Pero ninguna semana se cancela por decreto, ni se borra de una vida como un texto de la memoria de un computador. Y menos que menos ésa, sagrada y alucinada, que terminó la noche del domingo pero que repercutió de tan profunda manera en el resto de mis días. No hay nada que hacer: no hay paso andado que no deje huella.

Y dejando huellas, en los demás y en mí, fue como ese domingo abandonó mi ángel su barrio natal de Galilea para recorrer a pie el territorio comprendido entre los parajes guerrilleros del páramo de Cruz Verde y el pueblo tranquilo y calentano de La Unión, enardeciendo y arrastrando a su paso multitudes, hasta desaparecer definitivamente en el cruce del río Blanco con el río Negro, en un gran final desconcertante que según muchos fue muerte violenta a manos militares o paramilitares, y según los más fue auténtico ascenso en cuerpo y alma al cielo.

Ahora que todo lo suyo tiene clasificación y nombre, han dado en llamar a esos siete meses —porque no fue más lo que duró su deambular— su época de vida pública. Que fue la más gloriosa en la historia de mi ángel, y que coincidió con la más difícil de mi embarazo.

Pero para avanzar en orden cronológico debo remontarme al principio del fin, cuyo mecanismo se disparó en Galilea la noche en que el toque de queda congeló sus calles, mientras el resto de la ciudad mantenía, como si nada, su ritmo apocado de día festivo.

Ya había dejado a mi amiga Ofelia en su casa y regresaba a la mía, a la hora en que las familias toman café con leche y se adormecen frente al televisor. Los semáforos de la carrera séptima alternaban religiosamente su verde, su amarillo y su rojo a pesar de que el escaso tráfico los ignoraba en cualquier color, cuando una súbita y terrible revelación, a la altura de la calle 59, me arrancó del limbo sentimental que me traía arrullada. No era cierta la cómoda idea de que un rato antes, bajo la lluvia que empezaba a caer, yo hubiera tomado la serena decisión de olvidarme de mi amor. La verdadera verdad se disparaba ciento ochenta grados en otra dirección, porque era él quien ya desde antes me había abandonado a mí. Pese a las apariencias, al ángel no lo manejábamos, ni yo, ni Crucifija, ni el M.A.F.A., ni nadie. Él no le pertenecía a ninguno de nosotros, ni siquiera a Ara, y no era tanto que nos necesitara sino que nosotros, cada uno a su manera, nos aferrábamos a él. Aunque me doliera no debía confundirme: su destino no estaba, ni había estado nunca, en mis manos. Sólo él tenía claros sus caminos sobre la tierra y su empeño en recorrerlos ni me tenía como meta, ni se limitaba al alcance de mi voluntad.

Di un paso más y llegué a dudar de lo que antes había dado por descontado, que en algún momento me hubiera querido, o sentido algún tipo de apego hacia mí, o inclusive que hubiera sido consciente siquiera de mi existencia, o que en la levedad de su memoria aún gravitara mi recuerdo.

Este brusco cambio de percepción me hizo pasar del papel de desertora al de abandonada, de victimaria a víctima, y el despecho arrancó a reverberarme por dentro, cáustico y cruel.

Empecé a atormentarme pensando cómo recuperarlo, cómo impedir su huida, no sé con qué autoridad si unos momentos antes había sido la primera cómplice al asentir con alivio a que todo desapareciera como en un truco de prestidigitación.

Pero las cosas no eran tan así, nunca son tan así, y por eso digo que en la vida se impone, nos guste o no, la ley de las consecuencias. Unos minutos después, al llegar a mi casa, encontré sentado en la puerta del edificio, con los ojos encapotados por el sopor de una larga espera, ni más ni menos que al gran Orlando. Y con él reaparecían los eslabones perdidos de mi historia de amor, y la realidad momentáneamente interrumpida recuperaba su curso.

Resultó ser que hacia el mediodía la señora Ara había enviado a Orlando para que permaneciera conmigo mientras ella y el ángel se vieran obligados a rondar prófugos por el cerro, y él había esperado mi llegada, sentado en su escalón de granito, con la paciencia y la inmovilidad de estilita que los pobres están acostumbrados a practicar desde niños.

Pero además Orlando no venía solo, sino que traía consigo un costal pesado, con su ropa, creí a primera vista, pero que en realidad contenía los cuadernos de su madre. Todos los cincuenta y tres cuadernos Norma con los dictados del ángel, completos, intactos, salvados de la catástrofe y milagrosamente puestos en mis manos cuando ya daba su pérdida por irremediable.

No los había quemado el padre Benito ni decomisado el oficial del bigote: la misma Ara me los enviaba, considerando que en mi casa estarían seguros. Abracé esos cuadernos como si fueran reliquia, la última astilla recuperada de la auténtica cruz de Cristo, porque yo, que acababa de perder a mi ángel, al menos poseía, por primera vez, su voz. Ahora que lo pienso me doy cuenta de que ésa fue la primera vez, pero no la última, en que yo me aferré a la literatura y en cambio dejé pasar de largo la vida, llevada tal vez por los primeros síntomas de un cansancio que marcaría el fin de mi juventud.

En mi nevera no quedaban sino unas salchichas más o menos verdes que Orlando devoró bajo la presentación de perros calientes mientras me contaba, en su mejor estilo catarata, los sucesos de la tarde. Describía dos y tres al tiempo, acompañando las palabras con ruidos onomatopéyicos, los ojos ya despiertos y despidiendo estrellitas, y yo tenía que hacerle repetir para encontrarle coherencia al frenesí. Al principio me contó la llegada del ángel al barrio que ya le había escuchado a Marujita.

—Esa parte me la contó Marujita de Peláez —le dije.

—Entonces desde dónde quiere que le cuente.

—Sé cómo apareció el ángel, lo que no sé es cómo desapareció.

—¿Quiere que le cuente entonces lo de la cancha de fútbol?

—Eso.

—Pues que cuando los del ángel ya iban llenando la cancha, tácate, ahí fue, se agarraron con la chusma del padre Benito, encabezada por los del M.A.F.A., que eran los más fieros y empeñados en no dejarlos pasar.

—Eso se veía venir…

—Y mi mamá desesperada, que mi hijo, que me lo matan los del M.A.F.A., que no le hagan daño que él es inocente, pero los del M.A.F.A. como si nada, cada vez más alzados.

—¿Le hicieron algo? Dime, ¿le hicieron algo al ángel? —preguntaba yo, pero Orlando no atendía interrupciones.

—Y cuando ya temíamos lo peor, ta ta ta tan, apareció Sweet Baby Killer abriéndose camino por entre la pelotera, les cascó a los del M.A.F.A. y se cargó el ángel al hombro, y lo sacó de allá repartiendo patadas y puñetazos, ¡pum!, ¡chas!, ¡toma ésta!, ¡y toma otra!, le daba a todo el que la quería atajar, y así se lo trajo a casa sano y salvo, mejor dicho sin un rasguño.

—¿Entonces por qué no se quedaron allá? ¿Por qué se fueron al monte? —yo necesitaba que me hablara de motivaciones contundentes que palearan mi desengaño y me devolvieran las esperanzas—. ¿Por qué huyeron al cerro?

—Porque cuando nos fuimos a dar cuenta la tomba invadió el barrio, haga de cuenta cien policías, o tal vez mil, dizque a disolver el motín a bolillo, tas, tas, yo vi a uno al que le dieron por la cabeza, ¡agghhh!, y los del M.A.F.A., que en medio de todo son gallinas, corrieron a refugiarse en la iglesia, en cambio los del ángel sí dimos la pelea, y echamos para arriba y nos atrincheramos en las Grutas de Bethel, que es haga de cuenta una fortaleza subterránea.

—¿Quiénes se atrincheraron en las grutas?

—Pues todos nosotros, los de Barrio Bajo.

—¿Y se agarraron con la policía?

—Claro, a piedra limpia, viera qué lluvia de piedra tan sensacional, lástima que se la perdió, Mónita, y hasta llantas incendiadas echamos a rodar.

—¿Y el ángel? ¿A todas éstas qué pasaba con el ángel?

—Nada, él no participaba. Pero entonces cundió el pánico porque alguien empezó a gritar. Al principio fue sólo alguien, pero después gritábamos todos.

—¿Qué gritaban?

—Gritábamos ¡ábranse, que la tomba trae gases!, ¡nos van a asfixiar entre estas cuevas!

—¿Y qué hicieron?

—Nos fuimos escapando por unas salidas que las grutas tienen hacia atrás. Nos dispersamos por el monte, y ahí sí la tombamenta se quedó viendo un chispero, porque a la gente enmontada no la encuentra ni Mirús.

—¿Y el ángel? ¿Qué pasaba con la señora Ara y con el ángel?

—Ya le dije que nada.

—¿Pero dónde estaban?

—Estaban en el monte, y allá estarán todavía, con los vecinos de Barrio Bajo.

—Es que no entiendo. Cuando terminó la pedrea, ¿por qué no volvieron a sus casas?

—Cómo se le ocurre, ¿no ve que los tombos son resentidos y no perdonan? Y sobre todo, por un mensaje que nos mandaron desde La Estrella.

Al día siguiente, después de asistir a un comité de redacción en el que ni supe qué dijeron, me apunté para entrevistar a un narcotraficante rehabilitado que financiaba una clínica para toxicómanos; esto me permitiría volarme después a Galilea aprovechando la última paloma en el jeep de Harry, que regresaba esa tarde.

Allá me encontré con que la realidad iba volviendo poco a poco a ocupar su lugar. Verifiqué personalmente con el dueño de La Estrella, que ya estaba otra vez detrás del mostrador, el contenido del mensaje enviado a Ara, el cual suponía menos dramático de lo que lo había pintado el hiperbólico Orlando, quien hablaba de asociación para delinquir y conspiración inatajable por parte del padre Benito y los del M.A.F.A. para asesinar al ángel.

Lo que había ocurrido era que inmediatamente después de la pedrea seis de los muchachos del M.A.F.A. se habían dejado ver en La Estrella tomando cerveza y contando dinero, y jactándose de que habían echado del barrio al ángel y a sus fanáticos y no los dejarían regresar. «Ya es hora de que ese angelito vuelva al cielo», me dijeron que decían.

Los testigos de aquello interpretaron esas palabras como amenaza de muerte, y atando cabos dedujeron que el padre Benito habría contratado al M.A.F.A. para que la pusiera en práctica, y además para garantizar la permanencia en el exilio del resto de la oposición. Versión que no estaba lejos de la de Orlando.

Pienso que es más o menos en este punto cuando esta historia deja de serlo para volverse leyenda. O que, para mí, pasa de ser sucesión corta y vertiginosa de hechos, para convertirse en prolongada y monótona nostalgia.

Recuerdo bien que ese lunes en La Estrella, al día siguiente de la fuga del ángel al cerro, yo había tomado la inquebrantable decisión de partir tras él, de buscarlo donde fuera y seguirlo hasta el fin del mundo. Renunciaría a todo, me arrojaría de cabeza a la nada con tal de no perderlo. Recuerdo que a tomar tal decisión me había movido sobre todo el despecho, palanca más poderosa que el amor, pero también más engañosa. Lo que ya no puedo detallar con precisión es el trazo del laberinto de aplazamientos y pretextos —todos tan menudos y ordinarios como tramitación de permisos laborales, indisposiciones de estómago, tomas de la carretera por parte de la guerrilla o falta de dinero para dejar pago el alquiler— en cuyos vericuetos empecé a refundir mi decisión.

Lo cierto es que cuando llegó el obstáculo definitivo, ya había dejado escapar en la práctica al amor de mi vida por andar atrapada en las mínimas certezas de la cotidianidad. De esto me doy cuenta clara ahora pero no lo sabía en ese momento, porque todavía tenía el morral armado y listo para el gran viaje el día en que una papeleta, al tornarse violeta al contacto con la orina, me dio lacónica notificación de mi embarazo.

Al principio la cosa fue fatal, y yo vomitaba tanto que más que embarazada parecía posesa. Se me iba el día en llorar, mi jefe sospechaba, mis pechos se hinchaban, Ofelia me recriminaba el haber hecho el amor sin tomar precauciones.

—Mentiras, no he dicho nada —comentó un día—. No tienes la culpa. Al fin del cuentas, ¿a quién se le ocurre advertirle a un ángel que se ponga condón?

Entre llantos y vómitos, me iban llegando de aquí y de allá noticias del padre de la criatura. Las traían los vecinos de Barrio Bajo, que lo habían acompañado en sus correrías convertidos en ejército hambriento, desarmado y zarrapastroso, pernoctando en guaridas y cambuches, alimentándose como las aves del Señor, y que poco a poco, por grupos, iban regresando a sus casas, primero los más audaces, después los que en el pasado habían estado menos comprometidos con el ángel y tenían por tanto menos deuda con el M.A.F.A., finalmente los derrotados por la vida nómade, que decidían encarar los peligros del barrio con tal de recuperar su hogar.

Al principio contaron cosas simples, como que el ángel había comido guayabas verdes a la salida de Punta del Zorro, o carne de chivo en una fritanguería de la plaza de Choachí. Eran anécdotas plausibles, como que había apaciguado un toro bravo en un potrero de la finca de Miguelito Salas.

Pero a medida que crecía su audiencia empezaron a hablar de él en términos cada vez menos personales y más mitológicos, como si se tratara de Superman o Pablo Escobar, y a relatar la crónica de sus prodigios: sólo él resistía desnudo las heladas del páramo, su cuerpo no conocía el hambre ni el cansancio, su dulzura inundaba los valles, su luz alumbraba los caminos, su paso dejaba un reguero de estrellas.

Aunque más de una vez tuve datos bastante exactos sobre su paradero, y aún ardía en deseos y ansiedades de reunirme con él, esa posibilidad se me fue haciendo cada vez más remota porque el niño, pese a mi violenta reacción psicosomática, se iba instalando en mí con tan sorprendente aplomo y tan incondicional confianza, que ni por un momento me permitió considerar la interrupción del embarazo. Así sucedió que me fui montando, sin darme cuenta, en una dinámica acogedora y casera de tejer saquitos, tomar pastillas de hierro y calcio y pintar paredes de azul cielo, que no parecía compatible con agotadoras peregrinaciones nocturnas por el filo de una montaña bajo un aguacero.

Después fue gente extraña, que juraba haber sido testigo de la gloria del ángel, la que empezó a dar cuenta de sus hazañas. Por primera vez oí hablar de sus milagros: habría salvado a la población de Santa María de Arenales de una inundación, habría hecho caer maná del cielo sobre el pueblo famélico de Remolinos. Algunos de los hechos que le atribuían eran ambiguos o de difícil interpretación, como la vez que, según las buenas lenguas, habría castigado a una mujer infiel infligiéndole una marca incandescente en la frente, o el domingo soleado en que dejara ciegos a unos campesinos que lo miraban con arrobamiento. Todo lo cual sólo iba en aumento de su prestigio, porque ante los ojos sin malicia de los crédulos, tan milagroso es el hecho de que un ciego vea, como que un vidente deje de ver.

Aunque suene sorprendente, de las mujeres incondicionales de la junta la primera en abandonarlo fue la que más desesperadamente lo quería: la señora Ara.

—Me vine por Orlando —me confesó a su regreso con una voz que era puro dolor—. Para ocuparme de él como Dios manda. Por seguir a un hijo al que nunca he tenido, estaba abandonando al que siempre ha estado ahí.

La siguió Sweet Baby Killer, quien cuidó del ángel minuto a minuto con la más humilde de las dedicaciones y la más perruna de las lealtades, hasta que una herida infectada en una pierna le degeneró en gangrena y finalmente en gusanera blanda y fétida, impidiéndole dar un paso más detrás de él.

De sor María Crucifija se contaba que había aprovechado la ausencia de las otras y la falta de controles para apropiarse del ángel y manejar su imagen pública en beneficio propio. Que se había destapado como caudilla intransigente y dogmática, tan dueña y manipuladora de la verdad extraoficial como lo había sido el padre Benito de la verdad oficial. Se decía que en nombre del ángel arengaba a sus seguidores con un discurso contradictorio, a la vez grandioso y ridículo, honestamente rebelde y patéticamente retórico.

Pero pese a la fama negra que pronto la rodeó, y que todavía se asocia a su nombre, cuando miro hacia atrás debo reconocer que sor María Crucifija cumplió con su misión. Todo ángel debe tener un profeta en la tierra, para que lo anuncie y lo interprete ante los seres humanos, y así como contó Yahvé con Jesucristo, y Alá con Mahoma, así el Ángel de Galilea la tuvo a ella. Está claro que mi ángel no tuvo nunca interés en ser alguien, y es probable que, de no haber sido por María Crucifija, efectivamente no hubiera llegado a ser nadie.

También a Crucifija le llegó la hora de desaparecer de esta historia, lo cual ocurrió cuando fue despojada de su autoridad por el Decimotercer Frente de las Farc, la guerrilla insurgente dominante en la zona, que resolvió darle al ángel el título honorario de comandante en jefe y arrastrar con él, echándolo por delante para que ablandara el alma de los campesinos y le abriera espacios nuevos a su labor proselitista.

Pero tampoco la guerrilla logró encauzarlo por mucho tiempo, porque él se las arregló para dejarla atrás y seguir siempre solo, siempre más lejos, sin voltear a mirar ni parar a descansar, empujado por su fortaleza sobrenatural y guiado por la estrella indescifrable de su destino.

Alguna vez, ya muy avanzado mi embarazo, llegó a oídos de la señora Ara la nueva de que su hijo se encontraba acampando, junto con sus huestes, en una específica vereda del pie de monte llanero, llamada, quién sabe por qué, Fuente Leones. Dio la casualidad de que un tío mío tenía una finca cerca de ese lugar y nos la prestó para pernoctar, así que nos animamos a salirle al encuentro al ángel.

Logramos verlo, más maduro y robusto que antes y más solitario que nunca, en medio de un paisaje rocoso y dramático de vegetación verde esmeralda, nubes violetas y sombras moradas, pero sólo de manera anónima y a la distancia, porque entre él y nosotras se interponía una masa compacta y ululante de fanáticos que no permitía el acceso. Tampoco nos hubiéramos acercado, de haber podido, por no interrumpir la intensidad de su trance místico, que lo sostenía erguido y tenso sobre un peñasco afilado, peligrosamente inclinado su cuerpo magnífico hacia el abismo, sordo a las adulaciones, desentendido de sus adoradores, desconfiado de su propia divinidad, ajeno por completo al poder y a la gloria, entregado el pelo negro a los vientos y la mirada perdida en los fulgores del ocaso.

No voy a negar que al contemplarlo volvió a crepitar el incendio en mi corazón. Pero no di ni un solo paso hacia él, ni uno solo. Noli me tangere, gritaba desafiante e imperativa su boca muda, sus ojos ciegos, todo su ser. Y yo supe entender su mensaje, «No quieras tocarme», y muriéndome por dentro supe obedecer.

Fue la última vez que lo vi. Poco después habrían de sobrevenir los nunca aclarados eventos que determinarían su desaparición, en el cruce del río Blanco y el río Negro, justo en el lugar donde hoy puede verse un tosco santuario de piedra erigido en su honor.