Subo todas las semanas a Galilea, a acompañar a doña Ara y a llevarle de visita a la niña, a mi hija, que ya cumplió seis años.
Orlando, su tío Orlando, trabaja de día como gráfico en Somos y estudia de noche bachillerato técnico. Sigue siendo una fiera para todo, y es tanto lo que me ayuda que no sé qué haría sin él.
Sor María Crucifija fue a parar a un pueblo cafetero llamado Belén de Umbría. Dicen que anda de ermitaña y que pasa los días y las noches, enmontada y solitaria, entre una covacha de alimaña. De Sweet Baby Killer supimos que perdió la pierna y que camina con prótesis de palo, pese a lo cual se las arregla para ganarse la vida como estibadora en el puerto de Buenaventura. Marujita de Peláez sigue viviendo en Galilea, pero ya no usa capa azul ni de ningún color. El padre Benito murió hace un par de años, pero no de cáncer pulmonar debido a los Lucky Strike, como hubiera sido previsible, sino infartado a causa de tanta rabieta. El M.A.F.A. se desintegró porque casi todos sus miembros se fueron para Medellín, donde pasaron a engrosar las filas del narcotráfico.
Desde que llevé por primera vez a la Bella Ofelia a casa de las Muñís, las convirtió en sus adivinas de cabecera. El par de viejas la quieren y le preparan ungüentos para que conserve por siempre su piel de muñeca, y Ofelia, en retribución, no deja pasar mucho tiempo sin ir a visitarlas, y no toma decisiones en materia amorosa sin su asesoría.
Doña Ara teje colchas y carpetas de crochet, y de eso se mantiene. Vive su vida serenamente, ocupándose de Orlando y dedicándole a su nieta —mi hija— todo el amor que de niño no pudo darle a su hijo mayor. De éste no volvió a saber nada después de su desaparición; ni siquiera volvió a recibir sus mensajes, así que dio por terminada su labor de escribana.
Me tiene prohibido publicar los cincuenta y tres cuadernos antes de la fecha de su propia muerte, con excepción de los seis fragmentos que, después de mucho rogarle, pude incluir hoy entre estas notas. Menos aún ha querido entregárselos a la Iglesia, a pesar de que el propio arzobispo de Santa Fe de Bogotá subió hasta su casa a reclamarlos. No a la misma casa de antes, a otra distinta, porque doña Ara se mudó siete cuadras más abajo.
La casa anterior se volvió un santuario tan concurrido, que lo visitan hasta los presidenciables en campaña electoral.
Por todo el cauce de la vieja calle de Barrio Bajo sube ahora una amplia escalinata de cemento, con kioscos a lado y lado donde se venden medallas, estampas, oraciones y toda suerte de recuerdos del ángel de Galilea, muy reconocido hoy día por sacristanes, obispos y demás jerarquías eclesiásticas. Lo que más se vende son unos relicarios que contienen trozos de su verdadera túnica, y cuero de sus sandalias. Falsas reliquias y falsa memoria de quien no tuvo en vida ni camisa ni zapatos.
La escalinata de cemento desemboca en la mole de hormigón de la nueva basílica, construída sobre lo que fuera Bethel. Abajo, entre lo que queda de las grutas, en los cimientos de la basílica, habita una población subterránea de mendigos, drogadictos y gamines que subsisten de las monedas que les tiran los peregrinos. Hay otras novedades, como una central de buses para movilizar a los visitantes, y un par de pensiones para hospedar a los que vienen de lejos.
La basílica se llama del Santo Ángel, y tiene al lado del altar la representación en yeso de un muchacho blanco y rubio, con un par de alas gigantes que lo bajan del cielo, bata corta de romano, manto carmesí, corona de oro falso y un pie enfundado en sandalia griega que aplasta sin asco a una mala bestia. Detrás de la estatua, una banda electrónica —como las que anuncian en MacDonald’s los precios de las hamburguesas— va soltando, letra por letra, en bombillitos rojos, la retahila de los diez mandamientos, los siete sacramentos y las obras de misericordia.
Todo ese tinglado impresionante no tiene nada que ver con nosotros, y el ángel que tanto veneran no es el nuestro. Doña Ara, Crucifija, la niña y yo no cabemos en la versión oficial que le han montado. Tampoco Sweet Baby Killer, ni Marujita de Peláez. La cosa es que al nuevo párroco sólo le gustan las historias celestiales y doradas, y no quiere saber de nada, ni de nadie, que amarre al ángel de Galilea a esta tierra. Y menos si se trata de mujeres. Para creer en el ángel, la Iglesia tuvo que quitarle los afectos, la carne y los huesos, y convertirlo en una fábula sosa producida por su propia invención.
Por lo demás, el barrio ha cambiado poco. Salvo La Estrella, que tiene nuevos dueños y ya no se llama tienda sino supermercado. Aún no hay pavimento ni alcantarillas, y cada tanto, durante el invierno, el agua se lleva alguna casa.
Yo todavía trabajo para Somos. Sigo escribiendo las mismas tonterías, pero ahora me las pagan mejor. Vivo con mi hija, y me dedico a ella casi por entero. No he querido casarme, y aunque desde entonces han pasado por mi vida varios hombres, aún conservo en mí la nostalgia del ángel, generalmente en sordina, pero por momentos —como éste— tan fuerte que resulta enloquecedora.
No acabo de agradecerle a las gentes de Galilea, que me hicieron ver lo que mis ojos por sí solos no hubieran visto. No es fácil reconocer a un ángel, y sin ayuda me hubiera sucedido lo que a muchos, que lo tuvieron cerca y no se dieron cuenta.
Donde mi hija se encuentra verdaderamente a gusto es en Galilea. Con Orlando y una olla sube al cerro a hacer comiditas en hoguera; juega y pelea en la calle con los otros niños; a veces se me pierde durante horas, hasta que la encuentro dormida frente al televisor de algún vecino. Quiero decir que afortunadamente los habitantes del barrio la ven como a un niño más. Pero al principio no fue así.
Cuando iba a nacer, se juntaron por lo menos cincuenta o sesenta de ellos en el pabellón de maternidad de la Clínica del Country, con cirios y flores. Los demás quedaron pendientes arriba, en el barrio. Decían que se habían presentado todos los signos propicios: el número justo de estrellas en el cielo, el canto de la mirla a la hora indicada, la curva exacta en el cuncho del café.
Fue una verdadera conmoción, muy delirante, y los médicos y las enfermeras no entendían nada. Pero yo sí entendía, y agonizaba de angustia. Lo que la gente esperaba era el cumplimiento de la profecía, el nuevo eslabón de la cadena, el nacimiento del ángel hijo de ángel, como venía sucediendo hacia atrás por siglos y debía suceder hacia adelante.
Yo ya tenía la decisión tomada: me llevaría a mi hijo lejos, a otra ciudad, donde pudiera crecer sin el peso de ese estigma. Por supuesto, cuando supe que era niña mi alivio fue inmenso. En cambio la noticia cayó como un balde de agua helada sobre la gente de Galilea: quería decir que no se había cumplido la reencarnación, porque un ángel mujer les resultaba inconcebible.
La decepción fue grande, y rápidamente el barrio se olvidó de la niña y de mí. Bueno, no nos olvidaron, porque nos quieren bien, y nos aceptan. Digamos mejor que olvidaron los episodios pasados y el origen de la niña. Ella misma poco sabe de todo eso. Sólo le he dicho que su padre fue un ser excepcional, y que se llamó Manuel.
¿Cómo sé yo que se llamó Manuel? Me lo revelaron las Muñís. Me dijeron que el abuelo del ángel, además de ser hombre ruin, profesaba fanáticamente la religión, y que antes de venderle el niño a los forasteros, calmó su conciencia mandándolo bautizar. Le hizo poner el nombre de Manuel. Eso me revelaron las Muñís —mejor dicho Chofa, porque Rufa sigue sin abrir la boca— y yo resolví creerles. Les creí, primero porque Manuel significa El que está con Nosotros. Y segundo, porque al fin y al cabo no tenía presentación decirle a la niña que, por cosas de la vida, su padre no tenía nombre alguno.
Es una dicha que mi hija pueda crecer en condiciones normales, como lo que es, una niña sana y normal. Para mí es una criatura maravillosa, por supuesto, pero eso se entiende, porque soy la madre. También doña Ara la ve con ojos de abuela cada vez que murmura «¡Esta muchachita alumbra!». Nunca he detectado en ella ningún rasgo excepcional que la aparte del montón. Sobre todas las personas adora a su tío Orlando, colecciona cómics, odia las verduras, usa calculadora para hacer las tareas de aritmética, viste muñecas, es una obsesa del Nintendo. Aunque la bauticé con el nombre de Damaris, el mismo de mi madre, en realidad no le decimos así, porque no parece cuadrarle, y cada quien la llama por un apodo diferente. Es muy hermosa, hay que decirlo, pero no más que tantas otras que andan por ahí.
Sólo una cosa me inquieta en ella. Una sola cosa, que me desvela y me hace pensar: esa clarividencia abismal de sus ojos oscuros, que todo lo comprenden sin necesidad de palabras, y que, sin embargo, a veces uno creyera que miran pero no ven.