CAPÍTULO 4

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ALGÚN LUGAR DE LAS ISLAS VOLKARAN,

REINO MEDIO

El emisario real mantuvo tirantes las bridas de su montura. De haberle dado rienda suelta, el pequeño dragón habría dejado atrás muy pronto al dragón de combate, de mucho mayor tamaño. Sin embargo, el correo no se atrevía a volar sin escolta pues los corsarios elfos solían acechar entre las nubes, aguardando el paso de algún solitario jinete humano. Así pues, la marcha era lenta pero, al fin, las antorchas de Ke'lith se desvanecieron a su espalda. Pronto, los abruptos picachos de Witheril ocultaron el humo que se alzaba de la pira funeraria del malogrado señor de la provincia.

Así pues, el correo obligó a su montura a volar junto a la cola de la quimera, o dragón de combate, cuya silueta era como una esbelta cuña negra que surcaba la gris penumbra de la noche. La Guardia Real, atada a sus arneses, era una serie de bultos negros en el lomo de la quimera.

Los dragones sobrevolaron la pequeña población de Hynox, visible sólo porque sus viviendas, bajas y cuadradas, estaban edificadas en terreno descubierto. Después, dejaron atrás la orilla de Dandrak y se adentraron en el aire profundo. El correo miró arriba y abajo, a un lado y a otro, como si no hubiera volado con frecuencia, cosa extraña en un supuesto mensajero del rey. Creyó reconocer dos de las tres islas Caprichosas. Hanastai y Bindistai eran claramente visibles pues, incluso en el aire profundo, la oscuridad no era completa… La noche no era tan cerrada como decía la leyenda que había sido en el viejo mundo, antes de la Separación.

Los astrónomos elfos habían escrito que existían tres Señores de la Noche y, aunque los supersticiosos creían que eran gigantes que extendían oportunamente sus capas ondeantes sobre Ariano para dar descanso a sus gentes, los eruditos sabían que los Señores de la Noche eran, en realidad, unas lejanas islas de coralita que flotaban sobre el reino, desplazándose en una órbita que las llevaba, cada doce horas, a interponerse entre Ariano y el sol.

Más allá de estas islas se hallaba el Reino Superior, donde se suponía que vivían los misteriarcas, poderosos brujos humanos que se habían retirado allí en un exilio voluntario. Debajo del Reino Superior estaba el Firmamento, la zona de las estrellas diurnas. Nadie sabía con exactitud qué era este Firmamento. Muchos —y no sólo los supersticiosos— creían que se trataba de una franja de diamantes y otras piedras preciosas que flotaban en el aire. Esta creencia era el origen de las leyendas sobre la fabulosa riqueza de los misteriarcas, pues se suponía que éstos la habían atravesado para llegar al Reino Superior. Tanto los elfos como los humanos habían llevado a cabo numerosos intentos de volar hasta el Firmamento y descubrir sus secretos, pero quienes se habían atrevido a emprender el viaje no habían regresado jamás. Se decía que el frío era tan intenso allá arriba que la sangre se congelaba en las venas.

Durante el vuelo, el correo del rey volvió la cabeza atrás en varias ocasiones para observar a su compañero de montura, ya que sentía curiosidad por estudiar las reacciones de un hombre que acababa de ser arrebatado del cadalso. Sin embargo, si esperaba ver alguna expresión de alivio, alegría o triunfo en su rostro, se llevó una considerable decepción. Torvo, impasible, el asesino no dejaba traslucir un ápice sus sentimientos bajo la máscara de sus facciones. Era el rostro de quien podía presenciar la muerte de un hombre con la misma frialdad que otro contemplaría a alguien comiendo o bebiendo. En el momento de observarlo, Hugh tenía la cabeza vuelta en otra dirección y estudiaba con atención la ruta que seguían en su vuelo, según advirtió el correo con cierta inquietud. La Mano, captando tal vez sus pensamientos, alzó la cabeza y clavó su mirada en la del jinete.

Este no sacó nada en claro de su inspección. Hugh, en cambio, pareció deducir muchas cosas de su estudio del emisario real. Sus ojos entrecerrados daban la impresión de taladrar la piel y traspasar los huesos y ser capaces, en cualquier momento, de dejar al desnudo todos los secretos que el correo guardara en su cerebro; sin duda, así habría sucedido si el joven emisario no hubiera apartado la vista para concentrarla en la crin espinosa del dragón. El jinete no volvió a mirar a Hugh en todo el viaje.

Debió de ser una coincidencia pero, cuando el correo advirtió el interés de Hugh por su ruta de vuelo, un manto de niebla empezó de inmediato a extenderse y oscurecer la tierra. La comitiva volaba velozmente y a gran altura, y a sus pies no había mucho que ver bajo las sombras que extendían los Señores de la Noche. Sin embargo, la coralita despide una leve luminosidad azulada que hace que las arboledas destaquen en negro sobre el ligero resplandor casi plateado que presenta el suelo. Los puntos sobresalientes del terreno eran fáciles de localizar. Los castillos y fortalezas de coralita que no habían sido cubiertos con una argamasa de granito triturado resplandecían levemente. Desde el aire, era fácil identificar los pueblos, con sus calles de coralita como cintas relucientes.

Durante la guerra, cuando las naves voladoras de los elfos merodeaban por los cielos, la gente cubría las calles con paja y juncos. Ahora, sin embargo, las islas Volkaran no sufrían conflictos armados. La mayoría de los humanos que las poblaban tenía el ferviente convencimiento de que se debía a su bravura en el combate, al miedo que habían provocado entre los señores de los elfos.

Al pensar en ello, el correo sacudió la cabeza de disgusto ante su ignorancia. Sólo algunos humanos del reino, entre ellos el rey Stephen y la reina Ana, conocían la verdad.

Los elfos de Aristagón habían dejado de prestar atención a Ulyandia y las Volkaran porque estaban ocupados en otro problema más importante: una rebelión entre su propio pueblo.

Cuando la rebelión fuera aplastada con mano firme y despiadada, los elfos volverían a concentrarse en el reino de los humanos, aquellas fieras bárbaras que habían atizado el fuego inicial de la revuelta. Stephen sabía que, la próxima vez, los elfos no se contentarían con la conquista y la ocupación. La próxima vez se librarían de una vez por todas de la contaminación humana de su mundo. Por ello, con rapidez y en silencio, el rey estaba disponiendo sus piezas en el gran tablero, preparándose para el encarnizado enfrentamiento final.

El hombre que viajaba detrás del emisario real lo ignoraba, pero iba a ser una de esas piezas.

Cuando apareció la niebla, el asesino se encogió de hombros interiormente y renunció de inmediato a seguir intentando determinar hacia dónde se dirigían. También él había sido capitán de una nave y conocía la mayoría de las rutas aéreas entre las islas y más allá. Según sus cálculos, habían recorrido un rydai negativo[4] en dirección a Kurinandistai, aproximadamente. Después, al hacer acto de presencia la niebla, ya no había podido ver nada más.

Hugh sabía que la niebla no había surgido por casualidad, lo cual no hacía sino confirmar algo que ya había empezado a sospechar: que aquel joven «correo» no era ningún vulgar lacayo del rey. La Mano se relajó y dejó que la niebla invadiera su mente. De nada servía hacer conjeturas sobre el futuro. No era probable que fuese mejor que el presente, aunque difícilmente podría ser peor. Hugh había hecho todo lo posible para prepararse para lo que pudiera surgir; incluso llevaba al cinto su daga de mango de hueso con inscripciones mágicas, que Gareth le había deslizado en la mano en el último momento. Encogiendo sus hombros desnudos y lacerados bajo la gruesa capa de piel, Hugh se concentró únicamente en lo más urgente: protegerse del frío.

Con todo, sintió cierto sombrío placer al advertir que el correo se mostraba incómodo ante la presencia de la bruma, pues lo obligaba a disminuir la velocidad de la marcha y a descender continuamente hacia las zonas despejadas que se abrían y cerraban debajo del dragón, para comprobar dónde se hallaban. En un momento dado, dio la impresión de haberse perdido y tiró de las riendas de la montura. En respuesta a la orden de su jinete, la criatura batió las alas para mantenerse suspendida en el aire. Hugh notó la tensión del emisario real y advirtió las miradas rápidas y furtivas que dirigía a diversos puntos del suelo. Por las palabras que le oyó murmurar entre dientes, el prisionero creyó entender que se habían alejado demasiado en una dirección. Cambiando de rumbo, el correo hizo volver la cabeza al dragón y éste reemprendió el vuelo entre la niebla. El mensajero real lanzó luego una mirada ceñuda a Hugh, como si quisiera decirle que el error era culpa suya.

Hugh había aprendido a edad muy temprana, por pura cuestión de supervivencia, a estar alerta a todo cuanto sucedía a su alrededor. Ahora, cumplidos ya los cuarenta ciclos, tal cautela era involuntaria, como un sexto sentido. Era capaz de advertir al instante un cambio en la dirección e intensidad del viento, una subida o bajada de temperatura. Aunque no disponía de aparatos para medir el tiempo, podía calcular con un par de minutos de margen el que había transcurrido desde determinado momento hasta otro. Tenía un oído muy agudo y una vista aún más penetrante, y poseía un sentido de la orientación infalible. Eran pocos los lugares de las islas Volkaran y del continente de Ulyandia que no había recorrido. Sus aventuras de juventud le habían llevado a remotos (y desagradables) rincones del gran mundo de Ariano. Nada dado a alardes, que consideraba una pérdida de tiempo —sólo quien es incapaz de corregir sus defectos siente la necesidad de convencer al mundo de que no tiene ninguno—, Hugh siempre había tenido la íntima convicción de que, donde fuera que lo llevasen, adivinaría en un abrir y cerrar de ojos en qué lugar de Ariano se encontraba.

Pero cuando el dragón, bajo las suaves órdenes de su jinete, descendió de los aires y se posó en suelo firme, Hugh echó un vistazo a su alrededor y tuvo que reconocer que, por primera vez en su vida, estaba desorientado. Jamás hasta entonces había visto el lugar donde se hallaban.

El mensajero del rey descabalgó del dragón, sacó una piedra luminosa de las alforjas y la sostuvo en la palma de la mano. Una vez expuesta al aire, la gema mágica empezó a despedir una luz radiante. Las piedras luminosas también despiden calor y es preciso colocarlas en algún recipiente. El correo se dirigió sin vacilar hacia una esquina del ruinoso muro de coralita que rodeaba el punto de aterrizaje. Allí se agachó y depositó la gema en una tosca lámpara de hierro.

Hugh no vio otros objetos en aquel patio desierto. La lámpara debía de haber sido colocada allí en previsión de la llegada del mensajero, o bien la había dejado él mismo antes de acudir a Ke'lith. La Mano sospechó que se trataba de esto último, sobre todo porque no había rastro de nadie más en las inmediaciones. Incluso la quimera había quedado atrás. Era lógico suponer, por tanto, que el correo había iniciado su viaje desde allí con la evidente intención de regresar. Hugh se deslizó al suelo desde el lomo del dragón, pensando que el hecho podía tener mucha, poca o ninguna importancia.

El correo levantó la lámpara de hierro. Regresó hasta el dragón, acarició su cuello orgullosamente arqueado y murmuró unas palabras apaciguadoras y reconfortantes que hicieron que la bestia se echara en el suelo recogiendo las alas bajo el cuerpo y enroscando la cola en torno a las patas. El dragón recostó la cabeza sobre el pecho, cerró los ojos y emitió un suspiro de satisfacción. Una vez dormido, despertar a un dragón es una tarea terriblemente difícil e incluso peligrosa pues a veces, durante el sueño, los hechizos de sumisión y obediencia a los que están sometidos se rompen por accidente y uno puede encontrarse ante una criatura confusa, airada y vociferante. Un jinete de dragones experimentado no permite nunca que su animal se duerma, excepto cuando sabe que hay algún mago competente en las inmediaciones. Un nuevo dato que Hugh apreció con interés.

Acercándose a él, el correo real alzó la lámpara y miró a la Mano con aire irónico, invitándolo a hacer alguna pregunta o comentario. Hugh no vio la necesidad de malgastar saliva haciendo preguntas para las que sabía que no habría respuesta y, en consecuencia, le devolvió la mirada en silencio.

El correo, desconcertado, empezó a decir algo, cambió de idea y exhaló suavemente el aire que había aspirado para hablar. Luego dio media vuelta con brusquedad sobre sus talones al tiempo que hacía un gesto a Hugh para que lo siguiera, y la Mano emprendió la marcha tras su guía. El emisario real lo condujo a un lugar que Hugh no tardó en reconocer, gracias a sus remotos y oscuros recuerdos de la infancia, como un monasterio kir.

Era un edificio antiguo, abandonado hacía mucho tiempo. Las losas del patio estaban resquebrajadas y, en muchos casos, habían desaparecido. La coralita había crecido sobre gran parte de los elementos arquitectónicos exteriores que seguían en pie, erigidos con la poco abundante piedra granítica que los kir preferían a la coralita, más común. Un viento helado ululaba a través de las estancias abandonadas, en las que ninguna luz ardía ni había ardido, probablemente, desde hacía siglos. Bajo las botas de Hugh crujían las ramas de unos árboles caídos y crepitaban las hojas secas.

Hugh la Mano, que había sido educado por la orden severa e inflexible de los monjes kir, conocía la ubicación de todos los monasterios en las islas Volkaran y no recordaba haber oído hablar nunca de ninguno que hubiera sido abandonado, de modo que el misterio de dónde estaba y por qué había sido conducido allí se hizo aún más oscuro.

El correo llegó ante una puerta de barro cocido al pie de un elevado torreón e introdujo una llave en la cerradura. La Mano miró hacia arriba pero no advirtió ninguna luz en las ventanas. La puerta se abrió en silencio, señal de que alguien solía acudir a aquel lugar, ya que las oxidadas bisagras estaban perfectamente aceitadas. Su guía se deslizó en el interior del torreón indicando con la mano a Hugh que lo siguiera. Cuando ambos hubieron cruzado el umbral del frío y ventoso edificio, el correo cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo de la túnica.

—Por aquí —dijo, aunque no eran necesarias demasiadas indicaciones puesto que sólo había un camino posible, y era hacia arriba. Una escalera de caracol ascendía por el interior del torreón. Hugh contó tres niveles, señalados por otras tantas puertas de adobe. La Mano empujó cada una de ellas a hurtadillas mientras subía, comprobando que todas estaban cerradas.

Al llegar al cuarto nivel, la llave de hierro reapareció en las manos del emisario frente a una nueva puerta de adobe. Delante de ellos se abrió un pasillo largo y estrecho, más oscuro que los Señores de la Noche. Las pisadas de las botas del guía resonaron en las losas del suelo. Hugh, acostumbrado a caminar en silencio con sus flexibles botas de cuero de suela blanda, no hizo más ruido que si fuera la sombra de su acompañante.

Hugh contó hasta seis puertas —tres a la izquierda y tres a la derecha— antes de que el correo alzara la mano y se detuviera ante la séptima. Una vez más, sacó la llave de entre sus ropas. La cerradura chirrió y la puerta se abrió sin esfuerzo.

—Entra —dijo el guía, haciéndose a un lado.

Hugh obedeció. No le extrañó oír que la puerta se cerraba tras él. Sin embargo, no se escuchó el ruido de la llave dando vuelta al pestillo. La única luz de la estancia procedía del leve resplandor que despedía la coralita del exterior, pero la débil iluminación era suficiente para sus penetrantes ojos. Permaneció inmóvil un instante, inspeccionando el lugar con detenimiento y advirtió que no estaba solo.

La Mano no tenía miedo. Bajo la capa de piel, sus dedos sujetaban con fuerza el mango de la daga, pero ésta era una precaución de sentido común en tal situación. Hugh era un hombre de negocios y supo reconocer al instante el escenario para una conversación comercial.

La otra persona presente en la sala era amante de ocultarse. Permanecía en silencio y se escondía en las sombras. Hugh no conseguía verla ni oírla, pero todos los reflejos que lo habían ayudado a sobrevivir a lo largo de cuarenta ásperos y amargos ciclos le decían que había alguien más en la estancia. La Mano olfateó el aire.

—¿Eres un animal, acaso, para olisquearme así? —inquirió una voz masculina, grave y resonante—. ¿Ha sido así como has sabido que estaba esperándote?

—Sí, soy un animal —replicó Hugh, lacónico.

—¿Y si te hubiera atacado?

La figura se desplazó hasta colocarse ante la ventana y Hugh vio recortarse su silueta contra el débil fulgor de la coralita. La Mano observó que su interlocutor era un hombre alto envuelto en una capa cuyo borde oyó arrastrarse por el suelo. La cabeza y el rostro de la figura estaban cubiertos por una cota de malla que sólo dejaba al descubierto sus ojos. Sin embargo, la Mano supo que sus sospechas habían sido acertadas. Ahora estaba seguro de con quién estaba hablando. Mostró la daga y respondió:

—Os habría hundido cuatro dedos de acero en el corazón, Majestad.

—Llevo la cota de malla —replicó Stephen, rey de las islas Volkaran y de las tierras de Ulyandia. Al parecer, no le sorprendía que Hugh lo hubiese reconocido.

En la comisura de los finos labios del asesino se formó una ligera sonrisa.

—La cota de malla no protege vuestra axila, Majestad. Levantad el codo. —Avanzando un paso, Hugh llevó sus dedos largos y finos a la abertura entre la coraza y la pieza que protegía el brazo—. Una estocada con la daga, aquí…

Stephen no parpadeó siquiera al notar el contacto.

—Tengo que comentar esto con el armero.

—Haced lo que queráis, Majestad —dijo entonces Hugh, sacudiendo la cabeza—, pero si un hombre está dispuesto a mataros, consideraos muerto. Y si ésta es la razón de que me hayáis traído aquí, sólo puedo ofreceros un consejo: decidid si queréis que vuestro cuerpo sea enterrado o incinerado.

—Habla el experto —murmuró Stephen, y Hugh captó el tono de ironía aunque no pudiera ver la sonrisa en el rostro cubierto de su interlocutor.

—Supongo que Su Majestad quería un experto, ya que se ha tomado tantas molestias.

El rey volvió el rostro hacia la ventana. Rondaba los cincuenta ciclos pero era fuerte, de constitución robusta y capaz de soportar increíbles penalidades. Se rumoreaba que dormía con la armadura para endurecer aún más su cuerpo. Desde luego, teniendo en cuenta la fama de que gozaba su esposa, tal protección no parecía superflua.

—Sí, eres un auténtico experto. El mejor del reino, según me han dicho.

Tras esto, Stephen guardó silencio. La Mano también era experto en interpretar lo que decían los hombres con los gestos, no con palabras, y aunque el rey tal vez creía enmascarar bastante bien sus agitadas emociones, Hugh observó que los dedos de su mano izquierda se cerraban sobre sí mismos y escuchó el tintineo metálico de la cota de malla que traicionaba el temblor que atenazaba al monarca.

Así solían reaccionar los hombres mientras tomaban la decisión de asesinar a alguien.

—También sé que tienes un extraño sentido del orgullo, Hugh la Mano —añadió el rey, rompiendo de improviso su prolongado silencio—. Te anuncias como una mano justiciera, como un instrumento de impartir castigos merecidos. Das muerte a aquellos que presuntamente han ofendido a otros, a aquellos que están por encima de la ley, a aquellos que mi ley, supuestamente, no puede tocar.

Su voz tenía un tono irritado, desafiante. Era evidente que Stephen estaba molesto, pero Hugh sabía que los clanes guerreros de las Volkaran y de Ulyandia sólo se mantenían unidos gracias a una argamasa de miedo y codicia, y no le pareció que mereciera la pena discutir el asunto con un rey que, sin duda, lo conocía a la perfección.

—¿Por qué lo haces? —Insistió Stephen—. ¿Es alguna especie de código de honor?

—¿Honor? ¡Su Majestad habla como un señor de los elfos! En Therpes, el honor no os serviría para pagar una comida barata en una taberna de mala muerte.

—¡Ah! ¿Es el dinero, entonces?

—¡El dinero…! Por un plato de asado, se puede tener a un asesino que apuñale a su víctima por la espalda. Esto les basta a los que sólo quieren ver muerto a su enemigo. En cambio, los que han sufrido algún agravio, los que han padecido a manos de otro… Éstos quieren que el causante de sus males sufra también. Quieren que su enemigo sepa, antes de morir, quién ha provocado su destrucción. Quieren que experimente el dolor y el terror que causó antes a su víctima. Y están dispuestos a pagar un alto precio por obtener esta satisfacción.

—Me han contado que tú llegas a correr unos riesgos extraordinarios, que incluso desafías a tus víctimas a un combate limpio.

—Si el cliente lo pide…

—…Y si está dispuesto a pagar, ¿no?

Hugh se encogió de hombros. La respuesta era tan obvia que no necesitaba comentarios. Aquella conversación no tenía sentido, no llevaba a ninguna parte. La Mano conocía su propia fama y su cotización. No necesitaba oírla recitar a otros, pero estaba acostumbrado a ella. Era parte del negocio. Como cualquier otro cliente, Stephen estaba buscando las palabras adecuadas para proponerle un trabajo y la Mano observó con sorpresa que, en tal situación, un rey no reaccionaba de manera distinta de la del más humilde de sus súbditos.

Stephen se había vuelto de espaldas y contemplaba el paisaje por la ventana, apoyando en el alféizar un puño crispado, enfundado en un guante. Hugh aguardó pacientemente, en silencio.

—No lo entiendo. ¿Qué razón puede tener quien te contrata para ofrecer a su enemigo la posibilidad de luchar por su vida?

—Quizá sea porque así obtiene una doble venganza, pues en tal caso no es mi mano la que abate a ese enemigo, Majestad, sino la de los antepasados de mi víctima, que ya no le brindan su protección.

—¿Y tú? ¿Crees eso también?

Stephen se volvió a mirarlo y Hugh captó el reflejo de la luz de la luna sobre la cota de malla que cubría la cabeza y los hombros del monarca.

Hugh frunció el entrecejo. Se llevó la mano a los mechones sedosos de la barba, que le caía del mentón peinada en dos trenzas. Nadie le había hecho jamás aquella pregunta, lo cual demostraba —al menos, así le pareció— que los reyes eran diferentes de sus súbditos. Por lo menos, aquél lo era. La Mano avanzó hasta la ventana y se detuvo junto a Stephen. Un pequeño patio a sus pies atrajo la mirada del asesino. Cubierto de coralita, el suelo del patio despedía un brillo mortecino y espectral en la oscuridad y Hugh observó, bajo la tenue luz azulada, la figura de un hombre inmóvil en su centro. La figura llevaba una capucha negra y empuñaba una espada de aguzado filo. Ante sus pies tenía un bloque de piedra. Hugh sonrió, al tiempo que retorcía los extremos de su barba.

—Yo sólo creo en una cosa, Majestad: en mi astucia y en mi habilidad. Veo que no tengo elección. O acepto el trabajo que me propondréis, o de lo contrario… ¿No es así?

—No. Podrás escoger. Cuando te haya expuesto eso que llamas «trabajo», podrás optar entre aceptarlo o negarte a hacerlo.

—… En cuyo caso, mi cabeza ya puede ir despidiéndose de la compañía de los hombros.

—Ese hombre que ves ahí abajo es el verdugo real. Es muy ducho en su trabajo. Será una muerte limpia y rápida, mucho mejor que la que te esperaba. Es lo mínimo que te debo por tu tiempo. —Stephen se volvió para mirar cara a cara a Hugh. Sus ojos, bajo la sombra del casco y de la cota de malla, eran oscuros y vacíos; no brillaba en ellos ninguna luz interior, ni reflejaban la del exterior—. Tengo que tomar precauciones. No puedo esperar que aceptes mi encargo sin conocer de qué se trata, pero revelártelo significa ponerme a tu merced. No puedo permitirme que sigas con vida, sabiendo lo que pronto voy a confiarte.

—Si me niego, os libraréis de mí por la noche, aprovechando las sombras, sin testigos. Si acepto, me veré prendido en la misma red en la que Su Majestad se debate ahora.

—¿Qué esperabas? Al fin y al cabo, no eres más que un asesino —replicó Stephen con frialdad.

—Y vos, Majestad, no sois más que un hombre que quiere contratar a un asesino.

Con una pomposa reverencia cargada de ironía, Hugh dio media vuelta sobre sus talones.

—¿Adonde vas? —preguntó Stephen.

—Si Su Majestad me excusa, llego tarde a una cita. Hace una hora que debería estar en el infierno.

La Mano se dirigió a la puerta.

—¡Maldición! ¡Acabo de ofrecerte salvar la vida! —exclamó el rey.

Al replicar, Hugh no se molestó siquiera en volverse:

—Un precio demasiado bajo. Mi vida nada vale, y no le pongo precio. ¿Y pretendéis que, a cambio de ella, acepte un trabajo tan peligroso que habéis tenido que poner a un hombre entre la espada y la pared para obligarlo a aceptarlo? Prefiero afrontar la muerte que me estaba reservada, antes que aceptar las condiciones de Su Majestad.

Hugh abrió la puerta de la estancia. Delante de él, cerrándole el paso, estaba el correo del rey. A sus pies tenía la lámpara de hierro cuya piedra difundía su luz hacia arriba, bañando un rostro de belleza delicada y etérea.

Hugh pensó: «¿Éste, un correo? ¡Tanto como yo un sartán!».

—Diez mil barls —dijo el joven.

Hugh se llevó la mano a las trenzas de la barba y las retorció, pensativo. Lanzó una mirada de soslayo a Stephen, que se le había acercado por detrás.

—Apaga esa luz, Triano —ordenó el rey—. ¿De veras consideras esto necesario?

—Majestad —Triano habló con voz respetuosa y paciente, pero en el tono de un amigo que da consejos a otro, no en el de un siervo que responde a su amo—, este hombre es el mejor. No podemos confiar este asunto a nadie más. Hemos efectuado considerables esfuerzos para hacernos con él y no podemos permitirnos perderlo. Si Su Majestad recuerda, desde el primer momento le advertí que…

—Sí, lo recuerdo —lo cortó Stephen. Después, guardó silencio, furioso. Sin duda, nada le habría gustado tanto como ordenar al «correo» que condujera al cadalso a aquel asesino. Era probable que, al llegar el momento, el propio rey quisiera blandir la espada del verdugo. El correo cubrió la luz con una pantalla de hierro, dejando la estancia a oscuras.

—¡Está bien! —gruñó el rey.

—¿Diez mil barls? —dijo Hugh, incrédulo.

—Sí —respondió Triano—. Cuando hayas terminado el trabajo.

—La mitad ahora y la mitad cuando haya terminado.

—¡Ahora, tu vida! ¡Los barls, después! —masculló Stephen entre dientes.

Hugh dio un paso más hacia la puerta.

—¡Está bien! ¡La mitad, ahora! —La voz de Stephen era un murmullo casi incoherente.

Hugh se volvió hacia el rey, hizo un gesto de asentimiento y formuló una pregunta:

—¿Quién es la víctima?

Stephen exhaló un profundo suspiro. Hugh escuchó un gemido ahogado en la garganta del monarca, un sonido vagamente parecido a los estertores de un agonizante.

—Mi hijo —declaró el rey.