18
Jack estaba de pie frente al espejo de cuerpo entero, con la camiseta hecha una bola en sus manos. De espaldas al espejo, no paraba de girar y contonearse para poder verse bien por detrás. Después de observarlo unos segundos desde el pasillo, entré en la habitación.
—¿Qué haces?
—Me duele. —Estiró el cuello hasta tal punto que daba incluso angustia verlo—. En la zona lumbar. Pero no veo de qué se trata.
—¿Qué quieres decir con eso de que «te duele»? —Me acerqué. Los vampiros sentimos dolor, pero normalmente no nos dura más que unos segundos, a menos que sea una herida grave que tarde mucho en curar o que estemos muy bajos de sangre, lo que ralentiza el tiempo de curación.
—No lo sé. Pero me duele. —Continuó moviéndose de un lado a otro y al final le puse la mano en la espalda.
—Estate quieto. Deja que te eche un vistazo.
Cuando por fin dejó de moverse, lo vi. En la zona lumbar, justo por encima de la cintura del pantalón, tenía un bulto de tamaño considerable. Se le había clavado una astilla de madera de la silla rota en el transcurso de la pelea y estaba colocada formando un ángulo extraño, como si estuviera alojada en la columna. Sólo asomaba la punta, y muy poco, pero aun así la cogí con los dedos y se la arranqué.
—¡Ay! —exclamó Jack. Le mostré la astilla. Tendría un grosor de un centímetro de ancho y ocho de largo—. ¿Tenía esa cosa en la espalda?
—Eso parece.
—Pues vaya. —La examinó por un momento y la dejó sobre el tocador. Cuando vi que iba a ponerse la camiseta, lo detuve.
—¿Qué haces poniéndote la camiseta?
—¿Tienes una idea mejor? —dijo Jack sonriendo y enarcando una ceja.
—No lo sé. Después de ver la paliza que acaba de darte mi hermanito pequeño, he pensando que tal vez querrías probar suerte contra mí.
—Lo siento, pero contigo no puedo pelear. —Se mordió el labio al sonreír, evaluándome con sus ojos azules.
—¿Porque sabes que te ganaré?
—Porque no pego a las chicas —dijo Jack, con un gesto de impotencia.
—Seguramente esa es una buena política. —Di un paso hacia él y se echó a reír—. Es una pena que no puedas impedírmelo.
Le puse las manos en el pecho. Mostró intención de abrazarme, pero lo empujé. No con fuerza, pero sí lo suficiente para que tropezara y cayera sobre la cama. Salté sobre él, montándolo a horcajadas, y él se apuntaló posando una mano en mi cadera. Me retiró el pelo de la cara con la mano que le quedaba libre.
—¿De qué va todo esto, entonces? —preguntó Jack, sin dejar de sonreírme.
—No lo sé. Tengo la sensación de que últimamente te veo muy poco.
—Y así es —confirmó—. Siempre estás fuera. —Ladeó la cabeza, con una expresión algo más seria—. ¿A qué te dedicas?
—Entreno mucho —dije. No me apetecía hablar del tema, sobre todo en aquel momento. No me apetecía tener que mentirle—. No sé. He estado por ahí.
Para silenciar más preguntas, me incliné para besarlo. Noté la duda en sus labios, de modo que lo besé con más pasión, pero su piel seguía estando fría.
—¿Qué pasa? —Dejé de besarlo.
—¿Estamos bien? —preguntó Jack.
—¿Por qué no tendríamos que estarlo?
—No lo sé. —Arrugó la frente, confuso—. Me da la impresión de que últimamente discutimos mucho y no sé nunca dónde te metes. —Tragó saliva—. Me da la impresión de que…, de que algo va mal.
—Nada va mal —dije, con la intención de tranquilizarlo—. Te quiero, ¿lo recuerdas? Elegí esta vida para pasar la eternidad a tu lado y esto no es más que el principio. No puedes ponerte ya a cuestionarlo todo.
—No, si no lo cuestiono. —La sonrisa apareció de nuevo en su rostro—. Y sí. Sé que me quieres. Sólo… que tendrías que contarme si pasa algo, ¿de acuerdo?
—Te lo cuento todo, Jack —mentí, y me dolió un poco hacerlo. Lo que acababa de decir solía ser cierto, y volvería a serlo. Pero ahora no podía contárselo todo.
—Bien.
Extendió los brazos y enterró los dedos en mi cabello. Se incorporó entonces para besarme. Esta vez, sus besos fueron los de siempre. Estaba locamente enamorada de su forma de besarme, era como si parar le diese miedo. Un hormigueo ardiente me recorrió la piel y sentí un aleteo en el estómago.
Cuando se sentó, lo hizo sin despegar la mano de mi espalda, atrayéndome hacia él. Sin apenas despegar sus labios de los míos, me quitó la camiseta pasándomela por la cabeza. Luego me desabrochó el sujetador con una habilidad asombrosa y presionó mi piel desnuda contra la suya. Mi cuerpo abrasaba.
Su corazón latía fuerte y veloz, haciéndose eco del mío. Me tumbó en la cama y, no sé cómo, consiguió entretanto despojarme del pantalón y del resto de la ropa interior. Se apresuró torpemente a deshacerse de la suya, y le ayudé a desabrocharse el botón.
Rio, un sonido que renovó mi sensación de hormigueo, y sus labios se posaron en mí. Me besó el vientre, el pecho, los hombros, el cuello. Levanté la barbilla para permitirle que me mordiera si así lo deseaba, pero no lo hizo. Se cernió sobre mí, con sus claros ojos azules fijos en los míos.
—Hoy no. —Su sonrisa tenía cierto matiz de tristeza, y dejaba traslucir débilmente su remordimiento, enterrado por debajo de su excitación—. Por una vez, quiero amarte como merecerías ser amada. Sin…, sin toda la parafernalia vampírica.
—No te entiendo. —Le acaricié el pelo, deslicé el pulgar por su sien.
—Lo sé. —Rio, pero con un extraño sonido hueco que me partió el corazón. Fijó la vista en algún punto por encima de mí, y no en mí—. Te convertí en vampira sin darte la oportunidad de comprender lo que en realidad significaba. Y dije que lo hice para protegerte, y así era, pero quizá…
—Sé que lo hiciste porque me querías y porque deseabas poder estar siempre conmigo.
—Sí. —Bajó la vista y tragó saliva—. Te arrepientes. Lo sé, y…, y yo fui quien te hizo esto.
—Jack, no. —Moví la cabeza en señal de negación. Él tenía los brazos a un lado y a otro de mi cuerpo, sujetándose, y se los acaricié, tratando de consolarlo.
—Te precipitaste hacia algo que no comprendías porque era lo que yo quería, y ahora no puedes dar marcha atrás.
—No quiero dar marcha atrás —insistí, aunque ya no estaba tan segura de ello.
—Vamos, Alice. —Movió la cabeza—. Ese es precisamente el motivo por el que hemos estado peleándonos tanto. Tantas discusiones se reducen al hecho de que no deseas este cambio. De que no quieres ser esta cosa que se alimenta de sangre. Te he convertido en un monstruo.
—¡No, Jack! ¡No es eso lo que has hecho! Yo no… —Me interrumpí para pensar bien lo que quería decir—. No somos monstruos. ¿Entendido? Simplemente me concediste la eternidad para vivirla a tu lado. Deseo estar contigo. Te amo.
—Sé que me amas. Y eso empeora aún más la situación. —Cuando me miró, tenía lágrimas en los ojos y me quedé mirándolo boquiabierta.
—Jamás me arrepentiré de estar contigo —le dije con total sinceridad.
—Y yo jamás dejaré de arrepentirme de haberte hecho esto.
Estábamos desnudos en la cama, con la máxima intimidad que dos personas podían compartir, pero nunca había percibido tanta distancia entre nosotros. El problema era que Jack tenía razón. A pesar de que lo amaba y de que quería estar con él toda mi vida, no me gustaba ser una vampira. No quería ser un monstruo que cazaba y hacía daño a la gente, que vivía una vida eterna sin propósito alguno, que vagaba por la tierra sin realizar la más mínima contribución.
Pero no le echaba la culpa. Yo había tomado una decisión y, aun siendo precipitada, la culpa había sido mía, no de él.
Nada podía decir que aliviara su sentimiento de culpa, de modo que me incliné hacia él y lo besé de nuevo, esta vez con más pasión e intensidad. Deseaba borrar su dolor, deseaba que percibiese lo mucho que lo amaba, lo desesperadamente que lo necesitaba, y cómo nunca jamás desearía una vida sin él.
Se deslizó en mi interior y clavé las uñas en su espalda, atrayéndolo hacia mí. Su amor me penetró en una oleada, pero matizado con algo más. Su arrepentimiento lo reprimía y, pese a que en ningún momento dejó de besarme, me di cuenta de que la intimidad que yo tanto ansiaba nos eludía.
Jack me abrazó después, pero se hizo el dormido, aunque yo sabía que no lo estaba.
Y tampoco yo podía dormir, pero estaba tan inquieta que ni siquiera podía fingirlo. Me levanté, me duché y me vestí. En la habitación contigua, tanto Milo como Bobby dormían profundamente y, por un instante, los odié por ello. Milo se había acostado temprano porque tenía que levantarse pronto para ir al instituto y Bobby, por una vez, había derrotado su insomnio.
Como no tenía nada que hacer, pensé en comer. Beber sangre ya no me dejaba fuera de combate como antes. De hecho, excepto cuando bebía sangre fresca, como cuando había mordido a Jack, la sangre me daba cada vez más energía. No estaba muy segura de si era eso precisamente lo que me apetecía en aquel momento, pero notaba las venas algo secas y me rugía el estómago.
No fue hasta que abrí la nevera que caí en la cuenta de que hacía casi una semana y media que no comía. Y que, aun así, apenas tenía hambre.
Asombrada por mi propio comportamiento, pensé en ignorar el teléfono cuando empezó a sonar en el interior de mi bolsillo. Sin embargo, podía ser importante, de manera que cerré la nevera sin coger la bolsa de sangre y atendí la llamada.
—¿Sí? —respondí.
—¿Alice? —dijo Mae. O al menos es lo que me pareció que decía Mae. Había muchas interferencias—. Al… —La comunicación se cortó por un segundo—… alegro de que por fin… —Las interferencias interrumpieron de nuevo su frase.
—¿Mae? ¿Qué sucede? ¿Dónde estás? Te oigo fatal.
—¡… maldito túnel! ¡Llevo un rato intentándolo pero la cobertura…! —La conexión volvió a interrumpirse, y suspiré.
—¡Mae! ¡No te oigo! ¿Qué necesitas? —le pregunté.
—¡Toallas! Necesitamos… —Interferencias—. ¿… traérmelas aquí?
—Sí, claro. Te llevaré toallas —dije. Mae empezó a decir algo más, pero la llamada se cortó definitivamente, lo que ya me pareció bien. No me apetecía seguir oyendo aquellos desagradables ruidos.
No tenía nada mejor que hacer, de modo que fui al cuarto de baño con la idea de hacerme con unas cuantas toallas. No sabía cuántas necesitarían, de modo que cogí sólo un juego. Pensé en coger también otras cosas, como mantas y almohadas, pero Peter ya se había llevado muchas cosas para convertir aquello en un lugar habitable, así que no sabía qué más podía hacerles falta.
Como nadie iba a impedírmelo, elegí el Lamborghini, y cuando llegué al puente lo aparqué en un lugar algo retirado. Un coche deportivo rojo como aquel aparcado justo debajo del viaducto llamaría mucho la atención. Después, descender un barranco resbaladizo cargada de toallas resultó más difícil de lo que me imaginaba, pero lo conseguí.
Peter había retirado suficiente hormigón para que el agujero que daba acceso al túnel fuese más amplio, de modo que ahora cabía de pie y tenía aún espacio sobrante a mi alrededor.
Una vez dentro, escuché la voz de Daisy resonando en las paredes incluso antes de llegar a la cueva donde se habían instalado. Cantaba muy bien, sobre todo teniendo en cuenta lo pequeña que era, aunque lo cierto es que estaba destrozando la letra de Hey Jude.
La vi al final del túnel, justo en la entrada a la cueva. Llevaba sus rizos rubios recogidos con una cinta y estaba en cuclillas, con un recipiente lleno de gruesas tizas de colores junto a ella. Estaba pintarrajeando el suelo con pasión.
—Hola, Daisy —dije al acercarme. Me pareció que estaba dibujando un hipopótamo volador de color morado, pero es posible que me equivocara.
—Hola, Alice. —Levantó la vista, aunque siguió concentrada en su dibujo.
—¿Qué tal estás? —le pregunté.
—Bien. Me han comprado tizas nuevas porque me aburría. Mae dice que aquí abajo no podemos poner música ni ver «Barrio Sésamo». Espero que pronto nos vayamos a otro sitio.
—Sí, eso espero —dije—. ¿Hay alguien más por aquí?
—Peter está dentro —dijo Daisy, señalando la entrada—. Mae se ha marchado, y no sé adónde habrá ido el otro.
—¿Qué otro? —pregunté, poniéndome tensa de repente.
—Yo qué sé —respondió, encogiéndose de hombros—. El otro hombre que vive aquí.
—¿Leif? —De hecho, había olvidado por completo que también él vivía allí y se me hizo de inmediato un nudo en el estómago. No había vuelto a hablar con él desde que le descubriera aquella fotografía en la que aparecíamos Milo y yo. Entonces recordé que Bobby había mencionado la posibilidad de que Leif fuera el asesino, y no me sentí precisamente mejor.
—Es un nombre tonto —comentó Daisy.
—Tienes razón. Vuelvo en seguida a ver tus dibujos —dije, y ella se limitó a asentir.
El aspecto de la cueva había mejorado mucho, aunque camuflar una cloaca tenía sus limitaciones. Mae había instalado cortinas de vivos colores para separar espacios y cubrir las paredes. Vi en un rincón una montaña de juguetes y cuadernos para colorear de Daisy. Disponían de tres colchones instalados en distintas zonas y Peter estaba acostado en el colchón más próximo al precipicio, leyendo un libro.
—Hola, Peter. —Me acerqué a él y dejé las toallas junto a su improvisada cama—. Os he traído unas toallas.
—Oh, gracias. —Dejó el libro y se sentó—. Mae estaba convencida de que no la habrías oído. Ha ido al centro comercial a comprar más.
—¿Y por qué no te ha enviado a ti?
—Por lo visto, la última vez que fui me olvidé un montón de cosas.
—Entiendo. —Eché un vistazo a mi alrededor—. La verdad es que habéis decorado muy bien este sitio.
—Sí, supongo que está un poco mejor —dijo Peter, con un gesto de indiferencia—. Me he pasado el día buscando otro lugar donde instalarnos definitivamente.
—¿Y has encontrado algo? —pregunté, sentándome a su lado en el colchón.
—Todavía no. Pero seguro que pronto lo encontraremos.
—Es… —Me incliné hacia delante para apoyar los brazos sobre las rodillas, sin saber qué decir. Me parecía mal decir que me alegraba de que se marchasen pronto—. ¿Por qué tienes que irte con ellas? —Peter se quedó mirándome—. No, me refiero a que puedes ir a cualquier otra parte. ¿Por qué te vas con ellas? ¿En lugar de irte a la otra punta del mundo?
—Contrariamente a la creencia general, no me apetece vagar solo por la tierra —dijo Peter—. Mae y yo nunca tuvimos una relación tan estrecha como la que tenían ella y Jack, pero siempre la he apreciado mucho. Quiero que tanto ella como Daisy estén bien.
»Y también lo hago por Ezra —prosiguió Peter—. Ezra lo ha hecho todo por mí y por Mae. Ha sido la roca que nos ha mantenido a todos unidos. —Su tono de voz bajó de volumen al recordar cuanto habían pasado juntos—. Pero no puede proteger a Mae de todo esto, y sé que eso le está mortificando. Por eso iré yo y cuidaré de ellas, porque Ezra no puede hacerlo.
—¿Qué tal está Daisy? ¿Va mejor aquí? —pregunté.
—La verdad es que no. —Miró en dirección al túnel, donde Daisy se había puesto a cantar el tema principal de «Barrio Sésamo»—. Se despierta siempre gritando de dolor.
—¿Dolor? —dije—. Pero si hace tiempo que terminó la transformación. Ya no debería sentir dolor.
—No es por eso —dijo Peter, negando con la cabeza—. Está hambrienta siempre, y por ello vive en una agonía constante. El cuerpo de un niño no está pensado para soportar el cambio.
—Dios mío. —Tragué saliva al oírla cantar—. ¿Y qué piensa Mae de todo esto?
—No lo sé —respondió Peter, suspirando—. Creo que empieza a darse cuenta de lo que le ha hecho realmente a Daisy. Hasta ahora, había podido justificarse argumentando que la había salvado, que la vida que le había dado era mucho mejor que la muerte. Pero con el dolor que sufre constantemente Daisy, no creo que Mae pueda seguir afirmando lo mismo.
—Cuánto lo siento —dije, sin saber muy bien qué otra cosa podía decir.
—Pero no todo lo que tiene que ver con Daisy es horroroso —dijo Peter—. Hay cosas que son simplemente siniestras. Se pasa el día cazando ratas y matándolas, y no paro de reñirla por ello. —Levantó las cejas—. Y come cucarachas.
—¿Qué?
—Las caza y se las come enteras, y luego se pone malísima y las vomita porque, claro está, no puede digerir esos bichos. Por eso necesitábamos las toallas. —Se pasó la mano por el pelo y soltó el aire—. Junto con los bichos, vomita sangre, de manera que tenemos que darle de comer dos o tres veces al día para mantener su hambre a raya y su dolor a niveles tolerables. Consumimos mucha sangre.
—Cuánto lo siento —repetí.
—Aunque, por el lado positivo, ha aprendido todo el alfabeto en francés —dijo Peter.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Mae piensa que es bueno para su cerebro. —Se encogió de hombros—. Daisy es muy inteligente. Lo que sucede es que también es… incontrolable y tiene unas ansias inagotables de sangre.
—Bueno, tiene su gracia.
—¿Y tú? —Peter se volvió hacia mí. Sus ojos verdes me atravesaron como siempre—. ¿Cómo te va la vida?
—Estupendamente —mentí. No podía contarle lo que sucedía entre Jack y yo, sobre todo teniendo en cuenta que ambos estaban en aquel momento tratando de reconducir su relación—. He estado entrenando mucho y estoy volviéndome cada vez más fuerte.
—Bien. —Sonrió, y me sentí extraña. Que Peter sonriera era algo tan excepcional que, cuando lo hacía, se convertía en algo mágico, como una estrella fugaz—. Al menos así tengo una cosa menos por la que preocuparme.
—¿Qué? —Apoyé la cabeza en mis brazos y lo miré.
—Tú. —Apartó la vista y le dio un puntapié a algo que había en el suelo—. Seguiré preocupándome por ti, por supuesto, pero al menos en parte sabré que estás segura.
Cogió entonces una piedra y la lanzó por el barranco. Nos quedamos en silencio tratando de escuchar el sonido del impacto cuando llegara abajo, pero no oímos nada.
—¿Qué altura piensas que debe de tener? —Me incliné hacia delante para intentar ver el fondo.
—No tengo ni idea. Pero si Mae te lo pregunta, dile que poca —dijo—. Empieza a temer que Daisy caiga por ahí y se mate, aunque yo creo que la niña es lo bastante lista como para no saltar por un barranco. —Ladeó la cabeza—. Aunque, claro está, hay que tener en cuenta que come bichos.
—Tampoco estaría tan mal que se cayera, ¿no crees? —susurré, y me sentí la peor persona del mundo por el mero hecho de expresar mis pensamientos en voz alta. La oía cantar en el túnel, una niña alegre que estaba dibujando con tizas—. No me hagas caso. No lo decía en serio.
—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —dijo Peter, sin apartar la vista del barranco—. Que poco a poco empieza a calarte. Sé que esa niña es una abominación, y que acabará haciendo daño a personas y a millones de cucarachas indefensas. Pero… anoche se pasó una hora entera aprendiendo a hacerle trenzas a Mae y, cuando se concentra, arruga toda la cara y saca la lengua por un lado de la boca. —Me miró y sonrió de nuevo, y al ver que yo no decía nada, movió la cabeza de un lado a otro.
»No sé —dijo—. Tendrías que estar aquí para verlo, me imagino.
—Supongo que sí.
—Nunca tuve hijos —dijo Peter, de repente—. Ezra sí, y Mae también, evidentemente. No recuerdo si algún día deseé tener hijos. —Arrugó la frente—. Cuando me convertí en esto, nunca lo pensé. Lo excluí de mi vida. —Suspiró—. Del mismo modo que he intentado excluirte a ti. Pero me parece que eso es algo que no se me da muy bien.
—Me alegro de que así sea —le dije en voz baja, y se quedó mirándome, con los ojos clavados en mí, de aquel modo que antes solía cortarme la respiración. Y me la cortaba todavía un poquito, aunque intenté que no se me notara.
—Me voy también por ella. —Continuó mirándome a los ojos, aunque sabía que se refería a Daisy—. Y no me siento mal. Quiero que lo sepas. No es lo que había planeado, ni siquiera es lo que pensé que algún día llegaría a gustarme, pero… con mi siempre retorcida manera de ser, me siento feliz ayudando a Mae a criar a Daisy.
—Eso está bien. —Tragué saliva, engullendo una mezcla de tristeza y alivio.
Había temido durante mucho tiempo que Peter no lograra ser feliz nunca más. No porque yo fuera tan fabulosa que no alcanzara a comprender cómo podía llegar a ser feliz sin mí, sino porque creía que se había cerrado a toda posibilidad de felicidad. Peter había sufrido mucho por amor y yo había contribuido a ese sufrimiento.
Pero no era así. A su manera, Peter había encontrado la felicidad aun a pesar de las decisiones que yo había tomado.
—¿Así que estás entrenándote? —dijo Peter, apartando por fin la vista de mí—. ¿Y eso qué conlleva?
—Técnicas de combate, básicamente. —Me froté los brazos, tratando de sofocar las emociones que me embargaban—. Se trata de trabajar mi agilidad y dominar mi fuerza. Cosas de ese estilo. —Hice un gesto de indiferencia—. Pero me gustaría trabajar un poco más mis habilidades de rastreo.
—Rastrear es muy fácil —dijo Peter.
—Lo será para ti. —Llevaba semanas rastreando la pista del asesino y no había logrado apenas nada.
—Lo es para todos los vampiros —dijo—. Basta con un mordisco.
—Pero ¿de qué hablas? —dije, mirándolo.
—Podemos rastrear a todo aquel que mordemos, sobre todo si existe además una conexión emocional —me explicó Peter, mirándome de reojo—. Vamos, a estas alturas ya tendrías que haberte dado cuenta de eso.
—Pues no, yo… —Fruncí el ceño. Había mordido tanto a Jack como a Bobby, de modo que intenté concentrarme en ellos para ver si podía captarlos de alguna manera. Eran las dos personas con quienes más vinculada estaba, pero no sentía nada—. No capto nada en absoluto. No tengo ni idea de lo que me estás hablando.
—Podrías llegar a dominarlo si lo intentaras, aunque en realidad sólo notarás algo cuando esas personas se sientan amenazadas —dijo—. Si están heridas o corren peligro, por ejemplo. Pero si estás con Jack y ves que sufre algún daño, seguramente no percibirás nada, porque ya estás viéndolo y percibiéndolo directamente. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
—Creo que sí, pero… —Me interrumpí para tratar de recordar si Jack o Bobby habían corrido peligro sin que estuviera yo presente. De manera ciertamente preocupante, me di cuenta de que nunca se había dado el caso, y eso que Bobby había tenido un montón de problemas últimamente. Era mala suerte de verdad para Bobby.
—Así fue como te localicé yo —dijo Peter.
—¿Qué? —Dejé a un lado mis reflexiones y me quedé mirándolo.
—La noche en que aquellos vampiros te seguían, cuando aún eras mortal —dijo Peter.
Se refería a la noche en que fui sola al centro para hablar con Jane y de regreso a mi apartamento fui asaltada por Lucian y Violet. Peter había aparecido de la nada y había matado a Lucian, salvándome con ello la vida.
—¿Y cómo lo supiste? —le pregunté.
—Estaba en la ciudad. Había regresado por ti y te mordí. —Bajó la vista y, pese a que se esforzó en disimularlo, noté una tensión en su voz—. Pero percibí en ti el sabor de Jack y… me fui, pero me quedé dando vueltas por la ciudad, decidiendo qué hacer a continuación.
»Aquella noche percibí que te perseguían unos vampiros —continuó Peter—. Es una sensación similar al pánico. Sentí el mismo miedo y la misma subida de adrenalina que tú sentiste. Me era imposible ver nada, pero fue como si sufriera el síndrome del miembro fantasma, con la diferencia de que no sentía la pierna o el brazo perdidos… sino que sentía lo mismo que tú estabas sintiendo.
—¿Y puedes sentirlo aún? —le pregunté.
—Ya no tanto —dijo, negando con la cabeza—. Tal vez si la sensación de miedo fuera muy potente, sí, pero de eso hace ya mucho tiempo, y tu sangre ha cambiado, además. Normalmente dura sólo unos cuantos meses, por mucho que quieras a esa persona.
—De modo que sólo…
Me interrumpí en seco cuando me di cuenta de que comprendía a la perfección lo que Peter me estaba explicando. Hasta el momento sólo se me había ocurrido que no había sentido nada especial con respecto a Jack o a Bobby, pero ellos no eran las únicas personas a las que había mordido.
Había mordido también a Jane.
—Dios mío. —Me quedé blanca y sentí un nudo en el estómago. El corazón se me paró de repente y me costaba respirar.
—¿Alice? —Peter posó su mano en mi espalda y se inclinó hacia mí—. ¿Alice? ¿Te encuentras bien?
—Percibí la muerte de Jane.
—¿Qué? —Peter posó la otra mano en mi rodilla y se acercó más a mí—. ¿De qué estás hablando?
—De Jane… La mordí, el día que la vi, y sé que no debería haberlo hecho, pero después iba a iniciar su rehabilitación y pensé que todo iría bien. Pensé que todo iba a mejorar. —Hablé apresuradamente y las lágrimas empezaron a resbalar por mis mejillas a más velocidad si cabe.
—¿Que mordiste a Jane? —Me acarició la espalda, aunque no creo que sirviese de mucho.
—Sí, mordí, y cuando estábamos en Australia… —Me quedé sin aliento.
Recordé el terror que había sentido al despertarme. El pánico y el miedo recorriendo mis venas. Había agitado mis pensamientos y el corazón se me había desbocado en el pecho. Jamás antes había experimentado una sensación de miedo tan intensa como aquella, y así era como se había sentido Jane. Había sentido la muerte de Jane.
—¿No te acuerdas? —Miré a Peter, la expresión de su rostro empañada por mis lágrimas—. Entraste en la habitación y yo estaba asustadísima. No sabía por qué y me resultaba imposible sacarme de encima aquella sensación de miedo. ¡Y me enfadé por sentirme de aquella manera! ¡Me enfadé, y era por Jane!
—No, Alice, no sabes seguro que fuera Jane. —Intentó consolarme, aunque no me parece que creyera lo que estaba diciéndome.
—¡No! ¡Por supuesto que lo era! Jack me llamó más tarde aquella misma noche, y fue cuando me dijo que Jane había muerto, y… —Rompí a llorar con más fuerza y me sequé las lágrimas con el dorso de la mano—. ¡La sentí morir, Peter! ¡Sentí lo mismo que ella sintió, y Jane tenía mucho miedo! ¡Estaba aterrorizada, y no hice nada por ella!
—No podías hacer nada. —Me abrazó y me atrajo hacia él. Apoyé la cabeza en su hombro y lloré—. No lo sabías, no podías hacer nada.
Peter me acarició el pelo e intentó convencerme de que no pasaba nada, pero no era así. No era tanto que hubiese sentido la muerte de Jane y no hubiera hecho nada por salvarla, como que el peso de la culpabilidad amenazaba con aplastarme. Ahora sabía lo asustada que se había sentido y lo horrorosa que había sido su muerte.
A pesar de que sabía que había sido asesinada, una parte de mí había sido capaz hasta ahora de imaginar que Jane había muerto sin sufrir ningún tipo de dolor. Me había convencido de que, si la habían mordido antes de que muriera, era posible que estuviera inconsciente y que no se hubiese enterado de nada.
Pero ahora lo sabía. Jane lo había percibido todo. Había sido consciente de que iba a morir, y eso era lo más horrible que había experimentado en mi vida.
Dejé que Peter siguiera abrazándome incluso después de haber dejado de llorar. Debería haberme apartado de él por muchos motivos, pero no me sentía con fuerzas para hacerlo. Sus brazos eran fuertes y me daban seguridad, y temía que, de soltarme, fuera a deshacerme en mil pedazos.
—Tú no tienes la culpa de lo que le sucedió a Jane —me dijo Peter, con la boca tan pegada a mi pelo que sus palabras sonaron amortiguadas. Me dio un beso en la coronilla y retiró el pelo que se pegaba a mis húmedas mejillas.
—Eso ya no importa. —Negué con la cabeza y me aparté de él. Peter dejó la mano todavía en mi brazo y se lo permití—. Está muerta, y tengo que enmendarlo.
—¿Cómo?
—Encontraré la manera. —Tragué saliva, sin mirarlo. No podía contarle mis planes de acabar con el desgraciado que la había asesinado. Peter se pondría hecho una furia, tanto o más incluso que Jack.
—No cometas ninguna estupidez, Alice —me advirtió.
—¿Quién? ¿Yo? —Solté una carcajada, que resonó en los muros de la cueva. De pronto me sentí avergonzada de la escena que acababa de montar y me pasé la mano por la cara para secarme las lágrimas—. Lo siento. No pretendía… Es que… me ha impactado mucho.
—No tienes por qué sentirlo —me aseguró Peter.
—Sí, de verdad que lo siento. —Me sequé las manos en los vaqueros y me levanté—. Tú ya tienes tus problemas y no tienes por qué andar preocupándote además por la que me ha caído a mí encima.
—No pasa nada. —Se levantó también y se subió las mangas de la camisa. Iba a disculparme de nuevo, cuando él levantó la mano—. Alice. Ya está.
Levanté la cabeza, obligándome a mirarlo, y por un instante pensé en las disculpas de Jack aquella misma noche. Se sentía culpable por haberme obligado a llevar esta vida porque sabía que la vida de vampiro no era en absoluto lo que yo esperaba que fuese.
Y cuando miré a Peter a los ojos, me pregunté si me sentiría igual de haberlo elegido a él, si nuestro vínculo no le habría dado a mi vida el sentido que tan desesperadamente estaba buscando.
—¡Peter! —gritó Daisy, interrumpiendo mis pensamientos.
Entró corriendo directamente hacia Peter, con la falda levantándose. Al principio pensé que había pasado algo, pero cuando saltó y él la cogió en brazos, chilló alborozada de alegría.
—¿Qué has estado haciendo, pequeñuela? —le preguntó Peter, sin soltarla.
—¡Ya he acabado el dibujo! —respondió Daisy.
Sus mofletes y sus brazos estaban manchados con un arco iris de colores. Me di cuenta de que mantenía una de sus manitas cerrada en un puño. Pensé que tal vez escondía una tiza, pero cuando vi que la apartaba de Peter, me di cuenta de que intentaba esconder alguna cosa.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó Peter, y Daisy ocultó la mano a sus espaldas—. Déjame ver.
Ella movió con energía la cabeza a modo de negación; su cola de caballo bailaba de un lado a otro. Peter alargó el brazo, la obligó a abrir la mano y en su interior apareció una cucaracha aplastada. Arrugando la nariz, Peter cogió el cadáver del bicho y lo arrojó lejos.
—Daisy, ¿qué habíamos dicho con respecto a los bichos? —Peter cogió una de las toallas que acababa de llevarles.
—Que son asquerosos —dijo Daisy, permitiendo sumisamente que Peter le limpiara las manos de restos de cucaracha.
—Eso es —dijo él—. Tenemos que dejarlos tranquilos y así no volverás a ponerte malita. ¿Entendido?
—Entendido —dijo Daisy, sumando a su réplica un dramático suspiro—. Y ahora, ¿quieres venir a ver mi dibujo?
Peter intercambió una mirada conmigo, para ver si yo estaba mejor. No lo estaba, todavía no, pero podía disimular.
—De todos modos, tendría que irme ya —dije, obligándome a sonreír.
—¡Pero antes tienes que ver también mi dibujo! —chilló Daisy.
—Claro, por supuesto.
Peter y Daisy me acompañaron hasta el túnel. En aquel rato, el mural que había pintado en el suelo se había transformado en algo mucho más extravagante. El hipopótamo volador morado tenía un compañero que parecía una rana, aunque muy deformada, y había pintado además letras, estrellas y corazones.
Al lado del conjunto, Daisy había dibujado un chico, una mujer con el pelo rizado y una niña también con el pelo rizado. Imaginé que representaban a Peter, a Mae y a ella misma, aunque no podía estar segura del todo.
—Es precioso —le dijo Peter.
Daisy empezó a explicar en qué consistía el dibujo y obligó a Peter a dejarla en el suelo para poder correr por encima de las imágenes e ir señalando las cosas. Mientras hablaba, Peter la contempló esbozando una sonrisa.
Me fui de allí lo más rápido que pude, y Daisy estuvo despidiéndome con la mano hasta que la perdí de vista.
De regreso al coche, pensé de nuevo en todo aquello. En la distancia entre Jack y yo, que no conseguía solventar. En lo que había sentido Jane al morir. En el hecho de que tendría que vivir toda la eternidad arrepintiéndome de las decisiones tomadas.
Una vez de nuevo al volante, tan sólo deseaba llegar a casa cuanto antes, acurrucarme junto a Jack y dormir. Independientemente de los problemas que pudiéramos tener, dormir a su lado era lo único que me haría sentir algo mejor en aquellos momentos.
Cuando llegué, todo el mundo seguía durmiendo, excepto Matilda. Lo normal era que estuviera también acostada, pero la encontré deambulando por la cocina y gimoteando. Le di de comer, pero ni siquiera tocó la comida. Me dirigí entonces a las puertas de acceso al jardín y, nada más abrirlas, Matilda salió corriendo y empezó a gruñir y a ladrar.
—¡Matilda! —grité, saliendo tras ella. La perra corría sin parar por el césped y olisqueaba la nieve con el pelaje prácticamente erizado—. ¿Qué pasa, Matilda?
Pero lo oí yo antes que ella. Un ruido en la casa, a mis espaldas, y los gritos de Milo.