CAPÍTULO 35

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WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

Haplo escuchó un gañido y notó que una pata le tocaba la pierna. Apartando la atención de las imágenes que aparecían en el globo ocular del dictor, volvió la vista hacia sus pies.

—¿Qué sucede, muchacho? Creía haberte dicho que… ¡Ho! —El patryn advirtió la presencia de los gegs que surgían del agujero.

Simultáneamente, la Mano escuchó un ruido tras él y le dio la espalda a Haplo, volviéndose hacia la entrada principal de la Factría.

—Tenemos compañía —masculló Hugh—. El survisor jefe y sus guardianes.

—Por aquí también llegan visitas —replicó Haplo.

Hugh dirigió una rápida mirada hacia el agujero y llevó la mano a la espada, pero Haplo movió la cabeza en gesto de negativa.

—No, nada de luchas. Son demasiados y, además, no pretenden hacernos daño. Quieren aclamarnos. Somos su premio o su botín. Parece que estamos atrapados en mitad de unos disturbios. Será mejor que te ocupes de ese príncipe tuyo.

—Es una inversión para mí… —empezó a decir Hugh.

—¡Los gardas! —exclamó Jarre al descubrir la presencia del survisor jefe—. ¡Deprisa! ¡Coged a los dioses antes de que nos lo impidan!

—Entonces, será mejor que vayas a proteger tu inversión —sugirió Haplo.

—¿Qué sucede? —soltó Alfred al ver que Hugh corría hacia el príncipe, espada en mano.

Los dos grupos de gegs intercambiaban gritos e insultos, agitaban los puños y recogían armas improvisadas del suelo de la Factría.

—Tenemos problemas. Coge al chico y ve con… —comenzó a decir Hugh—. ¡No! ¡Maldita sea, no vayas a desmayarte…!

Alfred puso los ojos en blanco. Hugh alargó la mano para darle una sacudida, un bofetón o algo parecido, pero era demasiado tarde. El cuerpo fláccido del chambelán se derrumbó y rodó sin gracia a los pies de la estatua del dictor.

Los gegs se precipitaron hacia los dioses. El survisor jefe advirtió al instante el peligro y ordenó a sus gardas que cargaran contra los gegs. Con gritos vehementes, unos a favor de la Unión y otros en defensa del survisor, los dos grupos chocaron. Por primera vez en la historia de Drevlin, se produjo un intercambio de golpes con derramamiento de sangre. Haplo cogió a su perro en brazos, se retiró entre las sombras y observó la escena en silencio, con una sonrisa.

Jarre se quedó cerca del agujero, ayudando a los gegs a salir e incitándolos a atacar. Cuando hubo subido el último geg de los túneles, miró a su alrededor y descubrió que la pelea ya había estallado sin ella. Peor aún, había perdido completamente de vista a Limbeck, Haplo y los tres extraños seres. Encaramándose de un salto a una caja, echó una ojeada sobre las cabezas de la masa de combatientes y advirtió la presencia del survisor y del ofinista jefe cerca de la estatua del dictor. Horrorizada, comprobó que los dos dirigentes aprovechaban la confusión para llevarse en secreto no sólo a los dioses, ¡sino también al augusto líder de la UAPP!

Furiosa, Jarre saltó de la caja y corrió hacia ellos, pero se encontró en medio del tumulto. A empujones, apartando a manotazos a los gegs que se interponían en su camino, se abrió paso dificultosamente hacia la estatua. Cuando llegó por fin a su objetivo estaba sofocada y jadeante, llevaba los pantalones desgarrados y el cabello caído sobre el rostro, y tenía un ojo cerrado de un golpe.

Los dioses habían desaparecido. Limbeck había desaparecido. El survisor jefe se había salido con la suya.

Con el puño apretado, Jarre se disponía a sacudir en la cabeza al primer garda que se acercara a ella cuando escuchó un gemido y, al mirar hacia abajo, vio dos grandes pies apuntando hacia el techo. No eran unos pies de geg. ¡Eran los pies de un dios!

Jarre rodeó a toda prisa la peana hasta quedar frente a la figura del dictor y advirtió con asombro que la base de la estatua estaba abierta de par en par. Uno de los dioses del survisor —el alto y desgarbado— había caído al parecer por aquella abertura y se hallaba en ella, mitad dentro y mitad fuera.

—¡He tenido suerte! —exclamó Jarre—. ¡Al menos, tengo a éste!

Volvió una mirada temerosa a su espalda, esperando encontrar a los gardas del survisor, pero nadie le había prestado atención en el fragor de la lucha. El survisor debía de estar concentrado en conducir a los dioses fuera de peligro y, sin duda, nadie había echado en falta a aquél, hasta el momento.

—Pero no tardarán en hacerlo. Tenemos que sacarte de aquí —murmuró Jarre. Al llegar junto al dios, vio que estaba caído en una escalera que conducía al interior de la estatua. Los peldaños, que descendían bajo el nivel del suelo, proporcionaban una vía de escape rápida y cómoda.

La enana vaciló. Estaba violando la estatua, el objeto más sagrado de los gegs. No tenía idea de por qué había aparecido allí aquella abertura ni de adonde conducía, pero no importaba. Sólo tenía intención de utilizar el hueco como escondite temporal. Esperaría allí dentro hasta que todo el mundo se hubiera marchado. Jarre pasó por encima del dios inconsciente y descendió unos peldaños. Después se volvió, tomó por las axilas al dios y lo arrastró al interior de la estatua dando tumbos, jadeando y a punto de resbalar.

Jarre no tenía ningún plan concreto en la cabeza. Sólo esperaba que, cuando el survisor jefe volviera en busca de aquel dios y descubriera la abertura en la estatua, ella ya hubiese conseguido trasladarlo a escondidas a la sede central de la UAPP.

Sin embargo, cuando tiró de los pies del dios para introducirlos en el hueco, la abertura se cerró silenciosa e inesperadamente y Jarre se encontró en completa oscuridad.

Se quedó sin mover un músculo e intentó decirse a sí misma que no sucedía nada, pero el pánico continuó creciendo en su interior hasta que le pareció que iba a reventar. La causa de aquel pánico no era el miedo a la oscuridad pues los gegs, que pasaban casi toda su vida en el interior de la Tumpa-chumpa, estaban acostumbrados a la ausencia de luz. Jarre se estremeció. Le sudaban las manos, tenía la respiración acelerada, el corazón le latía desbocado, y no sabía por qué. Entonces, de pronto, lo descubrió.

Todo estaba en silencio.

No se escuchaba la máquina, no llegaban a sus oídos los reconfortantes estampidos, silbidos y martilleos que habían arrullado sus sueños desde que naciera. Ahora no reinaba más que un silencio terrible, sobrecogedor. La vista es un sentido externo y separado del cuerpo, una imagen en la superficie del ojo. El sonido, en cambio, penetra en los oídos, en la cabeza, y vive en el interior de uno. En ausencia de otro sonido, el silencio resuena.

Abandonando al dios en la escalera, sobreponiéndose al dolor y olvidando el miedo a los gardas, Jarre se lanzó contra la puerta cerrada de la estatua.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Ayudadme!

Alfred recuperó el conocimiento pero, al incorporar la cabeza, empezó a escurrirse involuntariamente escaleras abajo y sólo se salvó de la caída agarrándose por puro reflejo a los peldaños hasta detenerse. Lleno de perplejidad, envuelto en una oscuridad total y con una geg chillando como un silbato de vapor junto a su oído, el chambelán tuvo que preguntar varias veces qué estaba sucediendo. La geg continuó sin prestarle atención. Por último, ascendiendo a gatas y a ciegas los peldaños por los que acababa de deslizarse, extendió una mano en dirección a la casi histérica Jarre.

—¿Dónde estamos?

Ella continuó dando golpes y chillando, sin hacerle el menor caso.

—¿Dónde estamos? —Alfred agarró a la geg con sus manazas (sin saber muy bien, en la oscuridad, por dónde la sujetaba) y empezó a zarandearla con energía—. ¡Basta! ¡Esto no sirve de nada! ¡Dime dónde estamos y tal vez pueda encontrar el modo de que los dos salgamos de aquí!

Sin entender muy bien lo que Alfred le decía, pero molesta con sus modales bruscos, Jarre volvió en sí con un jadeo y apartó al chambelán con un empujón de sus robustos brazos. Alfred trastabilló, resbaló y estuvo a punto de rodar escaleras abajo, pero consiguió evitar la caída.

—¡Ahora, escúchame! —Dijo Alfred, separando cada palabra y pronunciándolas lentamente y con claridad—. ¡Dime dónde estamos y tal vez pueda ayudarte a salir!

—¡No sé cómo! —Con la respiración aún alterada, temblando de pies a cabeza, Jarre rehuyó a Alfred encogiéndose todo lo posible en el rincón opuesto de la escalera—. Aquí eres un extraño. ¿Cómo ibas a ayudarme?

—¡Tú dime dónde estamos! —Le rogó Alfred—. Ahora no puedo explicártelo pero, al fin y al cabo, ¿qué mal hay en ello?

—Bueno… —musitó Jarre, pensativa—. Estamos en el interior de la estatua.

—¡Ah! —exclamó Alfred.

—¿Qué significa ese «¡ah!»?

—Significa que…, hum…, que ya me lo había parecido.

—¿Puedes hacer que se abra de nuevo?

No, no podía. Ni él ni nadie. Desde dentro, era imposible. Sin embargo, ¿cómo era que sabía tal cosa, si no había estado nunca allí? ¿Qué podía responder a la geg? Alfred agradeció que el lugar estuviera a oscuras. No servía para mentir y el hecho de que no pudiera verle el rostro, ni ella ver el suyo, hacía más fáciles las cosas.

—Bueno…, no estoy seguro, pero lo dudo. Verás, hum… Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Eso no importa.

—Claro que sí. Estamos los dos aquí, juntos en la oscuridad, y es preciso que sepamos quiénes somos. Yo me llamo Alfred, ¿y tú?

—Jarre. Continúa. Si has abierto una vez, ¿por qué no puedes volver a hacerlo?

—Yo…, yo no he hecho nada —balbució Alfred—. Creo que se abrió por casualidad. Verás, tengo esa maldita costumbre de desmayarme cuando me asusto. Es una reacción que no puedo controlar. Vi la lucha, y que algunos de los tuyos corrían hacia nosotros y…, y perdí el sentido. —Hasta este punto, todo era verdad. Lo que vino a continuación, ya no—. Supongo que, al caer, debí de tropezar con algo que hizo que la estatua se abriera.

Y Alfred añadió para sí: «Cuando recuperé el conocimiento, alcé la vista hacia la estatua y, por primera vez en muchísimo tiempo, me sentí seguro y a salvo y lleno de una paz profunda e intensa. La sospecha que había despertado en mi mente, la responsabilidad, las decisiones que me veré obligado a tomar si tal sospecha se confirma, me abrumaron. Deseé escapar y mi mano se movió por propia voluntad, sin que yo la guiara, hasta tocar la túnica de la estatua en determinado lugar, de determinada manera.

»La base se abrió, mostrando un hueco, pero la enormidad de mi acto debió resultarme excesiva en aquel instante y supongo que me desmayé otra vez. Entonces se acercaría la geg y, buscando cobijo de la refriega que se había desencadenado en la Factría, me arrastraría aquí dentro. La base ha debido cerrarse automáticamente, y así seguirá. Sólo quienes conocen la manera de entrar saben el modo de salir. Nadie que descubriese la entrada por casualidad podría regresar para contarlo. ¡Ah!, tales curiosos no morirían. La magia, la máquina, se ocuparía de ellos y los cuidaría muy bien. Pero serían sus prisioneros el resto de sus vidas».

Por fortuna, se dijo Alfred, él conocía el modo de entrar y también el de salir. Sin embargo, ¿cómo podía explicárselo a la geg?

Le vino a la cabeza un pensamiento terrible. Según la ley, debería dejar a Jarre allí dentro. Al fin y al cabo, ella tenía la culpa por haber entrado en la estatua sagrada. Pero, por otra parte, reflexionó Alfred, con una vocecilla acusadora en la conciencia, tal vez Jarre se había puesto en peligro por él, tratando de salvarle la vida. No podía abandonarla sin más. Y decidió que no lo haría, dijera lo que dijese la ley. No obstante, de momento, todo resultaba muy confuso. ¡Ojalá no se hubiera dejado llevar por su debilidad!

—¡No pares! —Jarre se agarró a él.

—¿Parar, qué?

—¡No dejes de hablar! ¡Es el silencio! ¡No puedo soportarlo! ¿Por qué no se oye nada, aquí dentro?

—Se construyó así a propósito —respondió Alfred con un suspiro—. Se diseñó para ofrecer descanso y refugio. —El chambelán había tomado una decisión. Probablemente no era la acertada, pero eran contadas las decisiones correctas que había adoptado en su vida, de modo que…—. Pronto voy a sacarte de aquí, Jarre.

—¿Conoces el modo?

—Sí.

—¿Cuál es? —Jarre era terriblemente suspicaz.

—No te lo puedo explicar. De hecho, vas a ver muchas cosas que no entenderás y que no puedo explicarte. Ni siquiera puedo pedirte que confíes en mí porque, como es obvio, no me conoces y no espero que me creas. —Alfred hizo una pausa y meditó sus siguientes palabras—. Míralo de este modo: ya has intentado salir por ahí y no has podido. Ahora, puedes hacer dos cosas: quedarte aquí, o acompañarme y dejar que te conduzca fuera.

Alfred escuchó que Jarre tomaba aire para replicar, pero se le adelantó.

—Hay una cosa más que deberías meditar. Yo quiero regresar con los míos tan desesperadamente como tú deseas volver con los tuyos. Ese niño que has visto está a mi cuidado, y el hombre siniestro que lo acompaña me necesita, aunque no lo sepa.

Alfred permaneció un momento en silencio pensando en el otro hombre, el que se hacía llamar Haplo, y advirtió que allí dentro el silencio era muy intenso, más de lo que recordaba.

—Te acompañaré —dijo Jarre—. Lo que has dicho parece razonable.

—Gracias —contestó Alfred con aire grave—. Ahora, guarda silencio un momento. La escalera es empinada y peligrosa, a oscuras.

Alfred alargó la mano y palpó la pared a su espalda. Era de piedra, como los túneles, y resultaba lisa al tacto. Pasó la mano por su superficie y, casi en el ángulo donde se encontraban la pared y los peldaños, sus dedos notaron unas líneas, espirales y muescas talladas en la piedra, que formaban un dibujo bien conocido para el chambelán. Mientras las yemas de sus dedos recorrían los ásperos bordes de los signos grabados, siguiendo los trazos de un dibujo que su mente reconocía claramente, Alfred pronunció la runa.

El signo mágico que estaba tocando empezó a brillar con una luz azul, suave y radiante. Jarre, al ver aquello, contuvo el aliento y retrocedió hasta topar con la pared. Alfred le dio unas suaves palmaditas en el brazo para tranquilizarla y repitió la runa. Un signo esotérico tallado junto al primero y en contacto con él empezó a irradiar el mismo fulgor mágico. Pronto, una tras otra, aparecieron en la oscuridad una serie de runas que se extendían a lo largo de la empinada escalera. Al pie de ésta, marcaban una curva que conducía hacia la derecha.

—Ahora ya podemos bajar sin peligro —dijo Alfred mientras se incorporaba y sacudía de sus ropas el polvo de incontables siglos. Con palabras y gestos deliberadamente enérgicos y un tono de voz indiferente, le tendió la mano a Jarre—. Si puedo prestarte ayuda…

Jarre titubeó, tragó saliva y se ciñó con más fuerza el manto en torno a los hombros. Luego, apretando los labios y con rostro ceñudo, apoyó su manita encallecida por el trabajo en la de Alfred. El fulgor azulado de las runas se reflejó, brillante, en sus ojos asustados.

Bajaron la escalera con rapidez, pues las runas les permitían ver dónde pisaban. Hugh no hubiera reconocido al chambelán bamboleante, de torpes andares. Los movimientos de Alfred estaban ahora llenos de seguridad y su porte era erguido y elegante mientras avanzaba a toda prisa con una expectación cargada de impaciencia, pero también de nostalgia y melancolía.

Al llegar al pie de la escalera, observaron que se abría a un pasadizo corto y estrecho, del que salía un verdadero laberinto de corredores y túneles en innumerables direcciones. Las runas azules los condujeron hasta uno de los túneles, el tercero a la derecha de los exploradores. Alfred siguió los signos, sin vacilar, llevando consigo a una Jarre asombrada y anonadada.

Al principio, la geg había dudado de las palabras del hombre. Había pasado toda su vida entre las excavaciones y las galerías abiertas por la Tumpa-chumpa y, como sus compatriotas, tenía un ojo penetrante para los menores detalles y una memoria excelente. Lo que para un humano o para un elfo no es más que una pared lisa, posee para un geg infinidad de características individuales —grietas, salientes, desportilladuras de pintura— que, una vez vistas, no olvidan con facilidad. En consecuencia, los gegs no suelen extraviarse, ni en la superficie ni bajo tierra. Pues bien, a pesar de ello, Jarre se perdió casi al momento en aquellos túneles. Las paredes eran perfectamente lisas y completamente vacías de la vida que un geg solía apreciar, incluso en la piedra. Y, aunque los túneles se abrían en todas direcciones, no se apreciaba que formaran recodos, sinuosidades o curvas. No había la menor indicación de que alguno de los túneles hubiera sido construido porque sí, por puro sentido de la aventura. Los pasadizos se extendían rectos y uniformes y daban la impresión de que, donde quiera que se dirigieran, lo hacían por la ruta más corta posible, la más directa. Jarre apreció en aquella disposición una manifiesta intencionalidad, un calculado propósito que la atemorizó por su esterilidad. En cambio, su extraño acompañante parecía encontrarlo reconfortante y la confianza que mostraba aliviaba su temor.

Los signos mágicos los guiaron por una suave curva que los condujo sostenidamente hacia su derecha. Jarre no tenía idea de cuánto llevaban caminando, pues allí abajo se perdía también la noción del tiempo. Las runas azules los precedían e iluminaban su camino, encendiendo su suave fulgor cuando se aproximaban. Jarre estaba hipnotizada; era como si estuviese caminando en sueños y fuera capaz de seguir haciéndolo eternamente, mientras los signos mágicos continuaran guiándola. La voz del hombre contribuía a aquella impresión fantasmagórica pues, siguiendo su petición, no dejaba de hablar un solo instante.

Entonces, de pronto, llegaron a un recodo y Jarre vio que los signos ascendían en el aire formando un arco luminoso que brillaba en la oscuridad, invitándolos a cruzarlo. Alfred hizo una pausa.

—¿Qué es eso? —preguntó Jarre saliendo de su trance con un parpadeo y apretando con más fuerza la mano de aquél—. ¡No quiero entrar ahí!

—No tenemos más remedio. Tranquilízate —murmuró Alfred, y en su voz sonó de nuevo aquella nota de añoranza y melancolía—. Lamento haberte asustado. No me he detenido porque tenga miedo. Es sólo que conozco lo que hay ahí dentro, ¿sabes?, y…, y me llena de tristeza, eso es todo.

—Regresemos —dijo Jarre con vehemencia. Se volvió en redondo y dio un paso pero, casi de inmediato, las runas que les habían mostrado el camino hasta allí emitieron un brillante destello azul y luego, poco a poco, empezaron a apagarse. Pronto, la oscuridad los envolvió, con la única excepción de los parpadeantes signos azules que dibujaban el arco.

—Ya estoy preparado —anunció Alfred, exhalando un profundo suspiro—. Podemos entrar. No tengas miedo, Jarre —añadió, al tiempo que le daba unas palmaditas en la mano—. No te asustes por nada de lo que veas. Nada puede hacerte daño.

Pero Jarre estaba asustada, aunque no hubiera sabido decir de qué. Lo que la esperaba tras el arco estaba oculto en las sombras, pero la sensación que la atenazaba no era el miedo a un daño físico ni el terror a lo desconocido. Era una sensación de tristeza, como Alfred había dicho. Tal vez se debía a las palabras que él había venido hablando durante su larga caminata, aunque Jarre estaba tan desorientada y confusa que no lograba recordar nada de cuanto había dicho. En cualquier caso, experimentaba una sensación de desesperación, de abrumadora pesadumbre, de algo perdido y nunca recuperado, ni siquiera buscado jamás. La pena le provocó una doliente sensación de soledad, como si todas las cosas y todos los seres que había conocido en su vida hubieran desaparecido de pronto. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se echó a llorar, y no tuvo la menor idea de por quién lloraba.

—Vamos, tranquilízate —repitió Alfred—. No es nada. ¿Entramos ya? ¿Te sientes con ánimos?

Jarre no puedo responder ni dejar de llorar, pero asintió. Llorosa y asida con fuerza a Alfred, cruzó el arco a su lado. Y entonces comprendió, en parte, la razón de su miedo y de su tristeza.

Estaba en un mausoleo.