Permaneces despierta en la oscuridad de una noche quieta de septiembre. Guardas silencio y aguzas el oído. ¿Alcanzas a escuchar? Un rumor de alas, apenas un roce de plumas… El aleteo que altera levemente el aire… Esa es mi voz.
¿Te abraza un fulgor interno, tan tenue que apenas entibia tus entrañas? Es mi presencia diluida en el éter, que atraviesa el olvido y llega hasta ti. Desde las sombras del destierro te habla el ángel proscrito; vengo a susurrarte la gesta de mis antiguas batallas.
Soy lo que queda de Uriel Arcángel, antigua llama de Dios, incendio voraz que en su pasado de gloria calentó e iluminó los planetas y los corazones. Era yo quien mantenía el equilibrio de los universos creados y por crear. Era yo, y no otro, quien vagaba por llanuras azules meditando en el orden del mundo, ahora roto y librado a los tropeles del loco azar. De mí dependían las criaturas nacidas bajo el signo de la Libra; mis pasos resonaban por el hemisferio sur, hoy privado de mi tutela y expuesto a los rigores de la peste, el hambre y la guerra. Mi séquito estuvo compuesto por diez sabios colmados de ciencia, los cuales permanecían callados, sabiendo lo que tanto se olvida, que el no saber es la única ciencia.
Me ves reducido a esencia casi extinta: soy el rescoldo que respira bajo las cenizas. Sobrevivo, anónimo, clandestino, en el fervor de la multitud ignorante, tan sabia que alaba a los ángeles aunque no sepa sus nombres.
Te preguntas qué fue de mi grandeza de antaño. Quién apagó la luz que de mí intensamente brotaba, quién tiznó mi rostro de astro pálido, quién opacó mi traslúcida piel de alabastro y cortó los bucles que caían sobre mi espalda. Quieres saber cuándo empezaron mis guerras.
Sucedió por los tiempos en que los hombres resintieron la lejanía de Dios, recluido e inaccesible como Supremo Monarca en las alturas del cielo, y buscaron el amparo de los ángeles, a los cuales encontraron presentes en cada esquina de la tierra, partícipes de la naturaleza de todas las cosas, hasta de las mínimas, como los ratones y las agujas. Cada hombre y cada mujer pudieron confiar en un amigo con alas, y desde su primer instante de existencia, cada recién nacido sintió el aliento de un guardián sobre la cuna. También cada país, hasta aquéllos que no figuran en los mapas, y cada ciudad, río, riachuelo, montaña y lago, todos tuvieron su ángel tutelar. No hubo oficio humano que no contara con un bienhechor. Uno para los albañiles y otro para los pastores, uno para el soberano y otro igual para el vasallo, para el noble y el siervo de la gleba, para el músico y el saltimbanqui, para el caballero y también para su escudero, para el cazador de venados, la viñadora, la marquesa, la ordeñadora de cabras, la parturienta, la panadera.
Era el reino seráfico en la tierra, y yo, Uriel, ocupaba mi lugar junto a Miguel, Gabriel y Rafael en el sanedrín de los arcángeles mayores, en igualdad de jerarquía y equidistantes del trono: al norte Rafael, peregrino, patrono de viajantes y extranjeros, portador del nombre de Dios escrito en una tableta sobre su pecho, médico de enfermedades y reparador de heridas. Al oriente Miguel, guerrero imberbe y fogoso, cuyo grito de guerra es ¡Quién como Dios!, y cuyo enemigo, el Dragón, cae decapitado de un solo tajo de su espada. Al occidente Gabriel, mensajero, envuelto en ropajes soberbios, mencionado con tanta admiración en la Biblia como en el Corán, portador universal de las buenas nuevas. Y en el sur yo, Uriel, pensador y pirómano. El grande Uriel, llama de Dios, a quien Enoch, patriarca antediluviano mal tenido por apócrifo, reconoció el lugar más elevado en el firmamento, por debajo únicamente del Padre.
La multitud angelical que conmigo invadió la tierra fue bienvenida por los humildes y simples de espíritu, lo cual para otros fue motivo de alarma y descontento, habiendo quienes vieron con espanto nuestro dedo puesto sobre todos los seres y las cosas. ¡Panteísmo pagano!, gritaron los altos jerarcas de la Iglesia, carcomidos por los celos al sentirse desplazados. ¡Animismo herético!, exclamaron, inquisidores y desconfiados, los santos doctores, al sentir amenazado el protagonismo exclusivo de Jesús, Hijo de Dios.
Sobre mí, Uriel, entonces llamado el Grande, recayó la venganza de Zacarías, Papa, quien llevado del encono prohibió mi nombre, condenando a mis seguidores a la hoguera.
Pero el anatema y el castigo sólo atizaron las llamas, y la fe en mí se propagó hasta los confines del Sacro Imperio Romano, y todavía más allá, como incendio en los bosques secos del verano. Así mismo se multiplicó el número de mis enemigos, entre los cuales los hubo poderosos, como Bonifacio, santo y mártir, y los soberanos Carlo, el Magno, y Pipino, el Breve.
Se abatieron sobre mí las adversidades. El concilio de Laodicea, el sínodo de Soissons, el concilio germánico, resueltos a ganarme la contienda, reconocieron como nombres auténticos de ángeles sólo aquellos mencionados en las Escrituras, los cuales son únicamente tres, a saber, los de Gabriel, Rafael y Miguel, y en consecuencia sentenciaron que los demás eran apelativos de demonios, entre ellos el mío, Urielo, el cual cancelaron del conciliábulo de los cuatro mayores, y pusieron a encabezar el índice de los malditos, seguido por los de Ragüelo, Jubuelo, Jonia, Adimus, Tubuas, Sabaot, Simiel, Jejodielo, Sealtielo y Baraquielo.
Quienes invocaran a estos ángeles, u otros con nombres incógnitos, fueron declarados supersticiosos, excomulgados y condenados a muerte.
Miguel, Rafael, Gabriel: únicos tres que mantuvieron sus títulos y dignidades, mientras yo, el cuarto entre los grandes, pasaba a ser el primero de la horda proscrita. El papa Clemente III ordenó borrar mi imagen de Santa Maria degli Angeli, en Roma, y su ejemplo fue seguido por obispos y abades, con lo cual vino a suceder que en mosaicos y frescos quedé reducido a anónimo borrón de estuco, al lado de la grandeza reconocida y eterna de Miguel, de Gabriel, de Rafael.
El teólogo Giosseppe de Turre quiso justificar tales atropellos señalando el peligro que resultaba del hecho de que cualquier creyente pudiera nombrar a los ángeles con vocablos inusitados, creados arbitrariamente por su propia voluntad.
Lo que en verdad temían Giosseppe de Turre y los demás teólogos era perder autoridad y mando sobre las creencias de las gentes. Temían también que nosotros, ángeles del Señor, siendo casi tan perfectos como el propio Señor, casi tan dotados de belleza, poderes y atributos, llegásemos a igualarle, o aun a sobrepasarle.
Llevados por sus odios y sus miedos, los jerarcas persiguieron a quienes llamaron idólatras hasta teñir de rojo bosques y ejidos del sur de Francia. En el Valle del Lico quemaron las cruces y echaron abajo los santuarios erigidos en mi honor. Llevaron a la hoguera a cientos de mis devotos, quienes murieron con un grito en los labios: Non moritur Uriel!
Pese a todo, perduro. La sangre y el fuego no lograron borrarme de la tierra. Sobrevivo, como el rescoldo bajo la ceniza, en las mínimas reliquias que burlaron la censura, y que hoy le hablan al iniciado de mi paso por el mundo:
Estoy presente en el himno de san Ambrosio, que solía rezar a grandes voces, «Non moritur Gabriel, non moritur Raphael, non moritur Uriel».
En una lámina de plomo para alejar el tumor maligno hallada en las cercanías de Arkenise.
Entre los coptos, que aún celebran mi fiesta cada quince de julio.
En el Canon Universalis de los etíopes.
En los calendarios orientales.
En letanías y exorcismos medievales difundidos por Siria, Pisidia y Frigia, de los cuales se conservan fragmentos inconexos.
Como guerrero de rasgos orientales puedes encontrarme en las penumbras doradas de la Capella Palatina de Palermo.
Estoy presente en Sopó, blando de carnes, cortesano de porte y de mirar ambiguo, en un óleo colonial cuyo pintor anónimo quiso ataviarme en terciopelos, y colocarme en la diestra un espadín de fuego.
Habito tenuemente, desdibujado ya, casi ido, en estas páginas manuscritas, en las cuales tú, mujer de Galilea, haz querido proteger el latido agónico de mi sangre.
Por tanto en ti perduro, y a ti recurro en esta callada quietud de septiembre. De mí queda poco, pero estoy aquí. Seré sombra propicia que ronde tus días. Agua fresca que alivie tus horas de espanto. Perro fiel a tu vera, a lo largo del camino. Flecha que indique por dónde, cuando te llegue el momento de partir.
Mujer: ponte de rodillas. Extiende los brazos, como ramas de árbol. Desocupa tu casa y abre la ventana, para que este desecho de arcángel, que huye espantadizo, entre sin miedo y encuentre un refugio donde pueda arder, secreto y discreto, como un fuego fatuo.
Repite conmigo la letanía de Ambrosio, y sálvame de la nada: Non moritur Uriel! Non moritur Uriel! Non moritur Uriel!