La vida hace las cosas a su manera y como le viene en gana, y por más que pretendamos planificar y anticipar, es ella la que decide por nosotros. Así quedó demostrado el domingo, a las tres de la tarde.

A esa hora habíamos acordado encontrarnos en el asilo Ara, Ofelia y yo, que debía presentarme con el jeep de Harry, para llevar al ángel de vuelta a Galilea, en caso de que doña Ara se obstinara en hacer cumplir las condiciones que había impuesto al dejarlo. De todas maneras, Ofelia y yo íbamos a plantearle la posibilidad de someter a su hijo, durante algunos meses, a un tratamiento psicológico y médico sistemático. La verdad es que yo ya no estaba entusiasmada con esa idea, y tal vez Ofelia menos aún, pero ambas sentíamos que lo justo era dejar la decisión en manos de la madre.

Llegué retrasada, hacia las tres y veinte, porque había salido tarde de la peluquería, de hacerme un baño de aceite, tintura de rayitos, despunte y otra serie de cuidados que requiere mi pelo, que me quita más tiempo que un hijo bobo. O que un novio bobo, tal vez venga más al caso decir.

Al llegar no encontré a doña Ara, y ése fue el primer indicio, en el momento no registrado por mí, de que la realidad empezaba a rehuirme. Ofelia vino hacia mi taconeando sobre los baldosines de marras —de los que he dicho que encerraban en su diseño la clave secreta de una fuga— y desde lejos noté la descompensación en sus facciones de medallón antiguo.

—Se fue —me dijo.

—¿Quién se fue?

—El ángel. Hoy a la madrugada o ayer por la noche. Se voló.

—¡¿Cómo?!

—Nadie sabe cómo. Esto es muy vigilado, muy encerrado, salir de aquí sin autorización no es fácil, digamos que en teoría no es factible. Pero él lo logró. A las siete de la mañana una auxiliar de enfermería se dio cuenta de que faltaba. Hubo conmoción y lo buscaron por todos lados, hasta en el tejado, pero no. No sabemos nada de él.

—¡No puede ser! ¡Ay, Dios mío! ¿No estará por ahí, encerrado en un baño, debajo de una cama, algo? ¡Hay que encontrarlo, Ofelia, como sea! ¿Qué le vamos a decir a la mamá? ¿Qué se nos refundió su hijo? ¡Esa mujer se muere donde le pase la misma tragedia por segunda vez!

—Cálmate. ¿Tienes el jeep? Ven, vamos por él, no puede estar lejos. Ya llamamos a la policía y llevamos la mañana entera buscándolo, pero a pie no rinde. Con el jeep va a ser más fácil.

—¿Cómo es posible que no me hayas avisado antes? A estas alturas quién sabe dónde estará, o qué le habrá pasado, ya lleva muchas horas vagando por ahí. Ay Dios mío perdóname, culpa mía, culpa mía, ¡por qué será que todo, siempre, es culpa mía!

—Lo supe hacia las ocho y me vine enseguida. Te llamé muchas veces, pero tú…

—Es cierto, maldita sea, salí a montar en bicicleta temprano. Vamos. No perdamos más tiempo. ¿Te das cuenta? —dije anonadada—. Va a ser como encontrar una aguja entre un pajar. O como recuperar un anillo en el mar… ¿Por qué no? ¡Tú puedes, Ofelia! —la animé, súbitamente montada en una racha de optimismo—. Si lo hiciste antes, lo puedes volver a hacer…

Salimos las dos como locas y empezamos a recorrer las calles aledañas, preguntando en todo almorzadero, parqueadero, montallantas, chuzo de fotografía instantánea, inquilinato de mala muerte y ventorrillo ambulante. Lo buscamos, exponiendo el pellejo, hasta en las ollas tétricas de bazuco en la calle del Cartucho, y cada que Veíamos un lumpen tirado en la acera, entre un zurullo de harapos, revisábamos que no fuera él. Mi pena, que era horrible, se veía pequeña si pensaba en la de Ara: durante sus diecisiete años de búsqueda, cuántas veces no habría pisado estas mismas esquinas, ahogada en una ansiedad aún mayor, empujada por una esperanza todavía más mustia.

En el nerviosismo del operativo de rescate me atacó una habladera imparable y deshilvanada, en cuyo estribillo insistía en que éste era un día de calamidades para mí.

—Apenas me levanté —le conté a Ofelia— fui a echarle alpiste al canario de Harry, y adivina qué, lo encontré muerto.

—¿Muerto?

—Muerto. Patas arriba en la jaula, tieso como un zapato. Harry va a creer que no le di de comer, o que le di demasiado. Qué vergüenza.

—Cómprale otro y se lo cambias, no se va a dar cuenta.

—¿Tú crees?

—Todos los canarios son iguales. Además no te preocupes, que en el fondo es un excelente augurio. Tira el cadáver entre agua corriente y olvídate de eso, que nada daña tanto la suerte como un canario enjaulado.

Mi ángel se había esfumado sin dejar huella. La ciudad hambrienta lo había devorado, lo había envuelto en su cobija sucia, y ya no sabíamos que más hacer para que lo devolviera. ¿Qué posibilidades de sobrevivir tenía un ángel de Dios en esta Bogotá de espanto, que atesora basura en las esquinas y ene enes en los baldíos? Una entre diez, tal vez, o una entre cien.

Hacia las cinco de la tarde, ya al borde de la derrota, se me ocurrió un último recurso desesperado: traer al centro a toda la gente de Barrio Bajo y ponerla a buscar al ángel, cuadra por cuadra, organizada en brigadas y coordinada desde un cuartel general que sería el asilo. Doscientas o trescientas personas lograrían lo que no podíamos hacer dos.

A Ofelia la cosa le pareció absurda.

—Es una empresa ciclópea —dijo—. Como la construcción de las pirámides.

Pero como no presentó alternativa de recambio, volvimos al asilo a buscar a Ara, para proponerle mi plan de emergencia, íbamos llegando cuando mi ojo detectó, a unos cincuenta metros de distancia, un objeto inconfundible, del que no podía haber sino un ejemplar en todo el mundo: la capa de terciopelo azul rey de Marujita de Peláez, que avanzaba hacia nosotras flotando sobre los hombros de su dueña.

—¡Señorita Mona! —gritaba—. ¡Bendito sea Dios!

—¡¿Qué pasó?!

Marujita de Peláez nos alcanzó, pero no podía hablar por el agite de la carrera.

—¡Díganos qué pasó, mujer!

—¡Que el ángel llegó esta mañana al barrio, y lo seguía muchisísima gente!

—¿El ángel? ¿El ángel nuestro? ¿Llegó sano y salvo al barrio? ¿Cómo? ¿Cuándo?

—Esta mañana, señorita, hacia las once de la mañana. Llegó tan divino que semejaba una aparición, y no venía solo, sino en medio de una multitud que se había ido pegando a su paso y que caminaba detrás de él, glorificándolo y alabándolo.

—¿Quiere decir que caminó desde el asilo hasta Galilea?

—Así parece, señorita Mona, y según cuentan los que venían con él, fue atravesando todos esos barrios de la montaña hasta que llegó arriba, arrastrando a su cantidad de fieles.

—¡No puede ser!

—Sí, señorita, así es, tal cual oye. A ratos caminaba y a ratos se dejaba llevar en hombros, por unos que gritaban ¡que viva el ángel del Señor!, y por otros que contestaban ¡que viva! A él se lo veía contento, en la pura mitad de todo, como si supiera que tanto festejo era en su honor. Pero como no venía ni con la señorita Mona ni con la doctora Ofelia, y como la señora Ara tenía con sus personas una cita a las tres, ella me mandó a que viniera y les avisara que el ángel ya estaba allá, por si no sabían y se preocupaban.

Abracé a Ofelia y luego a Marujita, entre dichosa por la noticia y amargada con mi ángel, que me había hecho pasar tan mal rato, y volví a abrazar a Ofelia mientras le repetía:

—¿Viste? ¿No te dije? ¿No ves que cada vez que se escapa, vuelve a su casa?

Hice que Marujita abordara el jeep al vuelo.

—Nos vamos ya para Galilea —anuncié—. Ofelia, ¿nos acompañas?

—Vamos. Sólo espérame un segundo aviso en el asilo para que no lo busquen más.

Al contrario de lo que suponíamos, llegamos a una Galilea sin gente, definitivamente vacía, como sólo pueden estarlo los lugares que poco antes estuvieron repletos, y sumida en un silencio tenso, falso, extendido como una capa de pintura sobre el estrépito anterior. Calle por calle buscamos sin éxito a las multitudes desaparecidas.

—Aquí pasó algo muy raro —comentamos.

Vimos a un grupo de policías que patrullaban armados, avizores y eléctricos, como temiendo que en cualquier momento los sorprendiera una pedrada en la nuca. Frente a nosotros cruzó como una sombra un muchacho con la cabeza agarrada a dos manos y la cara bañada en sangre.

—Aquí pasó algo espantoso…

La cancha de fútbol, cubierta de piedras, botellas rotas y zapatos nones, era el núcleo de la desolación, el campo abandonado de alguna guerra perdida.

—Aquí estaban —decía Marujita de Peláez, frotándose los ojos para que no le jugaran malas pasadas—. Juro por Dios que aquí mismo los dejé, al ángel y a toda su gente…

Vimos a otros policías que atravesaron la cancha con cautela, como temiendo hacer ruido con las botas.

—Juro que aquí los dejé, y eran muchísimos.

A mí esta Galilea desértica me traía a la memoria la del día de mi llegada, pero peor, porque ahora ni siquiera estaba la lluvia, sólo silencio y neblina, y esos policías asustados que la hacían todavía más fantasmal.

Un sargento de bigotico nos detuvo para pedir papeles.

—¡Me desplaza la unidad! —me ordenó.

—¿La unidad viene siendo mi automóvil? —pregunté.

—Positivo. No tiene para qué estar en la calle. ¿No oyó que habrá toque de queda?

—No, no oí. No se qué está pasando, me puede decir, por favor, ¿qué pasó aquí?

—Alteración del orden público. Circule, circule, ya le dije que me retirara la unidad.

—Sólo un minuto, se lo pido. Esta señora vive aquí en el barrio y vinimos a llevarla hasta su casa.

—Que ella siga a pie y ustedes se me devuelven ya.

—Es que está enferma, ¿no ve que está muy enferma?

El sargento se agachó para observar a Marujita de Peláez, y ella, en el asiento de atrás, puso su mejor cara de moribunda.

—Entonces la llevan y se van inmediatamente.

—¿Acaso a qué horas empieza el toque de queda?

—A las siete en punto.

—Pues sólo son las seis y cuarto, tengo derecho a cuarenta y cinco minutos más.

Acerqué el jeep lo más que pude a Barrio Bajo y lo estacioné en una manga. Acordamos que Ofelia y yo subiríamos a pie hasta la casa de Ara y que mientras tanto Marujita se quedaría entre el carro, cuidándolo, por si se armaba otra vez la gazapera; no quería devolvérselo a Harry quemado, o con letreros en spray que dijeran Patria o Muerte, Nupalom, Milicias Bolivarianas o algo por el estilo. Carro destruido y canario muerto: hubiera sido demasiado castigo para Harry, que no era culpable de nada.

Se entreabrió la puerta de una casa y una mujercita asomó la cabeza, husmeó el aire como el ratón que quiere asegurarse de la ausencia del gato, se quedó mirando hacia el jeep, reconoció a Marujita de Peláez y se le acercó, arrebozada en su pañolón y en su aire conspirador.

—¿Qué hace por la calle, mija? —le preguntó a la carrera, abriendo mucho los ojos—. Mejor váyase para su casa, que esto está muy feo.

—Vamos para donde Ara —le contestó Marujita.

—No se meta por allá que no hay nadie. Huyeron todos al cerro.

—¿Qué fue lo que pasó? —me inmiscuí yo, pero la señora ni me oyó, ya había corrido a refugiarse detrás de su puerta.

—Vámonos —dijo Ofelia—. No tenemos nada que hacer aquí. Volvamos a la ciudad.

—Todavía no —dije yo, resuelta a subir a como diera hasta la casa rosada, porque tenía la convicción de que podría encontrar a mi ángel. Sabía que él era el motivo de la conmoción en el barrio, y estaba decidida a llevármelo para mi apartamento, al menos por un tiempo, mientras pasaba el peligro.

—No hagas eso —me aconsejó Ofelia—. El peligro no va a pasar de un día para otro, y en cambio, ¿qué va a suceder cuando a ti te pase el embeleco?

Le respondí con sinceridad adolorida que no era embeleco pasajero sino pasión de por vida, pero a medida que subía por la pendiente de un Barrio Bajo abandonado hasta por los perros, al que no le había quedado vidrio sano, iba sintiendo cada vez mayor agobio. Como si llevara a la espalda un morral inmenso. Es el excesivo peso de este amor inconcebible, me confesé a mí misma, y no supe por cuánto tiempo sería capaz de seguir cargando con él.

Al llegar a la casa de Ara encontramos la puerta abierta y batida por el viento.

—¿Ara? ¡Señora Ara!

Nadie respondió, pero nos pareció escuchar adentro pasitos leves, como de niño, o de gnomo.

—¿Orlando? ¡Orlando!

Nada.

—¡En nombre de Dios todopoderoso! —gritó Ofelia con voz teatral—. Si hay alguien aquí, que nos diga quién es.

Tampoco nada. Ya ni los pasos sonaban, así que penetramos en el interior tomado por las sombras, esquivando mansos objetos oscuros. Había olor a estufa fría y silencio de radio apagado.

Tal como había anunciado la conocida de Marujita, allí no encontramos un alma. El patio, el lavadero, el catre de Ara, antes tan cargados para mí de presencia, navegaban por el aire quieto, pasmados e inútiles, como resignados al abandono.

—¿Y los pasos? —preguntó Ofelia—. Si no hay nadie, ¿de quién serían esos pasitos que oímos?

—De los recuerdos, que huyeron por la ventana —le contesté, creyendo intuir que en ese preciso momento llegaba a su fin mi breve e intenso pasado con el ángel, y empezaba mi largo y diluido presente sin él. El vacío me mordió las entrañas, pero al mismo tiempo, debo ser honesta, un alivio secreto me refrescó la mente.

Caminé a tientas hasta el baúl de los cuadernos, resuelta a apropiármelos, a llevármelos conmigo porque eran mi patrimonio, habían sido escritos para mí, constituían mi legado perdurable de amor. Los custodiaría en el apartamento hasta que pudiera hacerlos publicar, los leería noche tras noche para comprender el significado de cada palabra, dicha y no dicha.

Mis manos ubicaron el candado, que estaba abierto. Levantaron la tapa y buscaron adentro, palpando el espacio negro, pero no encontraron nada. Palmo a palmo recorrieron el vacío, cada poro alerta, desesperado por entrar en contacto con el papel. Nada. Repetí la operación para cerciorarme, con idéntico resultado: nada.

Entonces me senté derrotada sobre la tapa a confesarme la verdad: el baúl había sido saqueado y unas cuadras más abajo el padre Benito estaría quemando los cincuenta y tres cuadernos en una hoguera, o el oficial de bigotico los estaría catalogando y archivando en una estación de policía como material subversivo. Entonces agarré ese látigo de siete colas que es mi sentimiento de culpa y empecé a azotarme: ¿Cómo no me los había llevado antes? Sólo a mí, a mí solamente se me ocurría toparme con un tesoro semejante y descuidarlo de esa manera, desdeñarlo como si se me diera encontrarlo en cada esquina.

Me encontraba con que de repente ya no había cuadernos, como si fueran una invención y nunca hubieran existido. Ni habitantes del barrio, ni ángel, ni Orlando, ni junta. Se escapaban los personajes y los sucesos de la última semana de mi vida, como se esfuma la imagen deslumbrante captada por un instante en un caleidoscopio, como se borra involuntariamente un texto de la memoria de un computador al apretar la tecla equivocada.

Volvimos al jeep de Harry, pero también allí la nada se había anticipado, como una barrendera loca. No se encontraba adentro Marujita de Peláez. ¿Se habría asustado? ¿Se habría volado para su casa, a alimentar sus animales? ¿Habría alzado con ella la policía?

Primero la llamamos con gritos tímidos que corrían calle arriba y regresaban perseguidos por su propio eco; volvimos a llamarla, a grito pelado. Pero nunca respondió. Quisimos preguntarla en la casa de la señora del pañolón, pero nadie nos abrió esa puerta. Estaba escrito que ese día Galilea permanecería hermética y no accedería a revelárseme.

Al llegar a La Estrella ya no tenía esperanzas, sabiendo como sabía que el virus borratiza se habría extendido por toda la pizarra. No me equivocaba. Encontré la tienda cerrada y trancada, casi invisible en el anonimato de sus ventanas canceladas con postigos. No golpeé a la puerta, no obtendría respuesta.

En ese momento me vino de atrás, del piso del jeep, un reflejo de un azul total y me agaché a recogerlo. Era la capa de terciopelo, que había querido quedarse para ser la excepción que confirmara las reglas de mi espejismo.

Me paré en medio de la calle con la capa en la mano, y descansé cuando sentí que empezaba a llover. Le di la bienvenida a esa agüita chirle que caía salvadora sobre las brasas de mi ansiedad. Lo que por agua viene por agua se va, me dije, y la resonancia hueca de la fiase hecha me bastó como explicación.

Al fondo, a mis espaldas, se extendía la ciudad enmudecida y apaciguada por la distancia, y frente a mí se levantaba impenetrable, envuelto en largas barbas de calima, el cerro que tal vez escondía y resguardaba a mi ángel, a su gente y a su historia, que durante una semana entera y eterna también había sido la mía.

Un viento mojado que vino de los eucaliptos me trajo una plácida sensación de paz y me sopló al oído un mensaje conciso: Él está fuera de tu alcance, y ya no es urgente que lo quieras, ni que te quiera.

Yo entendí y asentí. Lo importante no era tenerlo cerca sino dejarlo libre para que se salvara, para que sobreviviera. Que pudiera cumplir con el propósito tras el cual había venido, cualquiera que fuera y por indescifrable que resultara para mí. Supe, sin dolor, que hoy era el día del adiós.

¡Corre aprisa, amor mío! ¡Huye a los montes! Hubiera querido gritarle esas palabras, las últimas del Cantar de los Cantares, que no escuchaba desde que mi abuelo, el belga, me leía las Escrituras, y que ahora la memoria me devolvía.

La voz de Ofelia me sacó de mí misma.

—Hay que hacer algo —me dijo, pronunciando el lugar común más socorrido en este país donde frente a las calamidades no hay nada que hacer.

—¿Como qué?

—No sé, algo. Lo digo por la señora Ara y sus hijos, que deben estar pasando apuros, pero también por ti, porque te veo mal.

—Por mí no. Para mí ya se cerró el ciclo. Y por ellos tampoco, se saben defender solos.

—Entonces vámonos de aquí, antes de que nos empape esta lluvia y nos atrape el toque de queda.

—Sí, vámonos.