4
Reservamos billete en el primer vuelo que encontramos y las veinte horas de trayecto desde Australia hasta casa no ayudaron en nada. Me sentía rígida como un zombi.
Incluso Milo vertió unas pocas lágrimas cuando se enteró de la noticia, pero yo no conseguí derramar ninguna. Era como si fuese incapaz de sentir nada.
El vuelo me había proporcionado tiempo suficiente para reflexionar sobre mis sentimientos de negación. Milo había intentado hablar conmigo sobre ello, pero al ver que no lo conseguía, había tratado de charlar sobre cualquier otra cosa. A pesar de ello, no logró que yo abriera la boca. Me sentía vacía por dentro.
Me parecía imposible que Jane estuviese muerta. Con todo lo que le había pasado últimamente, casi era de esperar, pero nunca había creído que aquello pudiera llegar a concretarse. Había hablado con ella hacía tan sólo una semana, y se encontraba mucho mejor. Por fin empezaba a encarrilar de nuevo su vida.
Jack nos esperaba en el aeropuerto. Vislumbré su figura al final de la escalera mecánica, con mirada insegura.
Su rostro se iluminó en cuanto me vio, pero sus ojos azules tenían una tristeza muy poco habitual. Bajé trotando por la escalera, abriéndome paso a empujones entre la gente, que no paraba de maldecirme, y me lancé entre sus brazos. Lo envolví con brazos y piernas y dejé que me levantara en volandas.
—Cuánto me alegro de que estés de nuevo en casa —me dijo al oído, abrazándome con fuerza. Y sólo entonces conseguí romper a llorar.
Milo condujo el coche durante el trayecto de vuelta a casa para que yo pudiera acurrucarme en el asiento de atrás junto a Jack. Unos meses atrás, Jack y yo habíamos hecho planes para tener nuestro propio apartamento, pero después de que la casa se quedara medio vacía, la urgencia de mudarnos había desaparecido, así que habíamos decidido quedarnos en ella mientras siguiéramos viviendo en Minneapolis, que no sería mucho tiempo más, seguramente hasta que Milo terminara el curso escolar.
Era increíble lo mucho que había echado de menos mi casa. Habría llorado de alivio si no hubiera estado ya llorando. Jack me ayudó a subir las cosas a nuestra habitación. Y luego me acurruqué en la cama entre sus brazos y él me acarició el pelo.
—¿Qué pasó? —le pregunté cuando me sentí más controlada. Había hablado por teléfono con él antes de subir al avión, pero la conexión se cortaba y no había podido contarme muchos detalles sobre lo de Jane.
—No conozco los detalles, Alice —dijo Jack. Yo seguía con la cabeza recostada contra su pecho y su voz retumbaba en mi oído—. Lo leí en los periódicos.
—¿Salió en los periódicos? —Levanté la cabeza para mirarlo.
—Sí. —Dudó un instante, y sus preocupados ojos se encontraron con los míos—. Ya lo había oído en las noticias, pero no supe que se trataba de Jane hasta que Olivia me llamó para decírmelo. Y después lo leí en la prensa.
—¡Oh, Dios mío! —Me senté, y él no despegó la mano de mi espalda—. ¿Y qué demonios pasó para que apareciera en la prensa, y en la televisión, y para que incluso te llamara Olivia?
—¿Recuerdas aquella chica que encontraron en diciembre? —Jack se incorporó también un poco, esforzándose por mantener la calma. Todo aquello le preocupaba más de lo que quería reconocer, y yo lo sabía porque era capaz de sentir todo lo que él sentía.
—No era Jane. Hablé con ella después de aquel suceso —dije rápidamente. Volví a ver un rayo de esperanza, pero Jack hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, esa no era Jane —dijo—. Pero después de la muerte de aquella chica encontraron a otras dos más en iguales condiciones. Me imagino que salió en las noticias, pero no le había prestado atención.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con Jane? —pregunté.
—Esas chicas fueron asesinadas de una determinada manera, abandonadas de una determinada manera. —Me acarició la espalda, pensando ya en consolarme—. La policía no ha dado detalles concretos, pero eran adolescentes, de más o menos tu edad. Y todas ellas fueron abandonadas en la calle, en el centro de Minneapolis.
—¿A qué te refieres?
—Normalmente, los asesinos ocultan a sus víctimas. Pero a esas chicas las dejaron tiradas en la acera —se explicó Jack—. Jane apareció en la acera de Hennepin Avenue. Olivia estaba presente cuando la policía levantó el cadáver. —V, la discoteca de vampiros propiedad de Olivia, estaba al lado de Hennepin.
—Te refieres a… —Tragué saliva. La habitación empezaba a darme vueltas y Jack me rodeó con el brazo—. ¿Quieres decir que Jane ha sido víctima de un asesino en serie?
—Sí, eso es lo que creen.
—¿No fue un vampiro? —pregunté, mirándolo a los ojos.
—No lo sé. Olivia no pudo acercarse lo suficiente como para averiguarlo, y nadie conoce los detalles. En el periódico se enrollaban mucho, pero daban pocos datos concretos.
—¿Y qué decía la noticia?
—Daban una descripción de las víctimas y la policía hablaba de las iniciativas que estaban llevando a cabo para poder cerrar el caso. —Se quedó mirándome y yo bajé la vista—. Lo que quiera que le pasara a Jane no es culpa tuya, Alice. Tú no hiciste nada.
Había introducido a Jane en el mundo de los vampiros y la había arrastrado conmigo por aquel camino. Era imposible que no me sintiera culpable en parte de lo que le había pasado.
—¿El periódico decía cuándo es el funeral? —le pregunté, ignorando sus comentarios.
—Mañana a las cuatro. ¿Quieres que te acompañe?
—No lo sé —dije, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Ni siquiera sé si quiero ir.
—¿Por qué no tendrías que querer ir? —preguntó Jack.
—¡Porque soy una vampira!
Ya no me sentía bien allí sentada, de manera que me levanté. Empecé a deambular por la habitación y me subí las mangas del jersey. Tenía el pelo graso y sudado y necesitaba ducharme y dormir.
Pero deseaba correr y moverme. Quería hacer algo que tuviese sentido, algo que pudiese solucionar lo sucedido con Jane.
—Alice. —Jack no se levantó de la cama, pero se trasladó hasta los pies de la misma para tocarme. Me tendió la mano y, durante un buen rato, me negué a aceptársela. Se me ponían los pelos de punta.
—No sé qué hacer —dije—. Ni siquiera sé qué sentir. Quiero decir… que Jane me hacía cabrear, y mucho. Podía llegar a ser tan insulsa y tan rematadamente tonta que a veces me entraban ganas de abofetearla. Pero era muy fiel. Y toda esa mierda en la que vivió metida estos últimos meses…, eso fue por culpa mía. ¡Fui yo quien la metí en esto!
—No, Alice —dijo, negando con la cabeza. Me cogió la mano e intentó tirar de mí hacia él, pero me resistí—. Jane ya tenía problemas. Antes de esto, estaban la bebida y el sexo.
—¡Pero no la mataron por culpa de la bebida y el sexo! —grité.
—Aún no sabes por qué la mataron —dijo con delicadeza. Cuando intenté alejarme de él, me cogió la otra mano y me obligó a mirarlo—. No pretendo decir que Jane y tú fueseis las mejores amigas del mundo, pero la querías e hiciste todo lo que pudiste por ella. Y ella lo sabía, y también te quería.
Lo único que consiguió al decir aquello fue que volviera a echarme a llorar. Al final, dejé que me acogiera en su regazo. En condiciones normales, su amor superaba mis emociones, pero en aquel momento sólo sentía culpabilidad y confusión. Jack me abrazó durante muchísimo rato. Finalmente, el agotamiento del viaje acabó venciéndome y me quedé dormida.
Milo nos despertó a las dos del día siguiente, convencido de que debíamos ir al funeral. Consiguió convencerme llorando y hablando sobre los viejos tiempos, de cuando él tenía seis años y Jane lo disfrazaba y lo maquillaba. Era la pérfida hermana mayor que yo nunca había sido y quería ir a presentarle sus respetos, pero se negaba a hacerlo sin mí.
Me duché y entré en el vestidor para elegir qué ponerme. Jane había dedicado gran parte de su vida a enseñarme a vestir bien y me resultaba imposible encontrar algo adecuado para asistir a su funeral. Si no elegía el modelito adecuado, se sentiría defraudada.
Estaba sentada en el suelo entre un caos de vestidos, llorando, cuando entró Jack. Acababa de salir de la ducha y se quedó mirándome.
—Pero ¿qué haces, Alice?
—¡No tengo qué ponerme! —sollocé, cogiendo un feo vestido de color rosa—. ¡No puedo ponerme esto para acudir a su funeral!
Sin decir ni una palabra, Jack se acercó y se sentó en el suelo a mi lado. Me pasó el brazo por la cintura y me atrajo hacia él, y con el otro brazo empezó a repasar mis vestidos. Apartó los que quedaban claramente descartados mientras yo intentaba serenarme un poco. Cuando me pidió opinión, ya había conseguido controlarme casi del todo.
Al final seleccionamos dos vestidos: uno negro y exiguo que tal vez resultaba demasiado sexy para un funeral pero que a Jane le encantaría, y un sencillo vestido negro que parecía más apropiado.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Jack, apoyando la barbilla sobre mi hombro. Me abrazó por la cintura mientras yo trataba de decidirme.
—Jane sólo habrá una —dije por fin, y dejé caer el vestidito corto—. Y se cabrearía un montón si le robara protagonismo en su funeral.
Me arreglé rápidamente, pues Milo no cesaba de advertir que llegaríamos tarde, pero tanto mi hermano como Jack estuvieron listos antes que yo. Me esperaban en la puerta de la habitación. Cogimos el coche y nos dirigimos en silencio hacia la iglesia.
El cielo estaba encapotado, y aquello era lo único bueno del día. De todos modos, había cogido unas gafas de sol gigantescas, pensando que también serían adecuadas para el duelo.
Llegamos a la iglesia y Jack detuvo el coche en el aparcamiento, pero yo no podía seguir. El aparcamiento estaba repleto de coches imponentes, similares o más lujosos incluso que el Lexus. El padre de Jane era un empresario adinerado y Jane era su única hija. La mayoría de los asistentes al oficio eran clientes y amistades.
Jane tenía algunos amigos, pero desde que se había metido en el mundo de los vampiros, los había dejado completamente de lado. Los pocos que habían acudido al funeral destacaban de manera terrible.
Una chica con la que Jane solía ir de marcha se había presentado con una llamativa minifalda roja y un séquito en consonancia y vi que entraba en la iglesia escribiendo un mensaje en el móvil. Uno de los antiguos ligues de Jane tenía aspecto de estar llevándolo fatal, aunque también podía deberse simplemente a que estaba colocadísimo.
—¿Entramos? —preguntó Milo desde el asiento de atrás. Continué observando a aquellos hombres con sus impecables trajes y a aquellos chicos con aspecto de colgados—. ¿Alice? —No dije nada, y mi hermano suspiró de pura frustración—. Está a punto de empezar.
—Si quieres entrar, nadie va a impedírtelo —le dijo Jack, mirándolo fijamente.
—No quiero ser antipático, pero no tengo ganas de interrumpir el oficio. —Milo se inclinó hacia delante entre los asientos y me tocó el hombro—. Alice, creo que deberías hacerlo.
—Milo —dijo Jack.
—No, tiene razón. Vamos. —Abrí la puerta antes de perder el valor y salí del coche.
Jack rodeó el vehículo y me dio la mano, mientras que Milo me escoltó por el otro lado. Mientras caminábamos hacia la iglesia, me fijé en un cartel, maltrecho ya por las inclemencias del tiempo, pegado a un poste. Estaba ocupado en su mayoría por una fotografía en blanco y negro de Daisy, y aparecía además un número al que poder llamar para proporcionar cualquier tipo de información relacionada con su desaparición.
Su secuestro había sido una noticia de impacto. Una adorable niña de cinco años de edad, víctima de una enfermedad terminal, raptada en su domicilio en un barrio acomodado era una historia digna de llamar la atención. Sin embargo, a aquellas alturas, todo el mundo empezaba a dar por sentado que la niña habría muerto y la noticia había dejado de pregonarse a bombo y platillo.
La iglesia estaba abarrotada, y hacía calor, como en cualquier espacio atestado de gente. La elevada temperatura y la tristeza resultaban asfixiantes. El sonido del llanto y los potentes latidos inundaron mi cabeza.
El féretro de caoba presidía el pasillo central. La tapa permanecía abierta. Mirarlo desde la parte posterior de la iglesia provocaba el mismo efecto vertiginoso que lo haría contemplarlo desde gran altura. Desde donde me hallaba, no podía ver a Jane, sino tan sólo el revestimiento blanco del féretro.
Noté que me flojeaban las rodillas. La situación era completamente surrealista. Jack me apretó la mano y Milo se pegó más a mí.
Ocupamos un banco en la parte posterior porque era el más próximo y yo estaba mareada. Esperaba que aquel extraño entumecimiento se apoderara de mí, pero no fue así. Todo lo contrario: sentía náuseas y mis emociones se habían amplificado.
Milo estuvo sollozando prácticamente todo el rato. Nunca había sido un gran admirador de Jane, sobre todo porque era una mala influencia para mí, pero le caía bien. Podía ser muy divertida y simpática, y con Milo solía comportarse así.
Después de que la prima de Jane leyera el responso, el pastor cedió la palabra a cualquiera que quisiese tomarla, pero yo no me sentía capaz de decir nada. Cualquier cosa que dijera sobre Jane sería como un sacrilegio. Había dejado que nuestra amistad se fuera a pique y, de no haberme comportado así, quizá seguiría con vida.
Al final, invitaron a todo el mundo a presentarle sus últimos respetos. Jack esperó en el banco y Milo y yo nos levantamos. No podría haberlo hecho sola, y agradecí tener a Milo a mi lado, dándome la mano. Era el único que la conocía tanto como yo.
Lo peor de verla en el féretro era que no parecía muerta. Estaba exactamente igual que la última vez que la vi, un mes atrás; casi mejor, de hecho. Había ganado un poco de peso y su piel había recuperado el color. Tal vez fuera simplemente el maquillaje, pero daba igual.
Jane parecía más viva que meses atrás, y eso que estaba muerta.
Extendí el brazo para tocarle la mano. Su piel estaba fría y rígida. Las lágrimas rodaban por mis mejillas y deseaba pedirle perdón, decirle adiós, decirle cualquier cosa, pero me resultaba imposible pronunciar una sola palabra. Mi boca no funcionaba. Lo más parecido a una palabra que pude articular fue un sollozo ahogado.
Éramos los últimos en rendir nuestro tributo a la difunta y los portadores del féretro no dejaban de mirarnos. Había permanecido mucho tiempo inmóvil junto al ataúd y no había logrado decir nada, de modo que decidí tirar de Milo para que nos alejáramos de allí. Dejé de mirar a Jane y fui consciente de que era la última vez que la veía.
Milo y yo estábamos a punto de llegar al banco que ocupábamos en la parte posterior de la iglesia cuando vi algo que me detuvo el corazón. Milo caminaba cabizbajo, pero yo miraba al frente para asegurarme de que no nos pasábamos de largo nuestro banco.
Nuestra madre estaba en el pasillo, a escasa distancia de nosotros.
Me paré en seco, y Milo levantó la cabeza. Y cuando mi madre vio a Milo, se quedó boquiabierta.
Desde que nos habíamos convertido en vampiros, ambos habíamos experimentado un cambio físico, pero el de mi hermano era mucho más drástico. Cuando se transformó tenía dieciséis años, pero debido a sus mofletes y a sus enormes ojos castaños, siempre había parecido menor. Con la transformación, había crecido en altura, se había ensanchado y se había desprendido por completo de su grasa infantil.
Habían transcurrido cuatro meses desde la última vez que lo viera mi madre, pero Milo había crecido varios años y tenía ahora el aspecto de un chico de dieciocho o diecinueve años.
Desde nuestra transformación, habíamos hecho todo lo posible por cortar los vínculos con nuestra madre. Milo seguía llamándola de vez en cuando por teléfono, pero ella no nos veía. Habíamos decidido que para ella sería mucho más fácil seguir con su propia vida sin saber dónde estábamos.
El pelo de mi madre era una maraña encrespada, aunque como mínimo había elegido un atuendo de color negro. En su intento por estar guapa, se había maquillado los labios de rojo y los ojos con una raya muy marcada.
—¿Milo? —Mi madre se inclinó hacia nosotros, sin creer lo que veían sus ojos.
—Hola, mamá —dijo Milo, tragando saliva. Me apretó la mano con más fuerza. El corazón le retumbaba en el pecho, y el mío siguió su ejemplo.
—¿De verdad que eres tú? —Extendió la mano como si fuera a tocarlo. Pero cuando se acercó lo suficiente la dejó caer y se quedó simplemente mirándolo—. Cuando has pasado por mi lado, he pensado… Te pareces muchísimo a tu padre. —Nuestra madre jamás hablaba de nuestro padre, excepto de manera muy ocasional para comentar que no había hecho nada para ayudarnos.
—Gracias —replicó con incertidumbre Milo.
Habían cerrado ya el ataúd y los encargados lo llevaban por el pasillo de la iglesia para introducirlo en el coche fúnebre. El funeral había tocado oficialmente a su fin y todo el mundo empezaba a salir, pero nosotros no nos movimos.
—Ese colegio privado debe de sentarte muy bien —continuó nuestra madre, mirando aún boquiabierta a Milo.
—Oh, sí, claro —dijo él con torpeza. Mi madre creía que mi hermano estudiaba en un colegio privado de Nueva York, pero no era más que una mentira para explicar su repentina ausencia. Pensaba también que yo me había marchado de casa para ir a vivir con Jack, y eso sí que era cierto.
—Has crecido mucho —dijo; su voz flaqueaba—. Los dos habéis crecido. Estás muy guapa, Alice. Os habéis convertido en dos adultos estupendos. —Una débil sonrisa iluminó su cara—. Sin mí habéis florecido.
—Eso no es cierto, mamá —dijo Milo, ansioso por apaciguar su sentimiento de culpa.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó mi madre, pensando que había llegado en avión desde Nueva York para asistir al funeral.
Me di cuenta de que tenía un pañuelo de papel hecho una bola en la mano y me costaba creer que mi madre hubiera llorado por Jane. Le caía bien, supongo, pero apenas la conocía.
—Ayer —respondió Milo, siguiendo con su mentira—. Pensaba ir a visitarte…
—No, si ya lo entiendo —dijo mi madre, moviendo la cabeza—. Tu hermana te necesitaba. —Apartó un momento la vista de él para mirarme a mí—. Quería llamarte la semana pasada para felicitarte por tu cumpleaños, pero pensé que no me responderías.
—Tendrías que haber llamado —dije.
—¿Me habrías respondido? —preguntó mi madre con mordacidad, y bajé la vista—. Sé que tienes tu vida. Y al venir aquí no pretendía inmiscuirme en ella.
—No, si no te has inmiscuido para nada —dije en seguida. Mi madre tenía los ojos llenos de lágrimas; nunca antes me había parecido tan frágil. Borracha, cansada y enfadada, esos eran sus tres estados de humor habituales.
—Jane fue tu mejor amiga durante muchos años, y pensé que debía darle las gracias por haberte cuidado tan bien. —Mi madre se secó los ojos con discreción—. Siento mucho esta pérdida por ti, Alice.
—Gracias —dije, sin saber qué más decir.
—No es necesario que os moleste por más tiempo, así que me voy —dijo mi madre de repente, y se alejó de nosotros.
—Mamá, espera. —Milo me soltó la mano y corrió hacia ella.
Antes de que le diera tiempo a responder, se abalanzó sobre mi madre y la abrazó. Temía que le hiciese daño sin querer, pero cuando ella le devolvió el abrazo no parecía dolorida. Milo continuaba llorando.
—Te quiero.
—Lo sé, cariño. Yo también te quiero. —Mi madre le acarició la espalda un poco y se apartó.
—Iré a visitarte antes de irme —le prometió Milo, sorbiendo por la nariz. Le cogió la cara entre sus manos, sonriéndole.
—No es necesario. Tú vuelve al colegio —dijo mi madre, con palabras emborronadas por las lágrimas—. Tienes que recibir una buena formación para poder disfrutar de tu propia vida. Es lo que siempre quise para ti. —Dejó caer las manos, sin perder aquella triste sonrisa—. Cuida de tu hermana, ¿entendido?
—Entendido —dijo Milo, asintiendo.
Se envolvió con su delicado vestido negro y se alejó de nosotros. Milo se secó las mejillas llenas de lágrimas con las manos y me acerqué a él.
Me mordí el labio y seguí mirando cómo nuestra madre caminaba por el pasillo y abandonaba la iglesia. Debería haberla abrazado, pero cuando la tuve delante no salió de mí. Me había quedado casi sin habla, y apenas podía moverme.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí. ¿Y tú? —Seguía esforzándose por no llorar—. Siento haberme comportado como un crío.
—No, te has comportado como Milo —dije, forzando una sonrisa.
La iglesia se había quedado desierta. Jack permanecía medio escondido cerca de la entrada para concedernos privacidad. Y no se acercó a nosotros hasta que nuestra madre se hubo marchado.
—Era vuestra madre, ¿verdad? —preguntó.
—Claro que lo era. —Respiré hondo para no echarme de nuevo a llorar.
—¿Cómo lo llevas? —Jack hundió las manos en los bolsillos de su traje.
—Lo mejor que puedo, dadas las circunstancias —dije.
—Ha sido muy intenso, ¿no crees? —me preguntó Milo—. Pensaba que no volvería a verla nunca más.
—¿Te alegras de haberla visto? —preguntó Jack.
—Sí. —Milo se mordió el labio—. Sí, claro que sí. Necesitaba cerrar esto. Creo que ambos lo necesitábamos.
No estaba muy segura de si con aquel «nosotros» Milo se había referido a él y a nuestra madre, o a él y a mí, pero fuera como fuese, no tenía la sensación de haber cerrado nada. Simplemente me sentía más conmocionada si cabía que antes.
En el camino de vuelta a casa, Milo se mostró de mejor humor, casi hasta el punto de resultar frívolo. El llanto había tenido en él un efecto de limpieza. Ojalá a mí me hubiera sucedido lo mismo.
Cuando llegamos a casa, nos encontramos a Bobby sentado en la isla de la cocina con las piernas cruzadas, comiendo palitos de apio untados con mantequilla de cacahuete.
—¿Cómo ha ido? —preguntó.
—Bien, aunque ha sido extraño —le dijo Milo.
—¿Dónde está la perra? —Jack se percató al instante de su ausencia. Se aflojó la corbata y miró a su alrededor en busca de Matilda. Siempre que entraba en la casa, había una gigantesca bola de pelo blanco que corría a atacarlo.
—Está fuera con Leif —dijo Bobby.
—¿Ya vuelve a estar aquí? —murmuró Jack, saliendo por las puertas acristaladas que daban acceso al jardín trasero.
Leif había formado parte de una sangrienta manada de vampiros decidida a acabar con Peter, y con el resto de nosotros, de paso. Pero él había renunciado a la banda y había estado a punto de morir por ayudarnos.
Y se había convertido en un vagabundo desde entonces. No sé muy bien dónde vivía ni cómo se alimentaba (aunque nos había asegurado que no mataba a nadie), y de vez en cuando se pasaba por casa para ducharse y dormir en una buena cama.
Todavía no había conseguido interpretar qué opinaba Jack sobre Leif. Me daba la impresión de que Jack no confiaba en él, pero creo que era simplemente porque desconocía las intenciones de Leif respecto a mí.
Si yo hubiera estado en su lugar, tampoco habría estado tranquila. Leif y yo teníamos una especie de conexión que me resultaba imposible explicar. La había sentido en el momento en que lo conocí. Pero no era una conexión de carácter sexual. Era simplemente un vínculo.
Jack salió al jardín sin quitarse el traje, y cuando salí detrás de él, me lo encontré ya tumbado en la nieve. Matilda ladraba feliz, con el grueso pelaje cubierto de nieve sucia. Estoy segura de que todo su interés por Leif se había esfumado en cuanto había visto aparecer a Jack. Matilda debía de ser el único ser en este mundo que amaba a Jack incluso más que yo.
—Vas muy elegante —dijo Leif, repasándome con la mirada. Estaba descalzo en el patio enlosado, a cierta distancia de la casa.
Tenía el cabello castaño húmedo como consecuencia de la nieve que se derretía sobre él y se lo echó hacia atrás, en un gesto que le creó un efecto de peinado que contrastaba con su habitual aspecto salvaje. Sus ojos, muy grandes y de color marrón oscuro, me recordaban a los de Milo, y creo que era por eso por lo que Leif siempre me había gustado. No podía evitar confiar en cualquiera que se pareciera a mi hermano.
—Sí, venimos de un funeral. —Me rasqué los brazos, que llevaba al aire, no porque tuviese frío, sino porque hablar del tema me resultaba incómodo.
—Lo siento —dijo Leif con sinceridad—. Espero que estés bien.
—No sé si lo estoy —dije, encogiéndome de hombros—. Pero lo estaré. —Me sonrió, y Jack dejó de jugar con Matilda para poder prestar atención a lo que decíamos.
—¿Puedo utilizar tu ducha? —le preguntó a Jack, y este asintió. Ezra había dado ya su aprobación para que Leif se duchara en casa siempre que quisiera, pero Leif seguía pidiéndole igualmente permiso a Jack.
—Tendrías que lavar también esa ropa —dije, dispuesta a entrar de nuevo en la casa. Sus vaqueros y su jersey estaban prácticamente hechos harapos—. O cogerle algo prestado a Ezra. Sí, será mejor que hagas eso. Tira la ropa que llevas y coge algo de Ezra.
—Gracias —dijo Leif, sonriendo de nuevo.
En cuanto Leif entró en la casa, Jack se sacudió la nieve que se había adherido a su traje y se me acercó. Matilda daba vueltas en círculos a su alrededor, sin saber que Jack ya había decidido dejar de jugar con ella por ese día.
—En realidad no te apetecía jugar con Matilda, ¿verdad? —le pregunté, mirándolo.
—¿A qué te refieres? —Jack fingió que no sabía a qué venía mi pregunta.
—Lo único que pretendías era que Matilda dejara de jugar con Leif. Siempre andas marcando tu territorio en su presencia —dije, levantando una ceja—. De hecho, creo que tendría que alegrarme de que no me marques también a mí con unas gotitas de orina. —Jack soltó una carcajada que me provocó un cálido estremecimiento. Tenía la risa más maravillosa del mundo, y seguía calándome muy hondo.
—Supongo que tienes razón. —Su sonrisa se debilitó un poco al recordar mi tristeza—. Lo siento, no debería haberme preocupado por esto nada más volver a casa. Soy un burro.
—No, no pasa nada. Estoy bien, casi. —Me obligué a sonreír para demostrárselo—. ¿Piensas pasar el día conmigo?
—Pasaré el resto de mis días contigo. —Se quedó mirándome con sus ojos azules cálidos y adorables, y me besó delicadamente. Tenía los labios fríos por la nieve, pero la sensación era encantadora.
Cuando terminó el beso, descansé la cabeza en su pecho y me abrazó. Si algo podía ayudarme a sentirme mejor, era precisamente aquello.