúd estaba casi cubierto con una piel de leopardo, sembrada de perlas. El primer resplandor del alba llameó sobre las joyas. En lugar del incienso funerario, un aroma de perfume occidental inundaba la habitación con una fragancia de fruta madurada al sol. A Kiyoaki le parecía contemplar todo desde una gran altura, aunque tenía el convencimiento de que era su cuerpo el que yacía en el ataúd. A pesar de su seguridad sentía la necesidad de verlo con sus propios ojos, a modo de confirmación. Sin embargo, como un mosquito bajo el sol de la mañana, sus alas perdieron todo poder y dejaron de aletear en el aire. Fue ya totalmente incapaz de mirar dentro del ataúd. Luego despertó, y sacando su diario secreto escribió en él todo esto.

* * *

Finalmente los dos bajaron al embarcadero y soltaron amarras. La superficie serena de las aguas reflejaba los flamantes arces de color escarlata de la colina. Al entrar en el bote, el balanceo evocó en Kiyoaki sus sentimientos favoritos sobre lo precario de la vida. En aquel instante sus pensamientos íntimos describían un amplio arco, claramente reflejado en la blanca estela del bote. Su espíritu se elevó.

Honda empujó con un remo y maniobró el bote hacia las aguas. Cuando la proa rompió la brillante superficie, los suaves rizos del agua elevaron el sentido de liberación de Kiyoaki. Aquellas aguas oscuras parecían hablarle con voz solemne y profunda.

«Mi dieciocho cumpleaños —pensaba—, y este día, esta tarde, este momento… no volverán jamás… Es algo que se está deslizando irrevocablemente».

—¿Vamos a echar un vistazo a la isla?

—¿Qué hay de divertido en eso?

—No seas aguafiestas. Vamos, echemos un vistazo —instó Honda, con una voz profunda, provocada porque remaba con el enérgico vigor propio de sus años.

Kiyoaki oyó el sonido de la cascada al otro lado de la isla; no podía ver demasiado, debido al color rojo de los arces reflejado en el agua. Sabía que allí había carpas, y que las tortugas voraces acechaban desde el refugio de las rocas. Sus temores infantiles volvieron unos momentos, para desvanecerse después.

El sol calentaba sus cuellos muy afeitados. Era la tarde de un domingo pacífico, sosegado y glorioso. Sin embargo, Kiyoaki seguía convencido de que en el fondo de este mundo, como en un recipiente de cuero lleno de agua, había un pequeño agujero, y le parecía oír cómo el tiempo iba saliendo por él gota a gota.

Entraron en la isla por un punto donde sobresalía entre los pinos un único arce, y treparon por las escaleras de piedra hasta el campo de hierba, en la cima, y las tres grúas de hierro. Los muchachos se sentaron a los pies del par de grúas que extendían sus cuellos hacia arriba como en un grito mudo, y luego se recostaron para contemplar el cielo de otoño. La áspera hierba calaba los kimonos hasta las espaldas, lo que hacía que Kiyoaki se sintiera incómodo. En cambio, a Honda le daba la sensación de un dolor exquisitamente refrescante bajo su espalda. Podían ver las dos grúas, descoloridas por el viento y la lluvia, manchadas por los excrementos blanquecinos de los pájaros.

—Es un día maravilloso. En toda nuestra vida, tal vez no tengamos muchos días como éste —decía Honda, incitado por cierta premonición.

—¿Estás hablando de felicidad? —inquirió Kiyoaki.

—No recuerdo haber dicho nada sobre la felicidad.

—Bueno, está bien entonces. Pero a mí me asustaría mucho decir las cosas que dices tú. No tengo ese coraje.

—Estoy convencido de que tu problema está en que eres horriblemente codicioso. Los hombres así no son aptos para parecer interesantes. Mira, ¿qué más podrías desear que un día como éste?

—Algo definitivo, aunque no tengo idea de qué podría ser.

El joven contestó fatigado, tan apuesto como indeciso. A pesar del afecto que sentía por su amigo, había veces que Kiyoaki encontraba en su mente agitadamente analítica y en sus cambios de conversación una prueba dura para su caprichosa naturaleza.

De súbito, dio media vuelta, el vientre sobre la hierba, y estuvo mirando a un lugar distante, en dirección del jardín que podía verse desde el salón de la casa principal. Escalones de piedra sobre arena blanca conducían al borde del estanque, festoneado con pequeñas ensenadas que cruzaban los puentes de piedra. Había advertido la presencia de un grupo de mujeres.