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El terror me desgarraba.

No tenía ni idea de dónde estaba. Me había despertado con la esperanza de encontrarme en el entorno familiar y seguro de mi habitación, pero no era allí donde abrí los ojos. Estaba empapada en sudor, pero temblaba. Desorientada, salté de la cama y por poco acabo de cabeza en el suelo.

Tropecé con mi propio pie y caí de la cama con un ruido sordo. Maldiciendo para mis adentros, me estuve frotando la rodilla hasta un rato después de que el dolor hubiera cesado. Había estado entrenándome a conciencia para dominar mi fuerza y mi elegancia y detestaba que mi antigua torpeza reapareciera.

Se encendió la luz de la habitación. Yo seguía sentada en el suelo y pestañeé a causa de la repentina luminosidad, hasta que vislumbré la figura de Peter en el umbral de la puerta, vestido tan sólo con unos vaqueros rotos, mirándome.

Recordé por fin dónde estaba, pero no por ello conseguí liberarme de la sensación de pánico. El corazón me latía desbocado, y de ahí la súbita aparición de Peter.

—¿Qué haces en el suelo? —preguntó.

—He tropezado.

—¿Estás bien? —Se acercó y se agachó para ayudarme a que me levantara.

Le cogí la mano que me ofrecía y, cuando tiró de mí para incorporarme, vi que su pecho y sus brazos estaban cubiertos de sudor. Si el terror que me embargaba no me hubiera distraído de aquel modo, habría encontrado un momento para odiar una vez más lo perfecto y magnífico que era Peter. Cada vez que lo veía, deseaba que hubiera sido algo menos atractivo.

—¿Qué sucede? —Su voz adquirió un tono protector que no estaba acostumbrada a oírle. A pesar de que llevaba un tiempo esforzándose en mostrarme su lado más amable, aún seguía sorprendiéndome.

—No lo sé —respondí, negando con la cabeza.

—Estás aterrada, Alice. —Sabía que estaba escuchando el latido acelerado de mi corazón, algo que yo, por mucho que lo intentara, no lograba controlar—. ¿Qué ha pasado?

Me mordí el labio y me recogí el pelo detrás de la oreja. Posó entonces la mano en mi brazo y sus ojos de color esmeralda consiguieron tranquilizarme un poco. Deseaba contárselo todo, pero me resultaba imposible explicarle qué era lo que me había asustado de aquella manera.

—Ha sido como una pesadilla —dije—. Pero no era un sueño. Era más bien como un… sentimiento.

—¿Qué tipo de sentimiento? —preguntó Peter.

—Miedo, un miedo muy intenso.

—¿Estabas durmiendo y de pronto has sentido miedo? —Retiró la mano de mi brazo y examinó mi expresión—. ¿Sin ninguna imagen que lo acompañara?

—No. —Arrugué la frente y me esforcé en recordar qué era exactamente lo que me había despertado—. No he visto nada, pero estaba paralizada. Justo antes de despertarme, tenía mucho miedo y no podía ni moverme. —Volví a mover la cabeza, aunque esta vez para intentar despejarla—. Ya ha pasado, y no quiero seguir hablando de ello.

—Eso siempre y cuando te encuentres bien —dijo Peter, reacio a dejar correr el tema.

—Pues claro, estoy estupendamente. —Forcé una sonrisa—. Lo único que sucede es que tengo mucho calor. ¿Por qué hace tanto calor aquí?

—Se ha estropeado el aire acondicionado. He estado fuera intentando arreglarlo, pero el sol me machacaba. Y, además, no tengo ni idea de cómo funcionan esos aparatos —dijo con un suspiro. Eso explicaba las manchas de grasa en sus vaqueros y la mugre que tenía por encima del ombligo y que resaltaba el duro perfil de su abdomen.

—Vaya mierda —dije, y aparté la vista.

—Llamaré a un técnico, pero no sé cuánto tardará en venir a repararlo. —Peter se pasó la mano por su oscuro pelo. Lo llevaba más corto desde su cambio de domicilio, seguramente por el calor que siempre hacía aquí—. Es el inconveniente de vivir en medio de la nada.

—Sí, claro —dije—. Creo que voy a darme una ducha.

—No es más que mediodía.

—Ya, pero es que, de todos modos, dudo que pueda seguir durmiendo —dije con un gesto de indiferencia.

—Voy a ver si te encuentro un ventilador —dijo, encaminándose hacia la puerta.

—De acuerdo. Gracias —repliqué con una sonrisa. Y me quedé sola en la habitación.

Me acerqué al armario para coger ropa limpia. Estaba casi vacío, pues apenas me había llevado nada para mi estancia de diez días. Y en cuanto había llegado, Mae había insistido en hacerme la colada.

Yo habría sobrevivido a la perfección sin sacar las cosas de la maleta, pero Mae no lo soportaba. Su instinto maternal se había exagerado con la presencia de Daisy y no me explicaba cómo lo hacía Peter para aguantarla.

Después de que Mae contradijera los deseos de Ezra y transformara en vampira a su bisnieta, él le concedió tres días para abandonar la casa. Pero se marchó en dos. Peter había fletado un avión privado y, junto con Mae y Daisy, habían puesto rumbo hacia la región interior de Australia.

Mae había seguido manteniendo el contacto con nosotros a pesar de vivir tan lejos, sobre todo con Milo. Haber tenido que pasar la Navidad separados la había entristecido mucho y, poco después de tan señalada fecha, empezó a hacer planes para vernos.

Milo tenía pensado reanudar sus estudios la semana siguiente y por ello había decidido que era el mejor momento para ir a visitarlos. Jack, por su parte, no había querido acompañarnos, pues no le apetecía en absoluto ver a Mae o a Peter, y sé que habría preferido que tampoco yo fuese a verlos, pero no trató de impedírmelo.

En consecuencia, fuimos mi hermano menor Milo, su novio humano Bobby y yo los que finalmente viajamos a Australia para pasar una semana y media en compañía de Mae, Daisy, su bisnieta vampira, y Peter. Con el aire acondicionado estropeado.

Milo me había explicado que en enero en Australia era verano, pero de haber comprendido lo caluroso que podía llegar a ser aquello, habría pospuesto la visita hasta julio.

Peter había adquirido una granja gigantesca a una hora de distancia de Alice Springs. Por lo que me han contado, es una ciudad bonita, y se supone que Sídney es divina, pero poco había podido ver de ninguna de ellas. Sídney estaba a cuatro horas de avión, pero eso no era lo que nos impedía desplazarnos hasta allí. La verdadera razón era que Daisy no podía estar con gente. A sus cinco años, apenas es capaz de controlar su deseo de sangre.

Milo había intentado hacer pasar el viaje por una celebración de mi dieciocho cumpleaños, que había sido la semana anterior, y, en cierto sentido, lo era. Mae organizó una pequeña fiesta, con un pastel que sólo Bobby pudo disfrutar. Me regaló un vestido precioso y Daisy me preparó una tarjeta de felicitación.

Me metí en la ducha, y el agua fría hizo milagros, pero no consiguió quitarme de encima aquel estado de turbación. Algo iba mal, y no lograba identificarlo.

Pensé en llamar por teléfono a Jack, pero apenas tenía cobertura. Además, no quería asustarlo. Él estaba convencido de que aquel viaje era una idea terrible, pero lo cierto es que no había estado tan mal. Un poco aburrido, quizá, eso sí. Aunque el auténtico temor de Jack era Peter, por supuesto.

Salí de la ducha, me acerqué a la cómoda y abrí el primer cajón. Había escondido el regalo de Peter entre mi ropa interior. Era un medallón bellísimo en forma de corazón y con diamantes incrustados. Me parecía precioso, pero no tenía ni idea de cómo iba a explicárselo a Jack.

No había nada raro en el hecho de que Peter me lo hubiera regalado, pero sabía que Jack no lo aprobaría. Para mi cumpleaños, Jack me había regalado una marioneta hecha a mi imagen y semejanza y me había invitado a bucear con los tiburones en el acuario. Habían sido regalos maravillosos y me habían encantado, pero no tenían nada que ver con una joya de aquella categoría.

Aunque, por otra parte, Jack me había regalado la inmortalidad, razón por la cual podría decirse que, en cierto sentido, había superado a Peter.

—¿Se está más fresco aquí? —Milo abrió la puerta de mi habitación sin llamar. Dejé caer el medallón en el interior del cajón y lo cerré de golpe.

—La verdad es que no lo sé —dije, apartándome de la cómoda.

—Diría que hace incluso más calor —dijo Milo, refunfuñando, pero entró en la habitación de todos modos. Al igual que Peter, había decidido que tocaba ir a pecho descubierto—. ¡Debemos de estar al menos a cuarenta grados!

—¿Has probado a darte un chapuzón en la piscina? —le pregunté.

—Sí, claro. —Milo arrugó la nariz y se dejó caer en mi cama—. Con este sol. Y, aunque no fuera ese el caso, ya has visto la piscina…

Los filtros funcionaban mal y, en consecuencia, una pegajosa capa de musgo verde cubría la piscina. Era como si nada en la casa funcionase bien. Por lo visto, cuando la adquirieron estaba todavía en peor estado y Peter y Mae iban reparándola poco a poco. Pero la piscina estaba inutilizable, el aire acondicionado se había estropeado, el porche que rodeaba la casa estaba combado y había que cambiar por completo el tejado.

Aparté las tupidas cortinas. Los ojos me escocieron en el instante en que entraron en contacto con la luz del sol y contemplaron aquel vacío. No había ningún vecino en muchos kilómetros a la redonda y el terreno era seco y descolorido. Abrí un poco la ventana y entró una ráfaga de aire caliente que, como mínimo, era mejor que nada.

—Empiezo a pensar que esto del viaje no ha sido muy buena idea —dijo Milo cansinamente.

—No está tan mal. Aparte del calor. —Me senté en la cama a su lado. Tenía el pecho cubierto de gotitas de sudor. Levantó la vista para mirarme; sus grandes ojos marrones se veían abatidos—. Te ha gustado volver a ver a Mae, ¿no?

—Más o menos —dijo, encogiéndose de hombros y apartando la vista.

Milo había sido el más joven de la casa, el centro de atención para Mae, hasta la llegada de Daisy, y la niña exigía mucho más que él. En realidad, no es que Milo fuera una persona celosa, pero aquello había puesto el dedo en la llaga. Ser ignorado por nuestra madre de verdad había sido horroroso, y serlo también por su sustituta lo estaba siendo tal vez aún más.

—¿Qué está haciendo Bobby? —le pregunté, con la esperanza de que charlar sobre su novio consiguiera animarlo.

Llevaban cuatro meses juntos y no estaban «hechos el uno para el otro» en el sentido en que pueden llegar a estarlo los vampiros, pero entre ellos había algo. Bobby hacía feliz a Milo y era un buen chico.

En Minneapolis, Bobby vivía prácticamente con nosotros y, a pesar de mi odio inicial, había acabado cogiéndole cariño, aunque en eso tal vez tuviera algo que ver, al menos en parte, el hecho de que yo le había mordido, lo que nos había vinculado de alguna manera. Milo se subía por las paredes por ello, pero no podíamos evitarlo.

—Está en nuestra habitación, sentado delante de un ventilador —respondió Milo, rascándose el brazo distraídamente. Las arañas se habían ensañado con él. No es que las picaduras le doliesen, pero la hinchazón que dejaban escocía durante horas—. Este calor le afecta incluso a él, así que debe de ser terrible de verdad.

—También es posible que Bobby se haya acostumbrado a vivir siempre con el aire acondicionado que tenemos en casa —dije, bostezando. Aborrecíamos el calor y, por tanto, manteníamos el interior de la casa a una temperatura gélida. Además, veníamos del invierno de Minnesota—. ¡Hace tanto calor que no se puede ni dormir!

—Y que lo digas. —Milo se quedó mirándome—. ¿Qué hora debe de ser en casa? A lo mejor Jack está despierto.

—Yo me hago un lío con esto de la diferencia horaria. Dímelo tú.

—No sé ni qué hora es aquí —dijo, aunque tampoco hizo el mínimo esfuerzo para averiguarlo—. ¿Has hablado últimamente con Jack?

—El otro día. La cobertura es malísima y me cuesta un montón ponerme en contacto con él.

Me dolía el corazón sólo de pensar en Jack. Estábamos vinculados, por lo que estar lejos de él resultaba doloroso. La sensación había ido disminuyendo un poco con el paso de los meses, pero seguía sin disfrutar de las cosas si no estaba a su lado.

—¿Y cómo va todo por allí? —preguntó Milo.

—Igual, me imagino. Ezra continúa deambulando cabizbajo por casa y Jack se muere de ganas de que volvamos.

—Sigo sin poderme creer que Ezra no haya hablado con Mae. —La reacción de Ezra había dejado algo perplejo a Milo, y yo tampoco comprendía absolutamente nada.

Por muy enfadada o frustrada que me sintiera con Jack, no me imaginaba pasar meses sin hablar con él. Habría sido como pasarme meses sin comer.

Bobby se puso a chillar en su habitación, que estaba al otro lado del pasillo, pero ni Milo ni yo nos apresuramos en reaccionar. Las arañas habían invadido su habitación desde nuestra llegada y Bobby gritaba como un poseso cada vez que veía una. Hay que reconocer que alguno de esos bichos habría podido llegar a matarlo, pero la mayoría de las veces, cuando Milo o yo llegábamos al rescate, él ya los había pisoteado hasta acabar con ellos.

Oí un portazo, seguido de un extraño sonido de garras. El corazón de Bobby latía frenéticamente, pero no era el único. Había otro corazón que latía también con fuerza y con rapidez, aunque sin emitir tanto ruido y a menor velocidad que el de un humano.

Era el sonido del corazón de un vampiro. De un vampiro muy pequeño y muy hambriento.

Cuando Bobby volvió a gritar, Milo y yo habíamos salido ya corriendo de mi habitación. Su habitación estaba en el otro extremo del pasillo, pero aun así vimos a Daisy clavando las uñas en la puerta. Era lo bastante fuerte como para partir la madera, que empezaba a astillarse y a mancharse con finos regueros de sangre.

Antes de que nos diese tiempo a llegar, consiguió abrir un agujero en la puerta lo bastante grande como para que su cuerpecillo pasase por él. Bobby seguía gritando como un loco.